1/12/09

17 de enero del 2000

DICHOSAMENTE, ya no temo decir lo que ha sido dicho tantas veces. Además, ¿cómo evitarlo?

A mi alcance está reconocer esta condena y tratar de vivirla a mi manera.

Ya no imagino a ningún lector específico. Gracias al cielo ya no temo decir lo que digo.

[2:48 p.m.]

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25/11/09

31 de agosto de 1999

NO ME PARECE IMPRESCINDIBLE RECORDAR LOS PORMENORES DE LOS HECHOS VIVIDOS. En cambio, sí considero medular recordar la atmósfera de lo vivido – una especie de escenario o sensación difusa de lo que experimentamos, mezclado casi siempre con lo que hubiésemos querido que pasara... A veces los eventos y los deseos coinciden, pero lo más habitual es que diverjan; y el recuerdo acostumbra, con el tiempo, “corregir” el pasado.

En esto no hay mala fe, ni siquiera deliberación: solo pasa. Como si el tiempo, en los recovecos inaccesibles de la corteza cerebral, se desdibujara para protegernos y cuidarnos y salvarnos de nosotros mismos...

Uno, pues, recuerda la atmósfera de lo vivido, la sensación general, pero los detalles son un circo, un lienzo, una memoria RAM: algo la refresca con el paso del tiempo y borra y sustituye cosas, colores, palabras, lugares... La atmósfera, en cambio, es más difícil de editar (de olvidar) y, al final, nos brinda una extraña sabiduría: nos engendra la certidumbre de que si volviera atrás la vida lo haríamos todo mejor...

A Paulina, si tuviera que decidirlo hoy, le dedicaría todo, a ella le entregaría todo, incluida mi ansia y mis escasas esperanzas… Porque a fin de cuentas ella es la única criatura en el mundo que comprenderá lo que hasta ahora he querido decir y no he podido.

Con todo, a mi memoria se le antoja arriesgar el albur de revivir una noche en que hicimos el amor al aire libre, de pie, contra una pared fría. Cualquier podría haber confundido esa por una tarde nublada: su oscuridad parecía insuficiente. El amanecer estaba lejos, pero un gallo cantaba ya sus nostalgias. La ansiedad nos había vencido. En el camino a su casa habíamos jugado en el auto a darnos roces y miradas, tentando a oscuras. No pudimos llegar ni a la puerta. Su vientre se plegaba y retiraba de la pared, caliza como la luna; nuestras sombras, dilatadas, parecían moverse con el viento; pero no había viento, solo una calma parecida a una fotografía en blanco y negro. Y su cuello delgado, y sus manos levantadas contra la pared, y un vaivén lento, como el de olas que no rompen. En el cielo y en su piel florecían constelaciones, unas luminosas, otras parduscas; a mi cuerpo todas lo llamaban a gritos...

No sé si transcurrió un segundo o varias horas. Sé muy poco; pero alcanzo al menos a recordar el abandono, el vacío incoloro que definiría la plenitud. Y es que si de alguna parte aprendí el silencio, fue de su mirada, marina o magnética o temible, reconociéndose en la noche como en un espejo…

Es demasiado fácil decir que el momento fue inolvidable. Casi –diría– es irresponsable decir algo como eso.

¿Qué es lo que no se olvida? ¿Acaso las sensaciones, los pensamientos, las circunstancias, el hecho bruto de que sucedió esto y aquello? ¿La tibieza de su vientre, el irse enfriando su vientre? ¿Su blusa, verde oliva, arremangada hasta la nuca, su espalda desnuda y blanca? Y cuando ya no hay palabras, ¿qué se recuerda: las imágenes, los olores, el tacto? ¿Pueden realmente recordarse las sensaciones? ¿O es que se recuerda el tipo de sensación pero no la misma sensación? ¿Y puede el recuerdo ser algo más que una especie de paliativo para la ausencia de experiencia, para la imposibilidad ontofenomenológica de repetir una experiencia? Nadie tiene dos veces la misma experiencia.

Por eso quizá no sea cierto que haya sentimientos inolvidables. Quizá de una u otra forma todo se olvida, y el olvido no sea sino la reinterpretación o recreación de bosquejos o intuiciones.

Quizá nada de lo importante pueda retenerse; quizá, más bien, en lugar de atmósferas solo nos acordemos de los hechos; pero los hechos, en sí mismos, son como fórmulas matemáticas...

El recuerdo es una película deslucida.

Y si nos emocionamos recordando quizá no sea porque sentimos de nuevo lo que sentimos entonces, sino porque en el momento de recordar carecemos de emociones y nuestra memoria es como un catálogo de emociones. Pero nadie puede saber cómo es un país mirando una guía turística. Las imágenes se ensombrecen, los sonidos se mezclan y se hacen difusos…

La única manera de recordar algo inolvidable es repitiéndolo. Es decir, y en rigor, no recordándolo sino volviéndolo a experimentar, aun si el precio es la traición inevitable de los sentidos: la imposibilidad de una copia fiel.

Aunque sea otra, la esperanza es recuperar la pasión original. Y quizá por eso se agota el amor cuando las repeticiones se vuelven ritos vacíos: el original ha desaparecido del todo o nunca existió realmente.

Lo que no hemos aprendido es a repetir las cosas para hacerlas nuevas.

O bien: en algunas cosas solo tenemos derecho a una oportunidad, una sola, y esa es nuestra condena: nuestros ensayos no tienen ni continuidad ni finalidad.

Aquella noche, P. dio vuelta y me miró fijamente en la penumbra. La piel de sus dedos adquirió de repente un señorío inquietante: había ternura en esa violencia de amarse a ciegas.

Quizá intuíamos las trampas de la memoria y quisimos de una vez repetir aquello para hacerlo en ese momento inolvidable. Pero ya no lo conseguimos, no fue lo mismo o, como dicen: el momento (la “magia”) había pasado. Decidimos que sería mejor esperar, aunque no sabíamos si esperar qué o esperar cuánto.

Nos abrazamos todavía durante un rato más, semidesnudos y callados contra la pared, ahora tibia; y la noche terminaba, el fresco, el gallo a destiempo; sabíamos demasiado bien que todo eso llegaría un día muy próximo a ser solo un retrato en la memoria: algo, pues, no inolvidable sino irrepetible y sujeto a la flecha irreversible del tiempo.

Y hoy, ¿qué puedo hacer con este recuerdo? ¿Cuánta fiabilidad puede otorgarle? ¿Puedo atesorarlo, quizá, como si fuera una especie de inversión? Sé que jamás deparará frutos, que su valor no crecerá. Es el recuerdo de una riqueza perdida. ¿Y qué puede significar el recuerdo de una riqueza? Quizá, en el futuro, una plataforma para no enfermar de soledad, nada más...

Y, sin embargo, soy débil: la inversión es a la vez nula y maravillosa. Quizá más que el recuerdo de lo que sentí, lo que ha podido arrastrar hasta aquí mi cuerpo sea el vacío mismo de aquella plenitud, aunque ya vaciado también de ella. Ahora el vacío también es paz; y la paz, como la indiferencia, nos evita sufrir. Aunque también nos priva de conocer otra vez el deseo.

Aquella noche sin tiempo, finalmente el gallo cantó un amanecer púrpura y frío; y el viento llegó con el día.

—Entremos.
—Sí —concordé. Hasta ese momento no habíamos hablado.


[2:47 p.m.]

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13/11/09

30 de agosto de 1999

Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.

---FERNANDO PESSOA



EN MI NOVELA (O ALGO ASÍ) PAULINA SOLO SERÁ UNA INSINUACIÓN. No sería capaz de mezclar, en un mismo hilo narrativo, el amor férreo y claro de Paulina junto al amor (o desamor) ambivalente de Diana.

Y honestamente no entiendo por qué, hoy por ejemplo, recuerdo a P. clavada dentro del dolor provocado por haberme separado de D. Quizá Paulina ha sido para mí, hasta hoy, lo más significativo de mi corta vida, y quizá por eso su sentido cobra todavía mayor relevancia dentro del contraste de un sinsentido radical...

Es cierto que ambas, en sus respectivos momentos, decidieron no seguir a mi lado; es decir, en ningún caso la decisión fue mía. Pero P. se marchó sin violencia, incluso con cordialidad y, me atrevería a decir, con razones inteligentes; D., en cambio, no tuvo reparo en arrasarme y humillarme. Pero aun si mi dolor actual no se debe a Paulina, sí me hace recordar el que ella me provocó; su dolor y su paz, pues eso diría si tuviera que resumir lo que ella fue para mí: la confluencia improbable de dolor y de paz... O bien la consciencia de una paz casi posible.

Tal vez, para mí, P. fue la humanidad entera, trágica, sentida en su cuerpo único, solo suyo, en mis manos...

Sé muy bien que no gano nada con estos ensueños tardíos.

En todo caso, Paulina necesitará otra ocasión y otro ánimo para dejarse decantar en todo su esplendor. Y sin embargo diré, para no desperdiciar esta tentación de la memoria, algunas palabras que puedan tal vez fijarnos a ella y a mí en un marco externo a nosotros, un papel, por ejemplo, una entrega al tiempo, incluso a un tiempo en el cual ninguno de los dos esté vivo...

Paulina fue una tierra natal de la cual hubiera sido exiliado sin posibilidad de regreso; éxtasis y exceso: una incomprensión seductiva; hasta hoy solo con ella he sentido que es posible comunicarse con otro y amar a otro. Porque quise a Diana, sí, y tal vez ella también me quiso, pero no creo que nos hayamos comunicado. Porque comunicarse no quiere decir, como cree ingenuamente la gente, entenderse a la perfección o pensar lo mismo o estar de acuerdo en todo; comunicarse es entender al otro quizá mejor que él mismo y aceptarlo tal como es, es decir, como es para uno, en uno, y callar de gozo, en calma, sabiendo sin incertidumbre que uno quiere seguir con ese otro al lado, caminando a su lado y envejeciendo a su lado.

Comunicarse es caminar afines: caminar y saber con una mirada que ese camino tiene sentido para los dos.

Supongo que se debe a eso que en el borde de esta agonía Paulina no pueda faltar: es su margen indefinible, el telón que cubre y descubre las insuficiencias, es un criterio, un aura que alberga en su seno toda la agonía y toda la desesperación. Es la ternura necesaria y posible. Es saber que es posible...

Es el mar, la intuición de plenitud –porque no tenemos derecho a la plenitud pero sí a su intuición–.

Es la promesa de otro mundo posible aquí mismo: la posibilidad de convertir todo el dolor en un salto evolutivo; o la necesidad de aprender que ha de ser posible amar sin querer poseer.

Sin duda algún día escribiré su libro, pero solo cuando el recuerdo haya añejado aún más y mi historia incipiente haya conocido nuevas decepciones y nuevos bríos.

[2:44 p.m.]

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2/11/09

17 de octubre de 1999

QUIZÁ LA POSIBILIDAD MÁS SENSATA SERÍA SEGUIR ESCRIBIENDO SIEMPRE LA NOVELA, que, entonces, en sentido estricto, no “avanzaría” y solo crecería o se hincharía.

Podría probar estilos como se prueban zapatos en la zapatería cuando uno ya sabe de antemano que no va a comprar nada.

O abrir una puerta, ojear, y cerrarla con desgano.

O verme en el espejo y asustarme pero no romper el espejo ni dar media vuelta.

¿Tendría un sentido público, o un objetivo pragmático? ¿Podría llegar a ser algo más que un juego secreto?

Un texto que nunca cerrara las puertas que va abriendo, ¿se puede todavía llamar “novela”?

Hacer catálogos de contingencias, repetir matices de sueños, extender el dolor como si fuera la ampliación indefinida de un orgasmo.

O querer tocar los extremos a la vez para ver si es cierto que son lo mismo o diferentes...

Inventariar frases aparentemente vacías, o inconexas, narrar sin narración, contar sin hilos, recorrer a tientas un laberinto del cual no sepamos siquiera si lo es.

El marco de una novela, el reverso de una historia: hacer la novela de lo que se debe pensar para escribir una novela, pero que no se debe escribir en la novela…

Tomar notas al vuelo y hacer de la novela el borrador de la novela —el otro extremo del lápiz, como si fuera posible no borrar sino escribir con el borrador—, sin versión final ni completa; apuntar el ritmo atropellado con el que seguimos el recuerdo e ir moldeándolo un poco, tanto como sea posible improvisadamente; y apuntar el borde de los eventos pero no los eventos mismos…

Hacer, por ejemplo, un recuento de lo que “piensa” X mientras se lava el cabello en la ducha o lo que “anticipa” cuando camina hacia la cocina a prepararse el desayuno.

O interesarse por repeticiones mecánicas y masoquistas del amante abandonado y llevarlas hasta el asco con la intención de animalizarse o maquinizarse como salvación

O simplemente contar lo que no cuenta para ver la vida desde su punto cero: contar el recuadro huidizo de las cosas, ese que las define esencialmente sin ser parte de ellas mismas: de su enjundia o médula o meollo; y por mera diversión o supervivencia hacer pues eso: encadenar sinónimos como golpes al mentón o retortijones en la tripa…

Escribir cuatrocientas páginas acerca de nada pero hacer atractiva la nada.

¿Es posible?

¿Qué rodea los acontecimientos, psicológicamente cuál es su sostén, si lo hay y si podemos percibirlo y describirlo?

Aunque luego habría que soportar, maquiavélica y fulminante, a la crítica. Que eso no es literatura. Que dónde está la trama trepidante. Que dónde están los personajes de densas pero invisibles psicologías e historias impredecibles. Que dónde está la acción apabullante y los diálogos cotidianos. Que sin “tensión dramática” no hay narrativa que valga, que en la literatura no hay tiempo ni razón para hacer reflexiones explícitas —porque los personajes no deben pensar demasiado, ¿qué se creen, personas?— y menos aún para hacer lamentaciones necias, sostenidas, fenomenológicas, ¡recién púberes como tantos millones de individuos desamparados! Ay, que la literatura es una escritura donde debe esfumarse o encubrirse el autor. Que hay que narrar historias y no dar opiniones, mostrar y no decir...

Y bueno, concederlo todo, ni modo, y justificarse: “a mí, por ahora al menos, no me interesa la literatura, solo los afectos”.

Además, ¿dónde está escrita le ley que normalice u ordene que solo se puede o se debe escribir “literatura”?

¿No es la escritura en general más bien la puesta en cuestión de cualquier legalidad posible?

Tal vez para mí la novela sea imposible; y es muy sencillo, en realidad: es que no tengo historia, es que me han dejado sin historia.


¿Seguirá, hoy, siendo imposible?

Es cierto que de entonces acá he vuelto un par de veces a hacer el intento. Es decir, he vuelto a desear narrar, a pesar de que aquellos años de diarios entristecidos y resentidos y cargados de esta prosa vacía o vaciante me habían dejado seco, o carente de todo deseo de narración seria, o lavado en general de palabras, de la intención de registrar palabras de algún modo ordenado…


Pero lo he vuelto a intentar: recientemente he terminado un par de borradores que, prudentemente, descansan meditativamente en una gaveta…


Durante varios años creí que aquella época de anotaciones diarias –agrias o sosas– a pesar de la vitalidad negativa que me daban (me impedían matarme simplemente por el vicio de sentir ese deseo enfermizo de querer matarme), me iban a imposibilitar volver a tomar una pluma y querer escribir como se debe, según toda madurez literaria. ¡Es que durante tanto tiempo la escritura estuvo asociada con el dolor y la muerte! Y luego, cuando recuperé mi vida —al menos cierta jovialidad o inclinación a la alegría, o cierta serenidad que todavía habita mis tardes—, creí haber perdido del todo la necesidad de escribir. Pero después, no podría decir exactamente por qué ni cuándo, de nuevo me volvió a llamar el papel y me atreví a volver. He terminado esos dos borradores que quizá, algún día, serán dos novelas, en un sentido más... ortodoxo, digamos, o convencional.


Hoy, en esta tarde de nostalgia, o tan solo de inofensiva añoranza, ya me sé, al menos, libre de la obsesión de escribir hacia la muerte o el vacío, e igualmente del miedo de no ser capaz de escribir ni publicar nada.


Los meses que siguen serán decisivos.


[2:42 p.m.]

