26/4/10

29 de noviembre de 1999

El agua anda descalza por las calles mojadas.
De aquel árbol se quejan, como enfermos, las hojas.


---PABLO NERUDA



SI FUERA CUESTIÓN DE BUSCAR, buscaría; pero ya ni siquiera sé qué quiero. Solo sé que un silencio implacable me llama, y yo voy incierto, pero fiel.

Ese silencio es una canción desesperada.

Hoy, la noche se vino de bruces. Otra vez la lluvia es inminente. Bajo el quicio de mi puerta abierta escribo casi a oscuras. El rocío humedece el papel.

Y escribo que hace solo un rato, mientras caminaba por la noche inmensa, me topé con una muchacha morena, espigada, vestida de plata. La niebla la envolvía y parecía una traslúcida sábana danzante. La joven paseaba a su perro, negro como la noche, y grande, como un novillo. Pasé a su lado y le sonreí, buscando la mirada de sus ojos luminosos. Ella desvió la vista. La noche, inmediatamente, se hizo más inmensa sin ella. Aunque el perro sí clavó en mí sus grandes ojos fijos.

¿Qué nos espera cuando incluso una sonrisa resulta amenazante?

Pensé que si yo también tuviera un perro –¡y saber que en noches como ésta lo tuve!– al menos hubiera tenido una excusa para empezar una conversación. Pero ella paseaba con su compañero lobuno y yo solo venteaba mi soledad de náufrago; lo cual, supongo, era para ella harto sospechoso. ¿Cómo empezar algo así, sin nada común que ante sus ojos eliminara la intimidación que represento, caminando solo, a deshoras, cabizbajo, por esta noche de piedra transparente, a la espera de nada más que del tiempo mismo? ¿Cómo, qué decir para borrar los miles de noticieros que paulatinamente han acrecentado su espanto?

La vi, de pronto, aún más distante; creí, luego, ver que me veía con ojos de luto; soñé que me oía desde lejos, callada, y quise más que nada en ese instante poder callarme con su silencio, y ya no con el mío. Cerrarle la boca con un beso...

En realidad, hubiera bastado con una sonrisa; pero la esquina siguiente la consumió como una vela soplada.

Sé que es mi vecina; ¿pero lo sabe ella? Definitivamente, esta noche calinosa no es un buen lugar para armar amores, y menos aún si la única posibilidad va paseándose con un perro que no me conoce.

Hoy es como si la noche pudiera echar raíces en el alma. Como si pudieran incluso sucumbir las flores y los pájaros, deshacerse como humo, como letras de humo enredadas en el viento de esta noche turbia. Ya ni siquiera importa si el alma no existe.

La muchacha de plata me hizo recordar el candoroso perrito que Diana y yo teníamos. Era un salchicha azabache apenas más largo que mi bota y apenas más alto que mi tobillo. Es increíble la ternura que puede suscitar un animal, por definición inocente. Cuando nos separamos, ella se quedó con él... ¡Pensar que ya no lo tengo, que lo he perdido! ¡Extraño a ese pequeño y valeroso animal como extrañaría a un hijo! Cuando dormíamos juntos, apenas amanecía se ponía inquieto y me lamía los brazos y el cuello, y gemía con una abnegación difícilmente posible en un ser humano. ¡Cuánto disfrutaba yo terminar con la boca mordida! ¡Adoraba sus dientes hambrientos de ternuras infinitas, leves como el agua! A veces, él quería orinar y por respeto a mi sueño aguantaba. ¿Cuántas personas respetan así el sueño de otro? Al momento en que yo abría los ojos su cola empezaba a menearse desaforadamente, daba volteretas en la cama y emitía unos ladridos minúsculos que yo imaginaba como el sustituto perruno de las risas y las caricias. ¿Cuándo alguien que haya dicho amarme ha entrado en tal estado de excitación simplemente por verme despertar? Si yo aparentaba que seguiría durmiendo, él bajaba la cabeza, sollozaba más agudamente y finalmente se ovillaba junto a mí como si tuviera miedo, y esperaba. Yo veía en su paciencia un signo de amor: solo los enamorados esperan sin exasperación la llegada de tiempos mejores, y acompañan a sus amados a través de cualquier tempestad y cualquier ansia.

Me pregunto si detrás de las montañas nocturnas, también ella, como mi vecina, sale con nuestro pequeño, y si también encuentra, en su indeciso camino, paseantes facinerosos.

No lo creo.

Seguramente ella prefiere salir de día, cuando los ojos del mundo puedan verla y sostenerla en su identidad –conmigo, a ella solo le gustaba salir cuando había niños riendo en las calles–, cuando todas las miradas y todas las voces puedan decirle sí, sos vos, la misma de ayer, bella, y tu cuerpo claro y tibio es un pedazo del sol poniente...

Ella vive de día. Se parece a las certezas del mundo. Yo, en cambio, me ofrezco cada vez más a las noches interminables, estas noches de calladas luchas donde da vueltas el corazón como un volante loco. Y quizá no sea sino este umbral de sombras trémulas lo que nos separa: ella quiere ser luz y yo huyo de la luz.

Soy un perro herido que rueda a los pies del recuerdo.

Y debo apurarme, el viento empieza a girar en el cielo. Sus aullidos dispersan mi ensoñación, y la noche, errante, empieza a huir en ráfagas como un mar de olas ebrias.

Tiritan las hojas de mi cuaderno.

La quise, es cierto, y mucho.

A veces ella también me quería.

Y tal vez todavía la quiero. ¡A veces se me viene todo el amor de golpe, como un remolino de furia!

Pero a la vez la fatiga sigue, y empiezo, también, a cansarme de buscarla en todo lo que escribo.

Las palabras se adelgazan; el dolor se adelgaza.

¿Ha pasado la hora de la venganza?

Quizá, sea ya la hora de partir. Quedar abandonado, como los muelles en el alba. Seguir el camino que se aleja de todo; un camino que pueda alejarme de ella como se aleja uno de la juventud.

Tal vez el dolor no sea infinito. Tal vez sea cierto que un día llega el último dolor. Sí. Pero el último dolor, como enseña el poeta, debe ser también un verso.

Este es un puerto.
Aquí te amo.



[3: 42 p.m.]

_ _ _

No hay comentarios: