2/2/10

16 de octubre de 1999

¿Quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, de la realidad? El que sufre de ella. Pero sufrir de la realidad significa ser una realidad fracasada.

---F. NIETZSCHE


SÉ QUE CORRO EL RIESGO DE SEGUIR HABLANDO SIEMPRE DE VOS. Porque es imposible no hablar de lo que nos hace falta. Y es cierto que a veces escribo decenas de páginas sobre lo mismo que ayer ocupó otras tantas decenas.

Sin embargo, hoy haré un esfuerzo por no hablar de vos. Intentaré hablar de otros. Para empezar, le daré un nombre a cierto personaje que no cesa de llamar mi atención. La llamaré Yocasta. Para ella, estar triste es demodé. Cree, en general, que la tristeza supone siempre debilidad. Por eso su superoptimismo se manifiesta en una sonrisa sempiterna. Mediante un proceso psicológico ligado, supongo, a las instigaciones del mercado, Yocasta y las criaturas semejantes han desarrollado la habilidad de estar siempre felices, a pesar de cualesquiera desgracias que caigan sobre ellas. Su madre podría ser torturada y violada por un asesino rabioso frente a sus narices y aún así ella encontraría motivos para defender su alegría, es decir, para no permitirse siquiera un momento de llanto y desesperación contra las injusticias del mundo. Yocasta se cubre el rostro con un invisible velo blanco con el cual consigue evadir la realidad, o sustituirla. Para ella todo es pulcro o debe serlo, nítido, oportuno y celestial; y si algo no lo es, dice, es porque no ha sabido verlo. Su credo dice: no importa lo que pueda pasarme, siempre estaré feliz, siempre estaré feliz, siempre estoy feliz... Para ella la felicidad es algo totalmente deliberado. Todas las miserias de la humanidad son incapaces de afectarla; prácticamente no existen dentro de sus juicios y considerandos. Preocuparse u ocuparse del dolor del mundo, de las cuitas de sus amigos e incluso de las posibles agonías propias, es una proclividad anticuada: símbolo de fragilidad emocional; en fin, un defecto que puede ser superado con la repetición del credo mil y una veces por día y con la práctica cotidiana de hacerse la vista gorda ante todo, especialmente ante uno mismo. Yocasta anda por allí como si el mundo fuera lo que dicen las publicidades y los discursos oficiales; y se lo cree, pues a quién puede importarle que no sea real cuando todo se comporta como si lo fuera. Esta actitud implica tener siempre una respuesta para todo, un recetario a la mano para poder definir y corregir el error de los otros, las causas de sus tristezas –por definición– retrógradas o absurdas. Para Yocasta vivir es risiblemente fácil. El sufrimiento –repite o predica– es para los imbéciles; el sentimiento trágico no tiene ninguna cabida en su vida ni en el mundo: simplemente no existe, es una ilusión psicológica.

Desde hace muchos años, Yocasta tiene un amigo a quien dice apreciar mucho. Le llamaré Tribilín. Él, en cambio, es pesimista y pusilánime, un lío de pies a cabeza. Sus días transcurren entre la chismografía y el disparate, los titubeos inacabables y las intrigas y los temores y esas decisiones supuestamente definitivas que solo duran unas horas. Como está seguro de ser un maldito, espera siempre lo peor, y desconfía hasta de su sombra. Incapaz de actuar, pues cree que todo saldrá siempre mal, vive esperando que otros decidan por él y que el curso impersonal de las circunstancias determine su vida. Nunca ha sobresalido, ni estudiando ni trabajando ni relacionándose con nadie, pues, bajo la premisa de que nada saldrá bien, de que él no podrá hacer jamás algo valioso, el resultado es un conformismo irremediable, y exasperante para quienes por alguna razón esperan algo de él.