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22/10/09

11 de octubre de 1999 (cont., 2)

3. Degener pravus

Algún preciosista argüirá que el nombre redunda, y tendrá razón, pues un degenerado es depravado y viceversa. Pero el académico sutil que bautizó a esta estirpe de sapiens sapiens sabía lo que hacía: la redundancia cumple el propósito hiperbolizar la deformidad de estos tipos. Llanamente, podríamos llamarlos “pornófilos”, aunque pecaríamos de lenitivos: el pravus, a, um, también refiere a perverso, torcido, defectuoso, irregular...

Sin embargo, por brevedad, en efecto los llamaré así: pornófilos. Esta identidad es una versión decadente de la sensual. Aburridos de todo tipo de convencionalismos, los pornófilos llegan a interesarse por la necrofilia y la zoofilia y solo el diablo sabe cuántas filias más. Si bien no acostumbran dejarse ver —al menos en cuanto pornófilos—, esta apetecida identidad obtiene al día de hoy una merecida medalla de bronce.

Sobra decir que en su mayoría estas gentes ya no se interesan mucho por el look de su compañero sexual; les atrae más su rendimiento y, si de paso tiene alguna deformidad —qué sé yo, un seno con dos pezones o un pene sacacorchos— pues bienvenida sea.

En principio, su pansexualismo es muy sano, tolerante y hospitalario y por eso mismo civilizado; pero las cosas se complican cuando degenera en explotación de los más débiles, en un sadismo efectivo y no simbólico ni compartido, o en esclavismos sexuales o en el llano y siempre irrevocable asesinato.

Comúnmente, aunque no exclusivamente, estas personas provienen de ambientes depresivos y malsanos, de enorme desamparo —y no me refiero específicamente a desamparo en términos económicos, sino también, y acaso principalmente, afectivo—. Parte de su singularidad radica en olvidar a la perfección que algún día necesariamente se les acabará el patín y terminarán más insensibles que las piedras duras; lo cual, claro, no les impide, mientras llegan a su fin, pasar por la vida como un huracán, arrastrando a quien encuentren a su paso. A la luz pueden ser nuestros buenos amigos, pero de encontrarlos en la oscuridad no tendrían reparo en penetrarnos con un destornillador. ¡De lo que hay que cuidarse, por todos los santos!

4. Servator vulgorum

Incluyo en esta cuarta pero aún respetable posición, a toda la gama de políticos y religiosos que solo saben abrir la boca para adoctrinarnos respecto de lo que hay que hacer para cambiar el mundo y para hacernos saber que solo ellos —más que obvio— pueden hacerlo, siempre y cuando uno les ayude monetariamente, claro.

Son los salvadores de los pueblos, es decir, del populacho o las masas, porque el no-populacho (del cual ellos, dichosos, forman parte) no tiene por qué ser salvado porque ya lo está por definición (orden de Dios o de Mr. Money).

Es fácil descubrir su identidad si uno observa con cuidado: mientras hablan de salvar el mundo se llenan los bolsillos con todo el dinero que no les pertenece; y si, por otro lado, uno no les descubre este gesto, pues bastará con revisar su biblioteca: por alguna enigmática razón todos los ejemplares de La República de Platón que poseen estos salvadores contienen una voluminosa errata: se le debe mentir al pueblo —se lee allí— pero no por el bien del pueblo, como defendía el Platón utópico, sino, mayestáticamente, por el bien de los propios monarcas, que el pueblo sin ellos –“justifican”– simplemente se mataría sin razón... No ha de extrañar que en las naciones infiltradas y tomadas por esta calaña la inflación que sufren los gobernados sea directamente proporcional al inflamiento que gozan los gobernantes.

En cualquier caso, necromancia o carisma, llámesele como se le llame, el punto es que te dejan vacío de recursos y lleno de esperanza.

Y lo más triste del asunto es que hay carreras universitarias donde puede uno sacar hasta doctorados en esto. Y son respetadísimas y tienen miles de estudiantes que se gradúan como moscas y son como moscas, es terrible, se los topa uno en todas partes y con solo acercarse ya siente uno el tufillo a desperdicios. Por estrategias de marketing, supongo, son en general muy buenos amigos de las cámaras y las entrevistas y tiene uno que soportarlos en televisión interrumpiendo a los Simpsons. Porque estos tipos, a quienes también podríamos llamar “mesiánicos”, son los amos de la opinión pública, con lo cual salta a la vista que la opinión pública no es la del gran público sino la de ellos. Si tuviéramos más como fulanito, dice la pobre gente sin saber lo que dice, si tuviéramos más el país estaría mucho mejor.

Curiosamente, los velados tienden a apoyarlos en las elecciones y en sus discursos y en sus creencias, simplemente porque a estos “servidores” no les interesa interferir con sus apariencias ni con sus modos de vida y, más aún, les conviene que existan y proliferen velados porque son ellos quienes más compran los productos con los que corruptamente lucran y son quienes votan para que puedan ser corruptos con gracia, es decir con embajadas o consulados o presidencias. A quienes los mesiánicos sí combaten con todos los medios a su alcance es, claro está, a los sensuales, pues a estos les importa un pito toda esa verborrea de la salvación y solo quieren irse improductivamente a la cama. En fin.

5. Lugubris maledictum

No sé por qué se dice que no hay quinto malo, pero este es más malo que la lepra. Tenemos aquí a la especie más estorbosa de todas: los lúgubres.

En oposición tanto a los velati como a los servidores del pueblo, los lúgubres se vuelcan fanáticamente a un apocalipticismo que raya en la forma más indigna de locura. Decirles “pesimistas” sería usar un eufemismo que no se merecen. Decirles “trágicos” sería ofender una posición filosófico-artística de renombre y sentido. Sería mejor no llamarlos de ninguna manera, pues de por sí entre la nada y ellos no parece haber nada; y sin embargo hay que llamarlos de alguna forma, pues hasta la nada, ya lo ven, o lo leen, tiene nombre.

Ellos creen sufrir una maldición eterna; más que eso, que el universo y la creación entera y sus propias vidas son una maldición eterna, una cárcel eterna. Pero no por estas razones defienden alguna posición gnóstica o mística. Nada de eso, su sentido de encierro linda más bien con la imposibilidad llana y simple de acomodarse a cualquier forma de vida concebible, y se dedican por lo tanto a quejarse de todo y de todos y del pasado y del porvenir y más rabiosamente del presente, claro, por ser el único tiempo ¡maldito sea! que siempre está aquí, al punto de que no llega uno a comprender por qué diablos no se pegan un balazo y acaban de una vez con su sufrimiento... Imagino que piensan que como todo siempre sale mal, seguramente fallarán el disparo y quedarán parapléjicos, ¡ayúdeme a decir!

Se entiende, así, que generalmente vistan de negro, como de luto, haciéndole honor a su nombre, funestos, y viven como por inercia y yo hasta los puedo sentir mirándome en los autobuses como si fuera yo el culpable de todas sus inverosímiles desgracias. Aunque luego resulta que no era yo sino mi vecina de al lado o el pobre chófer que a duras penas da a basto con eso de las barras electrónicas del carajo que se inventó sin duda algún mesiánico interesadísimo en el transporte público, es decir tan poco público como la opinión...

Confieso que empiezo a aburrirme… Que no soy locutor de radio con su top 10 o su top 20. Qué diablos, tal vez un par de notches más y vamonós.

6. Torpescus petra

Estos tipos –hablo de tipos y de tipas, entiéndase, que a mí no me pescan con esa enfermiza manía de los y las y ellos y ellas– viven en una parálisis continua, entumecidos, inmovilizados como piedras…

Para hacerlo breve, incluyo aquí a los mediocres en todas sus denominaciones, los abúlicos, los impotentes, los chismosos, los desocupados no por desempleo sino por mera y pura y radical vagancia, los pobre-de-mí y los que no tienen ninguna ambición personal, ni académica ni laboral, ni amorosa ni económica, ni artística ni lo que fuere. Simplemente respiran.

¿En qué se diferencian de los lúgubres?

Bueno, estos, los petrificados, no necesitan pensar que todo es una mierda para no hacer nada, simplemente no hacen nada, sea mierda o no, porque la mierda son ellos, es decir, su incapacidad, sus enfermedades, sus malditos destinos, porque eso sí, lo que sí creen haber recibido de la naturaleza es el destino mismo de petrificados, pero no porque el mundo y todo sea un complot en su contra y una porquería, sino simplemente porque así lo quiso el azar…

7. Los virtuales

Estos especímenes, por su novedad, aún no reciben nombre científico. Evidentemente esta es la más reciente inclusión en el Top y de sopetón entran en el número siete, número cabalístico, por lo demás.

