14/7/09

24 de noviembre de 1999

HACE UN PAR DE DÍAS ASISTÍ A UN RECITAL DE POESÍA MUY CONCURRIDO. Mi mayor asombro fue descubrir que, juzgando por las apariencias, todas las personas presentes eran poetas. Tanto los que leían como los del público, casi por igual, parecían vestir según esa rara moda de qué-me-importa-a-mí-la-moda. Calculé que para conseguir ese look desinteresado la mayoría de ellos debía haber pasado horas frente al espejo contrastando camisetas y pantalones, ponderando el largo del cabello y si habría que llevarlo o no con una cola, si hacía falta o no un arete y cuál iba mejor con la apariencia desvencijada y jipi de la camisa, la barba apenas recortada, los jeans rasgados... Estos tipos –pensé– hacen lo imposible por aparentar que no les interesa aparentar nada. Son hábiles. Y pensé que también yo podría hacerlo si tan solo tuviera algo más de tiempo. A algunos ya los he visto antes en la Universidad. Uno de ellos manifestó en una clase lo repugnante que le parecía que los “chicos bien” juzgaran a las personas por la ropa que visten y por sus peinados y esas cosas “superfluas”. Por eso me sorprendió que este mismo tipo, en el recital, parecía estar haciendo un inventario mental: a quien iba entrando lo repasaba de arriba abajo, un poco desinteresadamente, es cierto, o con un calculado disimulo, como si solo estuviera viendo a la puerta porque esperaba a alguien, alguien que nunca llegó, dicho sea de paso... Me pregunté si así debía ser una mirada inquisitiva y poética, curiosa y perceptiva. Yo es que soy neófito y por eso me lo pregunto todo y trato de observarlo todo y aprender, soy inexperto, aprendiz o pipiolo y a eso ataño tanta adjetivación que se me hace necesaria cuando, seguramente, no lo es, y tanta sinonimia o redundancia tan superflua como también eran, sin duda, la camisita de botones y mi saco de lana grisácea en aquella noche de la cual ya no quisiera acordarme, es que mi fracaso por parecerme a ellos y ser como ellos me hace sentir aparte, diferente, vendido y aburguesado y empecé a entender que tal vez por eso siempre me ignoraban en los pasillos, en la cafetería y en los recitales... Es necesario, supongo, que solo puedan aceptar en su grupo de poesía a quienes ostentosamente lo parezcan. ¿En qué quedaría su identidad si no lo hicieran así? Un Lorca redivivo que vistiera saco y corbata sería al unísono y entre sornas condenado al ostracismo, no lo dejarían hablar o, de dejarlo, no le prestarían demasiada atención: ¿para qué si su atuendo y sus gestos sin duda revelan que no sabe lo que dice o que sencillamente es un retrógrado literario? Me pregunto si solo será cuestión de saber adónde buscar y encontrar el libreto y aprenderse sus lineamientos, o sus líneas, o su vocabulario, sus estilos, los reglamentos o lo que sea para poder siquiera tener chance de empezar el escabroso proceso iniciático.

Pero hay que entenderlos, y yo los entiendo, claro, pobres, o sueño con entenderlos, entenderlos tan bien que me dejen estar con ellos, ellos que solo viven para la poesía y son muy malentendidos y saben mejor que nosotros llevar la culpa cuando, por ejemplo, se descubren añorando algo que solo los otros debieran anhelar, qué sé yo, un auto del año quizá, o una casa anchurosa y propia con altos ventanales mirando hacia el atardecer. Sin embargo, he escuchado decir a los más ilustrados y lúcidos y modernos entre ellos que, a fin de cuentas, estamos en la posmodernidad y que por eso no hay nada de malo en que también los poetas puedan ser un poco yuppies si les viene a bien, siempre y cuando se disfracen, para ciertos rituales tácitos, de intelectuales parisinos del 68 o de andies warholes teñidos de negro o en su defecto del vilipendiado Che, que ya todo da igual o debiera darlo. Y ahí es cuando a mí, novato y, según creo, no tan despabilado aún, se me empiezan a enredar todavía más las cosas: ¿cómo es que si todo da lo mismo ellos, no obstante, deben cumplir ciertos criterios de estilo a los que solo parecen tener acceso los iniciados? ¿Y cómo entender qué diablos está permitido y qué no si parecen tomarse hoy libertades que mañana condenan y que, en todo caso, siempre pueden defender precisamente porque a su juicio todo vale igual o da lo mismo o es simplemente okey porque el arte es subjetivo? Parece que el criterio fundamental es el ser parte de su grupo, ¿pero cómo se llega a ser parte de él?