¿Cómo es posible que Tribilín y Yocasta sean tan amigos? Se debe al instinto maternal de Yocasta. Tribilín es el torpe retoño de una madre sobreprotectora, papel que Yocasta adora representar, pues le permite poner en práctica toda su pseudofilosofía vital. Tribilín se equivoca a diario. Tribilín sufre. Tribilín se lamenta. A Tribilín le pasan cosas terribles (terribles para Tribilín) y Yocasta está allí, siempre, para mostrarle y demostrarle cuál fue su error y cuáles pasos debe seguir para evitar otra tristeza y adueñarse de su vida, convirtiéndola en otro templo vivo de felicidad.

Tribilín es uno de esos desgraciados que se han malogrado –sexualmente– debido a un exceso de pornografía y de fabulaciones eróticas. El despliegue mercantil de tanto seno y tanto falo lo redujo al ridículo de poseer siempre un deseo desmedido, imposible de satisfacer. Tantos años de ilusionarse y frustrarse al mismo tiempo lo transformaron en un gran falo muerto, humillado.

Hace poco parecía que las cosas girarían de rumbo. Gracias a un misterioso empuje, y a mucho cálculo y estrategias guerreras y a quién sabe cuántas espatulomancias y gurús, logró finalmente conseguir una novia decente. Fue como si por primera vez la luz del sol hubiera alcanzado su rostro. Pero la beatitud duró solo un respiro, el tiempo de una anticipación o una promesa. Aparentemente, en el momento de la entrada triunfal, su pene, atacado por el síndrome de no creerse capaz de realizar las expectativas publicitarias del amor, se rindió en el umbral cual pichoncillo que de tanto soñar que volaba solo es capaz de volar en sueños. Después de veintisiete intentos fallidos, su novia decente se decidió por la indecencia y lo abandonó a sus excusas profilácticas. Él, de hecho, buscó la bibliografía necesaria para explicar y justificar sociológicamente la causa de su traumática blandura. Y no solo encontró una etiología sociológica, sino una fisiológica, otra antropológica, lógica, metafísica, religiosa, psicoanalítica, y terminó culpando a la inquisición medieval y a la dinastía de los Borgia —cualquier cosa desde Los Duques de Hazzard hasta tantos años de tomarse demasiado en serio a Mafalda— antes que volverse al espejo y recorrer en sus arrugas prematuras toda su cobardía, pues a fin de cuentas es solo eso: la costumbre de dejar en manos de otros todo lo que debería acoger en las suyas. Como siempre, su pesimismo visceral se combinó con un autoengaño ingeniosísimo, y los otros y el mundo y su novia decente –ahora “indecente”, claro, según él “como todas las demás”– terminaron culpables de que él, pobrecito, hubiera tenido toda la suerte en contra. Justificado, respiró un poco más aireadamente, pero en el fondo no soportó la deshonra y recurrió, como siempre, a Yocasta, la sabia amiga con respuestas y soluciones para todo. (Sobre decir que es a Yocasta a quien le debo el relato de esta lamentable película.)

Yocasta, incapaz de compasión, insensible y tan dogmática como solo puede serlo alguien que se crea absolutamente lúcido, en lugar de apoyarlo y consolarlo, lo hizo trizas con sus críticas, creyendo que era ése y no otro su deber de amiga. ¿Cómo pedirle otra cosa a quien nunca ha querido enfrentar sus propios agravios ni oír siquiera su propio silencio? Porque solo conocen la compasión quienes saben escuchar los silencios ajenos, y para esto hace falta haber escuchado durante mucho tiempo los propios.

Primero, pues, y con una amanerada tonalidad médica, Yocasta le desglosó a Tribilín lo que hizo mal. Seguidamente cambió su tono a uno apostólico, aunque no romano, y le recetó detallada y técnicamente lo que debe hacer para componer la situación. Y en tercer lugar, como gran triunfo de su sabiduría inquebrantable, pretendió obligarlo a reír, pues, arguyó, no reír es símbolo –o, más aún, evidencia– de ser un fracasado: las personas deben reír aunque estén muriendo de dolor. Habiendo terminado la consulta, Yocasta sintió que había cumplido su deber de amiga, ante lo cual, le dijo, “no volvás jamás a hablarme más del asunto”. Si su amigo no resuelve pronto el problema y sigue sintiéndose desamparado, ella se lavará las manos, dado que ya le dijo lo que debía hacer. Así se lo explicó a sus demás amigos –y a mí entre ellos, aunque yo no sea, en rigor, uno de sus más íntimos sino tan solo un “allegado”–, “yo le dije lo que tenía que hacer y si no lo hace es porque es un imbécil, y además ya me tiene harta”. Y bueno, se entiende, ¿a quién no le hartaría andar por ahí fingiendo gestos de solidaridad?