Son los cyberjunkies, los fanáticos de la tecnología en todas sus expresiones, los que, misteriosamente, ya nacen con el cerebro lavado, efectuando la imposibilidad biológica de venir al mundo con el cerebro cual tabula rasa, o bien creen posible arrasar con todo lo que hay en él e instalar de cero todo un sistema operativo de punta con bases de datos y sistemas expertos... Es decir, creen que ellos mismos llevan por dentro no un cerebro humano sino el más avanzado microprocesador con redes neurales y compuertas lógicas cuánticas y enlaces cibernéticos vía satélite. Para los que ya vieron la película Matrix, estos son quienes desean que el mundo llegue a ser así...

Ahora bien, sobra decir que no es que algunas de estas identidades estén a la moda y otras no, pues hoy la moda lo incluye todo y entre más mejor; dicho de otro modo, lo que interesa no es la moda X o la moda Y sino la moda a secas, es decir en metálico, la moda que venda, y mientras estas identidades y todas las demás vendan y vendan con ganas, seguirán siendo patrocinadas por algún bondadoso mecenas que, por supuesto, para proteger su intimidad, no da la cara, el muy cabrón, mientras pretende obligarnos a que todos sí demos no solo la cara, la mía y la suya, sino la cara que él o ellos nos han vendido.

Y sobraría además decir que por supuesto también hay híbridos; qué sé yo, mesiánicos pornófilos, por ejemplo, o lúgubres con matices sensualistas, sadomasoquistas, esclavistas, o virtuales velados, que he visto el caso, o híbridos más complejos como un petrificado que pase pornófilamente pegado a su computadora y deseando en sus adentros no ser sino un mesiánico sensual. ¡Imaginen la parafernalia y las indumentarias de semejante energúmeno! Y eso que solo llegué hasta el puesto siete, ¡lo que hubiera pasado de haber seguido hasta el doscientos treinta y cuatro! Y es que debe haber híbridos, pues son ellos los compradores más hábiles, los más ingeniosos a la hora de mezclar estilos entre todas las ofertas disponibles, los verdaderos dueños de la escena cultural, los extravagantes que todos admiran y que son, casi siempre, el punto de partida de alguna nueva identidad, pues por supuesto que estos extravagantes son, apenas alguien los “descubre”, adoptados por cadenas transnacionales y patrocinados de por vida para que sigan haciendo públicas sus desviaciones y “genialidades”, que, de ahora en adelante, se sumarán al mercado y sumarán montañitas de dinerito en las cuentitas de sus fantasmales apoderados…

Por otro lado, no habría que olvidar que también hay identidades marginadas o, digamos, worst-sellers.

Sin embargo, no me ocuparé ahora de hacerlas explícitas, ya tendrán ustedes ejemplos a la mano, o tal vez sus propias manos sean parte de algún ejemplo. Citaré solo algunos brevísimos casos: los verdaderos románticos, es decir, románticos en un sentido más técnico y, si quieren, de inclinación incluso provenzal, es decir otra vez, no los pseudorrománticos que leen novelas rosa y ven telenovelas de seis a diez y películas de amor tipo Pretty Woman o cualquiera de sus cenicientas variantes. O están quienes aún se creen de izquierdas pero en su cerebro no tienen siquiera una sola neurona zurda; claro que eso a veces sucede simplemente porque del todo no tienen neuronas; y claro que hay personas todavía verdaderamente de izquierdas, pero a ellos no se les puede vender ni un maní con segundas intenciones... Aunque también es cierto que siguen habiendo neófitos ingenuotes a los que sí se les puede vender cualquier cosa, por ejemplo camisetas del Che en tono de ídolo pop o discos de cualquier Silvio Rodríguez reciclado. O bien los “no alineados”, pero no me refiero a países sino a personas, cuyo “problema”, a los ojos de la moda y la política, es no existir. Y así que como no existen no puedo yo hablar nada de ellas…

Y bueno, basta, ¿no?

¡No, no! ¡Se me olvidaba una categoría importantísima: los pontificadores!

Estos son quienes llegan a pensar, en estados madrugadores de delirio, quizá, a veces, tras haber estado sentados leyendo y escribiendo catorce horas seguidas, llegan a pensar, decía, los muy idiotas, que entienden mejor el mundo que todos los demás, que pueden explicar lo que todos los demás no pueden explicar y que, encima, son mejores que todos los demás. Entre esos hay muchos autollamados poetas, intelectuales o filósofos. ¡Vaya desgracia para la poesía y la filosofía! ¡Y vaya desgracia para mí, pues en las últimas páginas han tenido Uds. un clarísimo ejemplo de esta especie igualmente execrable de sabelotodos!

Sí, Yo, maldito Yo, ¡caíste otra vez en la pontificación! Ahora pueden crucificarme si les viene en gana, y también yo voy a hacerlo, no se apuren, no se apuren.

[2:36 p.m.]

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26/9/09

11 de octubre de 1999 (cont.)

2. Vulpes dissimulata

Algún autor anónimo maledicente —posiblemente, se cree, un macho (es decir, un varón no necesariamente rubio) feo y mal cogido— bautizó así a los ejemplares femeninos de esta especie. Traducido literalmente, el nombre técnico es “zorra disimulada”, es decir, que simula no serlo, que se oculta o se disfraza. A los machos, sin embargo, se les acostumbra llamar “perros”, a secas y en castellano, pues, supongo yo, sus actividades son tan poco periciales, tan escasamente elaboradas estratégicamente, que no merecen siquiera un nombre científico. Además, los machos se ocultan menos y son, por eso mismo, más parecidos a perros (canis lupus familiaris) que a zorros (vulpini).

En general, yo prefiero llamarlos “pseudojipis”. Las zorras y los perros, aparte de la improbabilidad biológica de apareamiento, que entorpece la analogía, arrastran una cantidad tal de estereotipos que no merece la pena sostener tales nombres solo para darle gusto al cínico reprimido que empezó a popularizarlos por vez primera.

El objetivo primario y, a veces lo parece, único, en la vida de estas criaturas principalmente nocturnas, es dar rienda suelta a su sensualidad. Igual que los velati, estas personas dedican gran cantidad de tiempo y dinero a convertir su apariencia física en un reflejo lo más fiel posible a una idea platónica. Cómo han podido contemplarla para comparar es algo de lo que no tengo ni puta idea.

Sin embargo, se diferencian de los velados en que aquellos observan una moral más rígida, pues, por supuesto, según su “visión de mundo” hay que mantener las apariencias morales además de las físicas, y hasta llegan a creer que de verdad deben ser “proper” y casarse de blanco y tener un matrimonio tradicional con chiquitos tradicionales y autos tradicionales como bemedobleús o audis y otros tradicionales etcéteras. En otras palabras, los velados son conservadores que se esfuerzan por dar la imagen de liberales; y, al contrario, los pseudojipis no se preocupan por dan la imagen de liberales, ni siquiera lo son en sentido estricto, se acercan más bien al libertinaje y la indiferencia política y, aunque lo disimulan, no se avergüenzan de ello, lo cual, al menos, es totalmente respetable.

Esto, claro ha de estar, no quiere decir que no tengan sus propios códigos, sus mores y tabúes y todas esas boberías. Los tienen, aunque es difícil descifrarlos pues en eso son un poco herméticos: tienden a no dejarse conocer a no ser que uno sea también uno de ellos.

Pero, ¿cómo saben cuando alguien lo es? No está claro, quizá tienen la habilidad extrasensorial para leer las mentes y en ellas los currículos sexuales y recorrer así detenidamente las perversiones de cada quien. El asunto es que misteriosamente se atraen entre sí y si uno es suficientemente perspicaz podrá ver cómo en los bares y las reuniones se van acercando poco a poco mientras se desnudan poco a poco sin quitarse la ropa.

Ahora, ¿por qué pseudo-jipis?

Fácil: en el jipismo clásico había cierta nobleza, un florido candor que hacía creer en el amor y la sinceridad y en la naturaleza y en la paz. Pero estos nuevos jipis se pasan todo eso por ya saben dónde y van al grano, es decir ya saben adónde.