Me esforcé por no seguir pensando en estos asuntos marginales, o los planteé como tales precisamente para no seguir distrayéndome con ellos y poder escuchar sus intervenciones.

“Es que yo lo siento así” —dijeron, varias veces, entre verso y verso cuando teorizaban sobre el arte mismo de la poesía—, o “la poesía que importa es la que es buena para uno, la que a uno mismo le llega”... Y parecían conocer bien esas complejísimas teorías que afirman que ya prácticamente todo está dicho y que no es posible ser original y que nada hay de malo en repetir y reciclar y reusar las creaciones del pasado, que además no queda otra opción y que el plagio, gracias a sibilinos recovecos especulativos, también puede ser heroico o triunfal porque el plagiador es único y lo que importa, de nuevo, es la experiencia subjetiva, que, además, como el autor está muerto o moribundo o en proceso de resucitación –en esto no parecían estar de acuerdo– no es más que una manera en que el lenguaje por sí mismo habla por uno, que de todos modos uno sí es único aunque no es nada más que palabras que no le pertenecen...

Luego traté –infructuosamente– de no pensar más en esas enrevesadas teorías que de todas maneras soy incapaz de comprender y pensé, más bien, en lo triste que es para estos poetas no poder dedicarse enteramente a escribir. Porque se quejaban ellos del “síntoma” de “nuestros países”, no dar mucho espacio a la poesía, al arte, para que los artistas puedan crear con tranquilidad, el poco apoyo del Estado, el escaso público lector, la práctica imposibilidad de ganarse la vida como “trovadores de la posmodernidad”, algo así dijo uno, no exactamente así pero algo similar, yo de bruto no llevé libreta de apuntes y luego lo olvidé, era una expresión bonita... Y otro dio a entender que preparaba en silencio y secreto una magna obra futura y que algún día saldrá a la luz a pesar de tantas dificultades que enfrenta la poesía en “nuestros países”... Y bueno, no recuerdo mucho más. Dichosamente repartieron un folletín con un extracto de los poemas leídos durante la noche; copiaré algunos que me llamaron muchísimo la atención, no sin cierta vergüenza, debo decir, pues yo en mis ingenuos y primerizos intentos nunca he dado con algo tan desconcertante e íntimo y pulcro a la vez: “tu semen huele a mañana de invierno / y mis tetas, rociadas por él, se deshembran en idilios púrpuras y galácticos”; u otros versos místicos: “los raudos galopes del tigre exuberante / marcan el sonido de esferas huidizas / y recorren mi vientre y mi éxtasis es blanco y me ciega”; o algunos más bien vegetarianos y edénicos: “tu aliento humedecido / uvas y estrellas meciéndose bajo la luna / una promesa de eternidades compartidas”...


Seguramente los juzgaba —¿pero quiénes eran específicamente?, ahora no recuerdo ese recital, ¿o lo habré imaginado o creado por pura rabia?— tan mordazmente porque también yo quería ser poeta y ni siquiera me atrevía a leer por allí, públicamente, algún verso —¡y gracias al cielo no lo hice!— Nada, claro, tenía yo que me hiciera mejor que ellos, aunque ciertamente lo pensaba, me sentía superior en mi silencio literario, creía que yo era más escritor aunque tampoco escribía como debe escribir un escritor: con disciplina, a diario; no, mierda, también yo, torpemente, solo soñaba con ser escritor y entonces escribía cuadernos interminables de páginas y páginas de ilusiones y quejas y sueños infantilizados… Como estos cuadernos, precisamente, que bastaría leer de cabo a rabo para encontrar por doquier los indicios y gesticulaciones que también a mí me pondrían al descubierto... ¿Pero no es justo eso lo que hago aquí, hoy? ¿Para qué, tras tanto tiempo de olvido, he vuelto esta mañana de invierno a recorrer e incluso transcribir electrónicamente algunas páginas de aquellos cuadernos vergonzosos o traicioneros y tan desolados como planetas? No lo sé y no importa, simplemente encuentro cierta morbosidad en volver a verme o imaginarme, entre nostálgico y avergonzado, tal como fui antes... Pues que sea un ejercicio de lucidez: descubrir dónde estaba allí lo cursi y lo kitsch y dónde no estaba, que también en algunos momentos creo que logré evitarlo… Inventariar lo despreciable y desechable para no repetirlo jamás… ¿O es que estoy releyendo estas páginas por una mera nostalgia —inútil, como todas las nostalgias– de aquellos sueños infantilizados, una nostalgia de una época en que todo era trágico porque yo necesitaba que lo fuera, y solo porque esa era la única excusa perfecta para no madurar, es decir, para no trabajar seriamente en mi sueño y poder así culpar al mundo o la historia de mi muy probable fracaso?

[11:43 a.m.]

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