Tribilín resolvería sus problemas con un poco de ternura. ¿Es Yocasta capaz de ofrecérsela? Yocasta no tiene idea de qué pueda ser la ternura. Para ella sería otro mecanismo, otro formulario. Tribilín está devastado. Y aún falta más: la amistad de Yocasta no termina allí. Como ya anuncié, el cuarto paso de su labor samaritana es burlarse de Tribilín en privado, con sus verdaderos amigotes: su gremio de siempre-felices. Entre todos se mofan de él hasta la saciedad, y es comprensible si pensamos que ellos nunca tienen problemas, aun si eso se debe únicamente a que nunca arriesgan nada de sí mismos, como la misma Yocasta, que no llega jamás a hacerse vulnerable. Obviamente, este tipo de gente nunca le dirá a nadie las cosas que en su intimidad les afecten; lo cual solo es parte de la táctica seguida para que llegue un día en el que ya ni ellos mismos las oigan, porque no es que no tengan traumas ni pesares, obvio, sino que han aprendido a vivir como si no los tuvieran. La suya, pues, es una evasión terapéutica: empiezan sabiendo que lo hacen, pero con la intención de que llegue un día en que ya ni siquiera eso sabrán. Y son tan hábiles que llegan efectivamente a engañarse a sí mismos y llegan a creer realmente que la imagen de sí mismos es la realidad. Y entonces obviamente no sufren; aunque en realidad no sienten ni dolor ni alegría. Su felicidad, para mí, no es más que una farsa que viven en común, que construyen entre todos: su felicidad es, exactamente, un velo blanco, una pantalla, una imagen reflejada en piedra. Ellos tienen rostro y se mueven, eso es indiscutible, y hablan, pero como estatuas que hablaran. Uno los ve caminando por allí, siempre sonrientes, reyes emperifollados, con la mirada luminiscente y un aire de superioridad que generalmente ni disimulan, con el saludo en la boca y justo detrás la pregunta “cómo estás” esgrimida como un sable, esperando una respuesta sincera del tipo “no estoy muy bien, me pasó esto o aquello, he estado un poco deprimido”, etc., para saltar triunfantes y burlarse del pobre mortal que pasa por un momento difícil.

Es asombroso. Uno los ve y casi parecen personas; pero sabemos que son productos, espías que nos acechan para arrastrarnos a su bando apenas caigamos en un momento de debilidad. Sobra decir que sus relaciones son artificiosas, mantenidas siempre al nivel de la cirugía plástica: escogen una pareja hermosa, i. e. que se vea bien en público, i. e. que cumpla con los criterios públicos de belleza, y entonces la toman de la mano y caminan por las pasarelas, i. e. pasillos, del Mall, y le dan besos en los brazos y en las orejas y en el ombligo en los sitios más concurridos y hablan de ellas como si fueran estrellas de cine y las andan allí, siempre al lado, prácticamente maniatadas, enarboladas como afiches tridimensionales portátiles multimedia pasarelas de Milán o Nueva York…

¡Y lo han intentado, pero aún no han podido convertir a Tribilín! Mi tesis es que si tanto lo intentan es porque la tristeza de Tribilín no les muestra el dolor de Tribilín sino la vacuidad de sus propias vidas: acostumbrados a evadirlo todo, ya ni siquiera en otros soportan el dolor. Al evadir a Tribilín y al mismo tiempo tratar de “convertirlo”, huyen de sí mismos, pues enfrentar el dolor de otro es enfrentar el propio dolor, o al menos el propio fondo, y ya sabemos que para ellos ese es el pecado capital.