¡Cuál amor, cama, cama!

Algo paradójico es que a pesar de no compartir algunos postulados fundamentales del jipismo, comúnmente se visten y hablan jipescamente. Han de ser las vueltas y revueltas de la moda, las maravillas del mercado, lo que permite que hoy, casi en el año 2000, una de las “nuevas” modas sea el retorno de los ruedos de campana, los pañuelos en la cabeza, las flores bordadas y todo tipo de motivos espirituales (sic) chinos o indios. Esta es la moda oficial, y que sea oficial quiere decir, nada más, que así lo han decidido las grandes casas de la moda en Nueva York y París y Londres y sus respectivos tentáculos textileros y maquileros en Asia; y acaso también algún sociólogo oportunista que trabaje como asesor de Pierre Cardin o Yves Saint-Laurent.

En suma, que del amor libre de los jipis les queda lo libre, que no el amor, pues el amor, suponen o proponen, entraña compasión y cariñitos e hipotecas e impuestos municipales y todas esas mariconadas que inhiben la consecución de los más puros y diversos placeres.

Es evidente que estos pseudojipis, dissimulatae o no, están ubicados a lo largo de todo el escalafón social, desde las clases más bajas hasta las más altas y las superaltas, lo cual no es de extrañar, claro está, porque tanto los empobrecidos como los más fructuosos tienen TV y es por TV por donde se enseña primariamente este catequismo particularísimo: la sinrazón de reprimir cualquier tipo de inclinación sicalíptica.

Es que en el fondo es un asunto de actitud y no de recursos, si bien obviamente no es lo mismo la sensualidad acompañada de Perrier-Jouët en la Costa Azul que aliñada de guaro de contrabando en un balneario rural. Pero bueno, no pasa nada, los pseudojipis menos privilegiados, por decirlo de alguna manera, aprenden a pasarse esos detallitos por alto e ir al grano, es decir, otra vez, ya saben dónde, lo cual, sobre decir, los diferencia también de los velados, pues estos jamás podrían pasar por alto el asunto del “status”.

Por último, supongo en mi puritana ignorancia que esta identidad está en segundo lugar simplemente por motivos de aburrimiento: no tan ingenuos como para creerse todo el cuentito pop de los velados, esta gente al menos ha optado por divertirse más sabrosonamente, que la vida es corta.

[2:28 p.m.]

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12/9/09

11 de octubre de 1999

La vida es la farsa que hemos de
representar entre todos.
ARTHUR RIMBAUD

CUANDO LA CULTURA SE CONVIERTE EN UN SUPERMERCADO DE IDENTIDADES, necesariamente habrá una lista de superventas. Bosquejaré un muy breve inventario de las personalidades más apetecidas al día de hoy, 11 de octubre de 1999.

1. Velatus candido

De acuerdo con su etimología, este carácter supone que quienes lo han elegido se han cubierto por un velo, es decir, se han velado.

El verbo latino velo demuestra por qué los entendidos han escogido este epíteto para estas personas: sus acepciones incluyen velar, cubrir, adornar, ocultar y disimular, las cuales le vienen de maravilla a esta identidad, número uno del mercado.

Por otra parte, el candido expresa que estos velati se han cubierto con un blanco deslumbrador, espléndido, y por esto su apariencia se reconoce por ese halo de felicidad radiante que los caracteriza.

Según las últimas investigaciones patrocinadas por la Foundation for Cultural Statistics, organización con fines de lucro con sede en Las Vegas, Nevada, esta identidad lleva ya varios años en el primer lugar de ventas, especialmente dentro de la clase media-alta latinoamericana. Uno de sus rasgos fundamentales es evadir la realidad mediante el mayor número de artificios posible. Coherentemente, el primer artificio es no creer en la realidad, así, en abstracto, aunque también en concreto, claro, por ejemplo cuando se refiere a la realidad del propio país. De ahí en adelante la vida se les convierte en un tobogán por el cual, mientras más descienden, más sofisticados llegan al suelo, o al penthouse, porque ellos bajan en toboganes que suben, curiosamente.

Quienes compran esta identidad —que de momento es la más cara y, consecuentemente, ya está acompañada también veladamente de coyotes especializados en colar a los más atrevidos— obtienen un cuerpo atlético que insalubremente raya en la anorexia —cuando se aplica a una hembra— o un cuerpo insalubre que atléticamente raya en un schwarzenneggerismo con doble al miocardio —cuando se aplica a un macho—.

Pero ningún sacrificio es demasiado para ellos; resisten felizmente los castigos físicos porque su premio es el “estatus” y la aparición en las revistas del jet-set criollo, que cada día son más populares y ganan más suscriptores, o, cuando tienen versión televisa, pues más televidentes. Ellos cumplen disciplinadamente con rituales cerveceros, ladies nights y parrilladas bajo la luna, que para ellos, dichosos, sí es de queso y azul de verdad como los príncipes y sus princesas y ellos se imaginan en una corte de fábula y arman romances nobles en orden ascendente según sus cuentas de banco. Ellos no viven como actores, son actores sin contrato y de por vida —actores de por vida, quiero decir, pues siempre es posible que con tanta práctica algún día los contrate un agente despistado de este dios jolibudense de nueva ola—.

En fin, y para no hacer cansino el cuento, se ponen el velo blanco en sus bellísimos rostros todos aquellos que se creen privilegiados simplemente porque no conocen la tristeza, y porque creen, sencillamente, que no la merecen, que la tristeza, como los piojos o el hambre, es cosa de pobres.

Claro, si uno hila fino descubre que no es que no la conozcan, eso es un decir, sino que simplemente evaden todo lo que en el mundo parezca de veras un poquitín feo: el dolor emocional tanto propio como ajeno, la explotación globalizante, cualquier "te quiero" que se diga en serio, la caca —con y sin metáfora— de miles de niños que mueren anémicos a diario y aproximadamente siete millones doscientas setenta y seis mil cositas más por ahí.

Ellos, en cambio, siempre tienen pegada una sonrisa en sus labios. No soportan que alguien les diga que se siente mal. No comprenden por qué esas turbas de miserables sencillamente no se despabilan y se ponen a trabajar en lugar de estorbar y asustar en los semáforos. Y les parece de mal gusto que la gente se deprima y sufra y que en la televisión tengan que sacar tan a menudo a esos grupúsculos de precaristas, drogadictos y criminales que se ponen a llorar porque la policía los desaloja por la fuerza de lotes que no les pertenecen...

Sobra pues decir que estas personas son felices de sobra, y lo son porque lo dicen y lo dicen a todas horas y hasta en sueños se lo dicen y se lo creen, que es lo peor, o lo mejor, no sé. La felicidad es su credo. Y no solo son felices, también son infinitamente responsables y eruditos: sus pasiones —de corazón te lo digo, me lo dicen— son el ecologismo y el orientalismo y el holismo y, faltaba más, ¡la lectura!

Se comprende –fuera de sus propios círculos, claro está– que sus paraísos privados susciten envidia y rabia entre quienes no tienen acceso a ellos. Bah, es normal, dicen ellos, pobrecitos, y luego entre sí se ufanan de haber donado 100 pesos a la iglesia tal o de haber llevado setenta y cuatro kilos de ropita que ya no usa alguno de sus veladitos al asilo cual...

Lo que no saben ni entenderían es por qué, para legiones de esos pobrecitos, sus utopías amuralladas solo parecen ser monumentos a la gazmoñería.

Eso sí, no se vaya a creer que son tan indiferentes... Si estas palabras o cualesquiera otras de verdad los pusieran bajo amenaza, ellos no se quedarían tranquilitos paseando su cara de beatos por el mall, qué va, saltarían siete veces seguidas con un mazo en la mano y me darían por la cabeza hasta aplastarme, aunque a escondidas, claro, porque primero el glamour y las apariencias, es decir, aquellos velos más reales que lo real y más finos que el diamante –razón por la cual nuestros simples ojos mortales no pueden verlos– con los que de la noche a la mañana y hasta el día de su muerte amén se convierten a sí mismos en reyes y reinas que actúan como si no fueran a morir de veras.

[2:24 p.m.]

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31/8/09

10 de octubre de 1999

ANDA POR LAS CALLES UNA FAUNA QUE METE MIEDO.

