¿Y CUÁNDO EMPEZARÉ POR FIN UNA HISTORIA CON LA COMPLEJIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS, el detalle de aventuras y de conversaciones, alguna mezcla ingeniosa de tragedia y enigmas y reflexiones pasajeras?
–¿No es también esta una huida patética?
Pero no puedo contar mi historia.
Hoy en día es muy difícil saber cuál es la realidad propia, incluso saber si la hay.
Hay, por ejemplo, eso sí, golpes al hígado, sucesos horribles como orfelinatos quemados y madres vapuleadas a muerte; y hay también el desasosiego de algunas noches solitarias y de algunas frases indelebles; a veces el rastro de una mirada subterránea, o el residuo de un desprecio inmerecido; y los besos, ¡todos los besos insustituibles!
Aún así, no sabría decir cuál es mi historia.
Creo tener tan solo un sinfín de afectos y memorias casi desvanecidas, y anhelos y palabras sueltas al viento desde bocas prohibidas u olvidadas. Trozos, un catálogo hipertextual de trozos que solo por una retrógrada necedad podría insistir en sistematizar, a sabiendas de que cualquier estructura que pudiera esbozar se convertirá en polvo en las propias palabras que la levantan...
¿Narrar, qué significa narrar?
Sin duda mi cuerpo arrastra una historia, pero las historias nacen un instante después de la vida, cuando pasa por ese filtro infranqueable que ordena las palabras y produce pensamientos como si fueran frutos de un árbol irónico o malicioso, muy distinto del idealizado árbol del conocimiento. Y algo se pierde allí para siempre.
La vida es a la vez autoconocimiento y disipación.
Por eso me niego a contar una historia. Incluso si no es la mía.
De todos modos, la vida no aparece ni en los cuentos que inventamos ni en la descripción objetiva de los hechos. La vida se parece más a una nube, o a un río que se desplaza siempre entre los cuentos y los hechos. Quizá los hechos son las piedras que la vida rodea para ser lo que es: ni hecho ni historia cabal.
No quiero, por ahora al menos, cometer ese fraude literario. La excusa de toda literatura.
Y ciertamente es probable que esta decisión entrañe, para mí, quedarme sin opciones, condenado a esto, ni una cosa ni otra: el impulso cotidiano por comenzar algo y la necesidad inmediata de abortarlo.
Me domina este extraño conato que no pasa de ser conato, una reduplicación incansable de los mismos matices, aunque siempre, también, de algún modo distintos...
Y, sin embargo, aunque supuestamente una historia siempre me está ocurriendo –esa que reconozco por las huellas apodícticas que deja en mi mirada, o en la lividez de mi piel– aun si no puedo reordenarla con fidelidad a la realidad, veo con gusto, eso sí, que los afectos de alguna manera sí consiguen filtrarse y acomodarse entre las letras y las oraciones o, más exactamente, reanudarse como letras y oraciones... Es cierto que de una manera empobrecida, como se filtra la luz a través de una pantalla traslucida, sin dejar ver los objetos, aunque sí sus siluetas...
Las palabras muestran que todo es a la vez ausencia y presencia, luz y sombras, y que nunca habrá nada sin su otro, nunca, ni un instante presente, ni una identidad matemática, ni un átomo ni un fotón ni nada, ni el paraíso, ni la agonía ni la felicidad y ni siquiera un ser humano totalmente solo, aunque por ratos su única compañía sea la ausencia de otros seres queridos y extrañados.
A veces, desorbitado o místico, no lo sé, pienso con una convicción espeluznante que solo podemos ser felices porque vamos a morir.
[3:12 p.m]
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18/2/10
14 de septiembre de 1999
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