El pobre Tribilín, tan taciturno, tan canijo, vive además, para su mayor desgracia, entre tales monstruos, que siendo sus amigos lo único que logran, sádicamente, es aumentar su desdicha y su confusión. El pobre ni de eso se da cuenta. Para él, por supuesto, la Tierra sí es un valle de lágrimas, uno en el cual él no podría ni siquiera saltar al otro lado, cubriéndose con el velo blanco, pues no sería aceptado si antes no renunciara a sus angustias metódicas y se forrara como un regalo, con sofisticados vestidos, disfrazándose de Valentino finisecular, es decir, qué fácil, poniéndose a la moda...

La vida de Yocasta me parece a veces una recopilación práctica de todos los manuales de autoayuda y superación; pero a pesar de que uno pensaría que tal literatura podría proveer algunas luces para aprender a sentir y practicar la empatía, el resultado paradójico es más bien la tesis irrefutable de que el sentimiento, cuando es valiente y desinteresado, es un defecto, casi como un retardo mental. En su catálogo imagino títulos tan diversos como: Cómo hacer amigos que nunca pongan en riesgo tu felicidad, Cómo abandonar a una pareja sin sufrir ni por ella ni por uno mismo, Cómo reírse ante las adversidades, Cómo ser promiscuo y dar una imagen de santidad, Cómo joder a los demás y disfrutarlo. En estos libros de cómo-dificación de la vida, el sentimiento trágico es por supuesto una prohibición capital. Y bueno, ni siquiera hay que llegar a la tragedia, simplemente está vedado —no traspasa el velo— cualquier sentimiento de disgusto hacia el mundo, alguna queja ante la vida, el más mínimo desasosiego: el velo blanco hace que quien lo lleve puesto mire el mundo bajo una luz angelical; todo es blanco y bueno, todo es feliz, la realidad es lo que cubre el velo y lo que el velo produce, es decir, no es el mundo, no es la vida, sino las imágenes que cubren el mundo y la vida como una película multicolor...

Y ya ves, D., ahora debo volver a hablar de vos, como si fuera cierto que no puedo evitar hablar de vos a pesar de no estar hablando de vos; y hasta tengo que hablar de vos cuando hablo del mundo, como si yo y vos y las cosas del mundo fuéramos extrañamente inseparables. Y vuelvo a vos, es obvio, porque también en vos Yocasta y sus sacerdotisas han trabajado para lavarte el cerebro, obsequiándote el velo blanco más exótico de todos, de filigrana, y con ese esmero de jet-set de mentirillas te volcaron a sus mundillos y te dejaron allí, aislada completamente de todo lo que no fuera fiesta, velocidad, escenarios, evitando así que tuvieras que enfrentarte conmigo, es decir con vos. Yo ya tenía, en tu esquina, todo dispuesto para que pudieras entrar en el ring a darte de golpes en la cara, a humillarte y ganarte de knock-out con un jab directo al mentón; pero nada, ya ves, tu pelea con vos se canceló, la cancelaron las putas esas y te cubrieron de oro y halagos para que volvieras la cara mientras te ibas, haciéndote creer que el enemigo era yo… Los engañaste a todos, les hiciste creer que ganaste; pero yo sé que el combate nunca se llevó a cabo. Yo me quedé en tu esquina, esperándote; pero en realidad perdiste por no presentación y ganó ese remedo de vos que ahora anda por allí pretendiendo ser alguien con su velo blanco de último modelo. Y vos, tras ese cendal de lujo, no tenés idea de quién sos, pobrecita, aunque te sentís bien porque te dicen a diario que sos la más bella, y tenés por supuesto una lista de pretendientes que a cualquiera haría verdear de envidia. Por allí te he visto en el Mall con Yocasta y sus asistentes y bufones, desfilando todos juntitos, marchando optimistas, seguros y hermosos como osos en un perpetuo show de variedades. Ignoran, por supuesto, que mientras tanto Tribilín se encierra en su habitación y duda entre guindarse con su faja o chuparse entero un frasco de veneno para ratas; porque, claro, al pobre no le alcanza el dinero ni para comprar un revólver, ¿cómo le va a alcanzar para ir al Mall a realizar un viaje de autodescubrimiento y volver al mundo renovado, airoso, heroico, hecho un rey que no tenga tiempo más que para entretenerse hasta hincharse y morir?