No es solo que la realidad esté demodé y que, en consecuencia, haya tantas realidades como especies de insectos. Pasa que las modas ya no saben de qué fetiche guindarse, de quién más hacer un ídolo fatuo o cuál nueva antigualla transformar en el último grito. Y yo no sé si todo eso está mal en sí mismo; pero tampoco sé si era mejor Dios en su cielo trascendentalísimo o esta nueva versión downgraded de dios con oficina en Hollywood.

En todo caso, algo común de esas irrealidades televisivas es incitarnos a vivir como si fuéramos ricos y famosos, vendiéndonos la idea de que mientras más actuemos como ellos y vivamos como ellos más nos pareceremos a ellos amén.

Corolario: vivir es actuar como si. Creerse alguna cosa sin fundamento y asumirla como fundamentada.

Como si uno no fuera una mosca tercermundista, por ejemplo, un arrimado, un posible inmigrante, sudaca o espalda mojada; o, inversión o tergiversación, vivir como si todos fuéramos igualmente “civilizados” y “humanos”, como si los derechos humanos de aquí no fueran diferentes a los de allá… Como si todos fuéramos hermanos porque en todas partes se venden las mismas marcas y los mismos símbolos, es decir, como si el loguito universal de coca cola, por ejemplo, fuera también el loguito de una posible humanidad universal. O vivir como si fuéramos amigos íntimos de Madonna o Tom Cruise o de Fidel o Trotsky o Freud o el Dalai Lama o la quinta reencarnación de quienquiera que sea el ungido para cada cual...

Porque nada de esto entraña que se hayan descartado todas aquellas tonterías del alma y de la identidad y de las luchas históricas, qué va, ahora todo eso tiene sus sinónimos cool. Hay cientos de tipos nuevos de new age, por ejemplo, una espiritualidad mística que envidiaría el mismísimo Plotino. Si uno mira suficientemente E! hallará la información necesaria para fabricarse su propia identidad o, lo que es lo mismo, copiar algún machote y asumirlo como indiscutiblemente propio. Y hay, por poner otro caso, manuales ecologistas de bolsillo, valen $1.99, o de variopintas antiglobalizaciones y etnonacionalismos, de izquierdas y de derechas y todos con espacio reservado en CNN o en alguna variante. Sobra qué elegir y dónde; pero curiosamente todo se parece, las cosas hacen eco de otras cosas y al final del día uno termina mareado de tanto repetir lo mismo disfrazado de original. La TV nos ha ordenado la existencia en todos los órdenes de la vida y de la muerte, ¡el mundo es una fiesta! ¡Reír y comprar y broncearse en maquinitas, todo es posible!

Yo acostumbro hablar y reírme de estas cosas junto con mi padre, cuando ninguno de los dos tiene nada mejor que hacer. Bueno, más exactamente, el pobre no encuentra la manera de negarse a escuchar mis retahílas. Y mi padre, buen castellano y viejo leído, me repite a menudo aquello de que Salamanca no presta lo que natura no ha dado; él, claro, desde siempre me lo ha repetido con la buena intención de que su hijo estudie y no se quede imbécil por mera pereza; pero lo que mi padre no podría haber previsto es que hasta eso se iba a poner de moda: quedarse tonto, quiero decir, porque para qué coño sacarse lo tonto si sabiendo prácticamente nada es igualmente posible forrarse de dólares. Hoy ni siquiera se entendería el eslogan socrático de solo saber que no se sabe nada; y, en general, todo lo que podría aprenderse en clases de filosofía, acerca de Sócrates y su martirio por el pensamiento y la libertad y las disquisiciones sobre el deber moral y qué sé yo cuánta cosa más, son hoy simplemente pendejadas de viejos; hoy la juventud ya no escucharía ni seguiría a Sócrates; primero lo lapidarían por aburrido y segundo lo empalarían y tercero lo olvidarían al día siguiente... hasta que algún genio, claro, al tercer día, decidiera resucitarlo lanzando su imagen inmolada en jarras de café y gorras y camisetas y calcetines de color fucsia.

En este clima finisecular hay todo un escaparate de identidades disponibles, y no sabemos cómo ha sido posible pero hay una para cada quien, como si la moda, al mismo tiempo, fuera infinita y singular. ¡La moda es el reino de la diferencia! Con el vestido podemos expresar cabalmente quienes somos. Unos pocos minutos frente a los escaparates bastan para saber cuál identidad “ponerse”; y si usted se inclina a la incertidumbre o la indecisión pues prontísimo algún simpatiquísimo dependiente le asistirá en su elección. ¡Es el paraíso, damas y caballeros, pasen adelante, hay espacio para todos! ¡Y claro que sí, señora, se puede empezar tan temprano como lo desee, ya tenemos los modelos del próximo año para los recién nacidos! ¿Prevé que su nene vendrá dentro de dieciséis meses? No se preocupe, le haremos una oferta que no podrá rechazar, un plan a plazos para que vaya reservando los modelitos del 2002, ¡que dos años se pasan volando! Y acuérdese señora que recién salida de la sala de partos ya puede sentar a su hijito frente al televisor, ¡no le pasa nada, señora! Al contrario, no lo deje levantarse hasta que haya cumplido los veinticinco o veintiséis años, ¡no hay mejor manera para adecuar a su niño a la vida en el Siglo XXI, no lo deje en desventaja!

[2:19 p.m.]

20/8/09

09 de abril de 1999

LA HISTORIA DE QUIEN ESCRIBE ES CASI SIEMPRE LA HISTORIA DE SUS AMANTES. El diario siempre diferido de su cuerpo. Con cada gran amor conoce mejor el silencio y entonces quiere escribir más para decir menos, porque cada vez se da más claramente cuenta de que es menos lo importante. Pero cada vez necesita más palabras para decirlo.

Dos enamorados mirándose en silencio, ¿no es esa la única lógica del amor?

¿Y escribir acerca del amor? Se ha escrito casi todo, y siempre queda casi todo por decir.


[2:16 p.m.]

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16/8/09

13 de septiembre de 1999

NOS HACEN SEÑAS O GUIÑOS, son dedos anónimos que apuntan a parajes inaccesibles.

Al día de hoy, ser humanos ha sido creer que allí, en algún lugar, está lo señalado.

Tampoco yo sé lo que quiero decir cuando digo, por ejemplo, “amor”; y a veces hasta he caído en la exageración de decir “te amo”; y me lo han dicho de vuelta y supongo que así vivimos todos, unidos por esas membranas tan frágiles.

La historia de cada uno es el resultado de decisiones contingentes –como todas las decisiones– y significados espontáneos o emergentes y ninguno puede saber a cabalidad de qué está hablando el otro.

En los asuntos fundamentales las palabras siempre se quedan cortas.

Y esta misma palabra que yo he usado y uso todavía la han usado también las mujeres que han dicho amarme y la usan mis padres y mis amigos e incluso la usan los periodistas en la televisión y los abogados y los filósofos y los músicos, los poetas, ay, los poetas, es que es una barbaridad, aparece por doquier trescientas millones de veces al día como si todos supiéramos qué diablos significa o como si, de hecho, significara lo que quiere significar, es decir, como si fuera un hecho igualmente palmario para todos.

Y quizá todos sabemos lo que significa; y quizá ninguno tenga razón.

¿Nos entendemos, cuando hablamos de amor? Tal vez a un nivel elemental. Pero al instante las ruedas empiezan a girar de nuevo, son bufones que no se cansan de reír, de hacernos reír para reírse de nosotros.

¿Qué quiere decir “entenderse” y qué quiere decir “elemental”? ¿Qué quiere decir “querer decir”?

Esas son solo palabras y las palabras son aire.

Cuando se acaba la paciencia solo una pregunta sigue siendo importante: ¿hace falta entenderse para poder convivir? ¿Hace falta saber, por ejemplo, la verdad del otro?

Si en amar hay algún heroísmo, planteo que radica en amar a quienes no podremos nunca comprender del todo.

A veces me he inclinado hacia otro como una flor suavemente soplada por el viento.

¿Y no es esto, también, decir demasiado?

Siempre hablo demasiado...

Y escribo... Ella me acariciaba los brazos con sus pantorrillas... Ella me miraba los labios y esperaba estoicamente a que me callara y le abriera el cuerpo con mi cuerpo.

Pero mi enfermedad histórica –mi ego solar– es no saber callar. Y ahora sé –pero es tarde, tan tarde– que eso adelanta mi muerte...