En el mito griego, Casandra siempre decía la verdad pero nunca era creída. Hoy, las personas se acostumbran a ser Casandras invertidas: condenadas a que se crea siempre en su radical falsedad, viven felices en su condena. Y todos, de un modo u otro, creemos.

¿Acaso a vos, Diana, no te hace feliz que los demás te piensen feliz, acaso no te hace hermosa que los demás te vean hermosa, acaso no depende tu sanidad de que los demás te crean segura e independiente? ¿Acaso importa que llevemos en los huesos un infierno, si por fuera parecemos ángeles beodos? ¡No, qué va a importar! ¡Gozar, gozar! ¡Ruanda no existe, ni Kósovo, ni siquiera existen los dieciocho kilómetros cuadrados de tugurios a la vuelta de casa; el África entera es un mal chiste publicitario; nada de eso existe, es solo una trampa, una necedad amarillista, esos aguafiestas! ¿Cuál es su idea, echar a perder la diversión? ¡Que se mueran! ¡Que se los lleve el viento, un huracán, eso, eso, que se los lleve un huracán o un tsunami o un loco con una bomba amarrada al pecho!

Y aquí hay que avanzar con sumo cuidado... Estamos en terreno minado. Porque siempre puede uno descubrir en sí mismo los mismos gestos idiotas. No hay que olvidar que Hollywood está en todas partes… Por ejemplo, quizá vos me estés leyendo no de izquierda a derecha sino de arriba abajo, de reojo, juzgando desde quién sabe qué estrado mis pobres palabras plebeyas... Kitsch, decís, o cursi, o soso... Sí, seguramente, pero cuidado... Quizá también yo esté escribiendo de reojo, imaginándote de arriba abajo, juzgándote sin conocerte siquiera, sin intuir siquiera qué tipo de lector me ha caído en suerte... Ah me ha tocado un lector kitsch, diré, ah desocupado lector de juicio inopinado… O diré o sabré, ay, han descubierto mi estrategia… Quizá sea yo, quizá sos vos… ¡Es que quizá somos todos y entonces quizá en estos extremos lo único que se pueda ya sentir verdaderamente sea el vértigo de un remolino que arrasa con todo sin piedad, sin miramientos, sin nada más que una violencia ciega hacia ninguna parte, acaso hacia la nada misma o el fin! Por ejemplo, hoy, que la mediocridad y el plagio pasen por genialidad, que la costumbre pase por alegría, el exhibicionismo indiscriminado por erotismo, la indiferencia por inteligencia, la brutalidad por entretenimiento y que siguiendo ese ritmo avasallador ya nada distinga la ficción de la realidad... ¡Saber que incluso decir todo esto equivale a no decir nada, absolutamente nada! Es decir, saber que decirlo no cambia nada. ¡Y la desgracia de no poder evitar decirlo, de ser un títere más, un eco desafinado o un disco rayado, y todo disimulado tras la duda enfermiza de si esto es finalmente una novela, un ensayo, un diario, un anecdotario, mera melancolía, etcétera! ¡Y qué triste llegar a decir etcétera de pura pereza de buscar mejores argumentos, imágenes, contornos, posibles historias! Y al mismo tiempo saber que preferiría entregarme a la vida como a una mujer letal, queriendo que su abrazo me ahogara y me llevara hasta el fin del aire, así, con esas palabras. Y pensar también que tal vez todo esto no sea sino la elección de mi propio velo... No lo sé, ya no sé nada, ya no confío en nadie, ni mucho menos en mí. Ni mucho menos en mi voz…

¿Y finalmente qué pasó con Yocasta, Tribilín y Diana?