La sinfonía se descompone sin haber siquiera terminado el borrador... Yo mismo la arruino: digo amor y la traiciono, escribo amor y me traiciono... Pero si no escribiera, cómo diría los gemidos singulares, irrepetibles, las miradas de reojo en medio de los amigos, que no sospechan nada, que nos creen mutuamente asépticos, y luego tantas intuiciones súbitas ante el sol enorme que se funde con el mar…

Me abismo en palabras ajenas y prescindibles –hablo, es cierto, demasiado, pero también la escucho, siempre la escucho y finjo que estamos solos– y corro el riesgo de perder la sanidad.

El calor sosegado de los otros.

¿Podrá ser este riesgo también la silueta de otro amor posible? Esta posibilidad me sostiene en el abrigo de esta cueva.


[2:05 p.m.]

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10/8/09

06 de mayo de 1999

ESCRIBO PORQUE NO ESTÁ AQUÍ.

La imposibilidad de sostener la ternura.


[12:27 p.m.]

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3/8/09

13 de diciembre de 1999

SENTADO, inmóvil, fumo y miro llover.

Dejo que la noche pase sin mí, frente a mí, ahí. Mi pensamiento intenta copiar el azar de las gotas, el compás del viento y la estrechez del frío.

Convierto la noche en mujer y la adoro aunque no quiera ser adorada.

Pero las copias siempre son imperfectas. O mejor dicho: son imperfectas porque, en rigor, no son copias. En la duplicación siempre hay alguna diferencia.

La lluvia es apenas un baile de minúsculas gotas que flotan en el aire.

Decido que dormiré al amanecer. Simplemente porque no quiero padecer de nuevo los ruidos cotidianos: los niños apurándose a ser grandes, los vendedores implorando lástimas, los profesores tiranizando para ocultar sus fracasos; y el tiempo, tan poco tiempo, la edad, el mundo, extrayendo de mí lo mejor de mis años para venderme un puesto, una oficina, un salario, una reputación, una muerte a plazos, señor, con garantía de por vida.

[12:26 p.m.]

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29/7/09

12 de febrero del 2000

HAY MOMENTOS RAROS EN LOS QUE SENTIMOS LA CERTEZA DE QUE AL MENOS UNA PERSONA EN EL MUNDO NOS COMPRENDE. Es una certeza muda y repentina, casi siempre fugaz, pero alegre o inspiradora. Y entonces ni siquiera importa si bordeamos la muerte porque sentimos que, a pesar de todas las distancias, no hemos estado siempre solos, y que algún otro ser ha visto algunos paisajes con nuestros ojos y ha oído alguna melodía con nuestro propio ritmo y ha leído algunos textos con nuestro mismo silencio; es el extraño fenómeno de obtener el mismo sentido de una sola experiencia, y saber que es así con una mirada, un abrazo, o callando ante lo mismo, al mismo tiempo, aunque separados.

Pienso, por ejemplo, en esas noches cuando las nubes, muy altas en el cielo, lo cubren entrecortadamente, como una inmensísima carpa hecha jirones. Sé que existe alguien que al mirar ese cielo sabe que yo miro ese mismo cielo. Y por eso sé que de algún modo mis ojos no son solo míos ni los suyos solo suyos, sino nuestros. Las nubes, en ese cielo, son nuestra sábana desgarrada…

Aquella noche, y a pesar de nuestra inexperiencia, Paulina y yo intentamos todo tipo de querencias. Y casi lo logramos: abrimos blusas y cremalleras y llegamos a vernos los cuerpos blancos en la noche, su piel era blanquísima, leche bajo la luna, y nos dibujamos ansias compartidas y exploramos todos los resquicios y quisimos más pero sabíamos tan poco...

Luego, mientras ella dormía, me senté a ver los árboles en la noche deshabitada; o intentaba mirar el viento, ese mismo viento que había arrastrado las nubes hasta que cubrieran todo el cielo, pero dejándolas estiradas como alientos.

Ella dormía y yo retrasaba mi partida; éramos tan jóvenes, casi niños; aún quería ver la noche, el frío, respirar el frío, mirarla dormida, relajada, ajena a sí misma; no me importaba que mis padres —todavía vivía con mis padres— me riñeran por llegar al amanecer o casi, ellos creerían que borracho o echado a perder, pero yo simplemente padecía de ese raro amor adolescente que se parece tanto a un heroísmo incalculable, a una vorágine apetecida, a la ruina equiparada con una gloria intransigente y todo sin palabras o solo con palabras como estas, ojalá románticas, sin duda sensibleras, en todo caso inútiles y tan poco adultas o críticas…

La miraba dormir –los labios entreabiertos, la respiración pesada, el rostro entero transfigurado– e imaginaba cómo sería crecer con ella. ¡Y deseaba tanto crecer! No sabía, no podía saber, que mucho tiempo después solo querría no haber crecido y seguir allí, imberbe y libre y totalitario en el amor, callado a su lado mientras ella dormía como si yo no estuviera allí, serena y segura.

Ahora, cada vez que el cielo repite ese relieve improbable, dondequiera que esté sé que si ella está mirando la noche también allí me mira a mí, mirándola. O al menos quiero seguir creyéndolo, porque si no, ¿de qué habría valido todo ese dolor de crecer, tanta furia, tanta interrogación? La adolescencia no es una fiesta continua, también es desolación e incertidumbre, futilidades y sinrazones, un apocalipsis personal ante una infidelidad, por ejemplo, o una especie de locura recurrente que te deja en paz por ratos, como si el cerebro no calzara bien dentro del cráneo y se agitara para todos lados y el cráneo fuera una camisa de fuerza...

Después de la furia y de todos los arrebatos, es decir, después de la pasión, Paulina me dijo alguna vez que yo seguiría estando en la luna y en el mar y en algunos libros. Era su manera de decir que el amor entre nosotros ya no podía ser más que ternura. Terminamos, como dicen, vivimos ese trámite de las despedidas y los abrazos; pero desde ese momento yo nunca he podido huir de esos libros, ni de la particular idea del mar que creamos y alimentamos juntos, ni de aquel cielo andrajoso y perfecto.

Supongo que todas las parejas que se han querido de verdad –y esto sería entonces quererse de verdad– tienen sus propios cielos y mares y sus exclusivas ideas de la noche y del día y de la vida y de cuanta cosa haya en todos los universos posibles; pero muchas parejas lo olvidan al día siguiente de separarse o unos días después. Nosotros, en cambio, para no olvidarlo —porque lo único que nos prometimos fue jamás olvidar lo que compartimos— nos lo decimos cada cierto tiempo, aunque estemos cada uno al otro lado del mundo y aunque, objetivamente, hayamos crecido y nos hayamos transformado, porque uno se transforma continuamente y todavía más cuando, habiendo recuperado la sanidad tras un descalabro afectivo, encuentra el coraje necesario o la simple temeridad para emprender otra relación. Nosotros, pues, nos lo decimos en alguna carta muy breve, o de contrabando en una conversación rutinaria... O se lo digo sin decírselo en algún texto que para el resto del mundo es impersonal; o a veces después de muchos años decidimos decírnoslo otra vez con alguna mirada fija y minúscula que nadie más que nosotros sabría ver en nuestros ojos.

Es simple: seremos cómplices siempre, coautores secretos de una obra privada, incompleta, claro, para siempre en borrador, pero nuestra.

Es que el solo hecho de no querer olvidar, de aceptar cierta responsabilidad o deber al decidir que nunca se permitirá uno olvidar lo que sintió por otro, es una manera de seguirlo sintiendo, aunque diluido, pero igualmente real. Es una manera de afirmar que el otro es importante, que yo guardo su existencia en mí, que mi memoria rinde tributo a su vida, al hecho de que ese otro, y no otro, ha existido y ha sido importante para mí. En lugar de acabarse con la separación, el amor debiera transformarse en memoria y la memoria llevarse a cuestas como un fardo ligero: una muestra de que ha valido la pena vivir. Esto entraña aprender a seguir viviendo con fantasmas, sí, pero en este caso serán fantasmas queridos.