Nada, precisamente, no pasa nada, todo es lo mismo y da lo mismo. Si lo cuento o no da lo mismo. Si le invento una trama, da lo mismo. Si no se la invento, da lo mismo. Si quiero decir la verdad, da lo mismo. Es igual que nada, igual que cualquier otra verdad y cualquier otra mentira. Todos agonizamos en los mismos escaparates y en ellos somos efectivamente idénticos, con colilla de precio idéntica, o sin precio, desechables, imprescindibles… Y nadie –aunque agonizara de hecho en un escaparate, aunque yaciera pleno a la vista de todos e incluso de Dios cualquiera que sea todopoderoso y omnividente–, nadie puede mostrarse tal cual es, jamás... Esto es pues una cuchufleta, una joda, mierda, todo ha sido un engaño y es triste, solo la oportunidad de lucir palabrillas como “cuchufleta”, pero ya no me da ni risa... o sí, es la risa nerviosa del llanto…

Y entonces finalmente en otro giro de honradez, sentir que el aire que todos respiramos está lleno de partículas de miedo y querer enloquecer como única respuesta, e intuir que ni siquiera eso respondería a nada, porque solo sería otra forma de preguntar, es decir, de huir...

Vivimos desgajados.
Lo cotidiano es un abismo.
Y entonces sentir que me pierdo, deductivamente, que me pierdo como me perdía en sus muslos pálidos cuando rodeaba con mi aliento su vientre; que me pierdo entre tanto texto y tantos besos que he dado y recibido; y escribo a pesar de todo, como si en medio de tanta locura asomara por aquí la posibilidad de regresar a un punto cero, a una respuesta simple, incierta quizá, pero simple, deseada, impredecible... ¡No más ficción! ¡La vida ya es suficientemente irreal! ¡Afectos, una orgía de afectos! Y sin embargo no saber qué hacer en ella…

Escribo entonces a la deriva, entregado a un inventario de mujeres, y a la nostalgia, añorando porvenires más tiernos, volviendo también a esas épocas en las que había perdido todo el deseo y ni siquiera mi cuerpo respondía, y a esas otras en que era solo deseo y casi moría de ansiedad y entrega… me pierdo, me pierdo siempre en cada pliegue, al desnudar cada cuerpo de sus tejidos, al poner allí en un trozo de piel mi lengua como un signo sagrado y absurdo, una lengualetra impresa con hierro candente sólo para comprobar después que nada queda marcado, que en el amor, al irse el cuerpo, se desvanecen las letras que allí dejamos, como aquí mismo las lenguas al leer… como en la historia de siempre… y me pierdo y me lleva un río no sé si hacia el mar o hacia el centro de la tierra — y me lleva en un vaivén incontrolable y me pierdo en esos ojos que me miran en cualquier calle, de improviso, esas mujeres posibles que aún no he conocido y que tal vez esperan que me acerque... me pierdo y me pierdo en tanta posibilidad y tanta duda, tanto pasado que se agolpa en mi cuello y a veces no me deja tragar — y simplemente quisiera perderme en alguien, ahora mismo, en este instante, perderme para siempre y que ustedes no volvieran a saber de mí, ni yo tampoco—, ¡perderme, perderme para siempre en un desierto de papel!

Lo demás es el pantagruélico pasatiempo que hemos levantado para encubrir ese deseo mínimo y suficiente, es decir, para ocultar la desventura de no saber cómo conformarnos con lo único que podría finalmente apaciguarnos…

¿Y si fuéramos como hojas llevadas por una corriente, o nubecillas arrastradas por el viento a través del cielo, adornando a veces el azul, ocultándolo otras, cubriendo de gris los mundos solo para luego llovernos y descubrir de nuevo el azul?

La vida es una catarata explosiva.


¡Miles de páginas de amargas letanías y delirios! ¡Llega a hacerse insoportable!

¿Por qué me era tan difícil escribir páginas más reposadas e inteligentes?


[3:02 p.m.]

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