Y no sé, tal vez solo puedan quererse de este modo dos personas que hayan sabido separarse para seguirse queriendo. Porque la separación, cuando hay amenaza de catástrofe o destrucción, es a veces la única manera de guardar el amor. Si se consigue, la soledad nunca será absoluta y uno tendrá a su lado, aunque espectrales, tantas criaturas como haya amado. En cambio, imagino la verdadera soledad –la soledad solo habitada por olvidos tajantes– como la peor de las penas: jamás haber compartido esa noche con alguien, o jamás cruzar una puerta sabiendo que es la misma puerta que alguien, ausente, cruzaría. O haberlo hecho pero no recordarlo.

Hay quienes viven para siempre aislados, dentro de las multitudes, o afuera, en rincones invisibles. Pero algunos sabemos sin saber decirlo, que aun si fue por escasos momentos, pudimos compartir el mundo con alguien; o que el mundo es fundamentalmente eso que compartimos.

[12:04 p.m.]

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25/7/09

04 de abril de 1999

ÉRASE UNA VEZ UN OASIS DE PIEDRA ENCLAVADO EN MEDIO DE UN DESIERTO.

Desde el aire, las aves que han perdido el rumbo encuentran en ese punto ceniciento su único descanso; en medio del abismo de arena hirviente que las ahogaría, un apoyo gris para recuperar la fuerza que les permitirá seguir su vuelo y encontrar la ruta hacia su hogar. Ese oasis de piedra es un paréntesis.

Pero la piedra vive una paradoja: su dureza solo es aparente, y en ella hay más vida que en todo el desierto. Intuyéndolo, pero sin la paciencia ni los instintos necesarios para hacerlo, las aves siempre caen en la tentación de quedarse con la piedra para siempre; pero no pueden contrarrestar el ímpetu de sus alas y siempre se van.

A veces la piedra llora o suda para que las aves tengan algo para beber, y eso las pone en camino.

La piedra se desgasta lentamente. Se erosiona con su propia exudación y sabe que un día ya no quedará nada de ella y se convertirá en arena y se confundirá con ese desierto que la ha albergado sin pedirle más que permanencia. Y la permanencia es el compromiso más duro, aunque justo, para una piedra.

La piedra les da reposo a las aves y las escucha sin reprocharles ni exigirles nada. La ternura categórica de la piedra salva a las aves; en ella encuentran sosiego y en su pétreo silencio –la piedra nunca responde– dejan de oír el barullo de los mundos que las asfixian y luego vuelven al aire agradecidas.

Pero la piedra solo finge indiferencia; tal es su destino: vivir cubierta por una apariencia de piedra y solo ser una estancia de paso. La piedra suda, llora o exuda, y merma y agoniza mansamente, tanto que ni ella misma lo nota.

Es que las piedras no pueden volar –ella lo ha intuido a lo largo de milenios–, pero al menos pueden alentar el vuelo ajeno.

Y así la piedra también conoce la alegría, una alegría hecha a su medida de piedra: cuando ve el cielo llenarse de aves coloridas que lo adornan con sus gráciles y leves figuras y sus siluetas marcan el aire con giros que parecen letras y lo pueblan de historias invisibles que la piedra ha aprendido a leer...

Hoy, solo las aves pueden mitigar la tristeza del cielo y de las piedras; y quisieran incluso poder curar su dolor mineral; pero saben que sin ellas su vuelo sería imposible o suicida: no tendrían dónde descansar en sus larguísimos y agitados vuelos y se hundirían para siempre en las arenas hirvientes de los desiertos.

O quizá la piedra fue un ave que olvidó cómo volar, o que olvidó haberlo sido. Porque también hay quien cree que algunas aves, las más hermosas y sabias, tan raras que solo hay una o dos por generación, fueron piedras que supieron crecer alas pero olvidaron cómo o no lo saben enseñar.

[11:58 a.m.]

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22/7/09

y las hormigas heredarán la tierra

[página suelta, sin fecha]

EJERCITARSE EN EL DOLOR... gimnasia masoquista, esta pasión infantil por el sufrimiento supuestamente inmerecido: ¿no es este aprendizaje el que no ha querido hacer la humanidad?

El ser humano todavía es un niño.

Seguimos anhelando que nos adoptase algún dios huérfano…

¿Madurez? Digamos, para no ser tan groseros, que no somos niños sino jóvenes... ¿O sería conceder demasiado?

En todo caso, jóvenes egoístas, necios, aventureros y temerarios a veces, generalmente impulsivos y regularmente esclavos de las razones equivocadas: conquistar, dominar, destruir. Nuestro máximo objetivo pareciera ser demostrar que entre las especies somos el macho superalfa. Construimos rascacielos kilométricos y salimos al espacio pero nos olvidamos de dejar de ser simples depredadores (a eso se debe, supongo, que en las películas y los libros siempre imaginemos a los alienígenas como depredadores: solo es nuestra proyección de un alfa más superalfa que nosotros mismos...)

Madurar entrañaría ya no necesitar matar ni guerrear sino cuidar y aprender unos de otros y gozar y gozarnos.

La historia está al borde de terminar y no sabemos si somos capaces de empezar otra, o de dejar que empiece otra con nosotros superados, lo cual tampoco sería una gran pérdida, pues la humanidad, como un todo, no ha existido nunca y en su lugar solo han existido razas, etnias, naciones, países, identidades metafísicas de todo tipo o supuestas identidades (como si algo pudiera escapar de la flecha del tiempo); pero no ha existido nunca “la humanidad”.

La idea de una humanidad sigue en su etapa infantil: ¿de qué otra cosa son muestra la insistencia en la violencia y las intolerancias, los pleitos inútiles entre unos y otros, vecinos, que si yo soy de aquí y vos de allá, o la obsesión con las jerarquías o la morbosa urgencia que parecen sentir algunos por empobrecer y explotar a otros para sentirse ellos grandes y todopoderosos?

Somos un animal que solo ayer se hizo consciente de sí.

Y si la humanidad no cuaja, las hormigas heredarán la Tierra.

Y estaría bien.

[11:48 p.m.]

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17/7/09

2 de noviembre de 1999

AMANECE.

El sol se yergue como un glande. Es colosal y competente y dorado.

Un amigo me dice muy líricamente que fue una eyaculación del sol sobre el mar lo que engendró la luna y la noche y todas las estrellas. Yo replico que bien puede ser al revés, que tal vez la noche era un gran vientre oscuro, la matriz sin origen de donde nacía todo, incluido el mismísimo rey sol.

¿No es más probable que de la oscuridad provenga la luz, que de la luz la oscuridad?

Por supuesto –matizo– la noche y el día no están en realidad separados y el universo es una infinitud andrógina. O quizá ni siquiera andrógina porque no tendría razón para restringir sus opciones a dos... Nuestra manía de hacer dicotomías donde no las hay... Hace falta un planeta para que haya día y noche, algo que gire, y una estrella...

¿Y si viviéramos en un viaje perpetuo por las extensiones inexploradas del universo?

Quizá en otras regiones del universo hay algo más que noche y día, un entredós o tres o cuatro o un sinnúmero de momentos distintos sin repetición, han de haber tantas cosas inimaginables...

Nosotros, específicamente, nos hemos acostumbrado a pensar hacia el fin, como si estuviera escrito que todo tenga que acabar definitivamente... ¿Y si lo verdaderamente real es el eterno retorno de lo diferente? Repeticiones, sí, pero cada una divergente... Es igualmente posible que todo pueda recomenzar una y otra vez y que el tiempo y la vida sean ruedas sin comienzo ni final, o que el comienzo y el final sean nada más otros dos términos terminantes, como la guerra y la paz, como la creación y la destrucción, dos abstracciones humanas, como lo humano y lo no humano, o el hombre y la mujer.

¿Cuántas ilusiones o consuelos necesitamos para sobrevivir?

Anochece.

El sol cae sobre el mar, eyaculado y deshecho. Lo imagino harto de alumbrar en su centrípeta soledad.

[11:46 a.m.]

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14/7/09

24 de noviembre de 1999

HACE UN PAR DE DÍAS ASISTÍ A UN RECITAL DE POESÍA MUY CONCURRIDO. Mi mayor asombro fue descubrir que, juzgando por las apariencias, todas las personas presentes eran poetas. Tanto los que leían como los del público, casi por igual, parecían vestir según esa rara moda de qué-me-importa-a-mí-la-moda. Calculé que para conseguir ese look desinteresado la mayoría de ellos debía haber pasado horas frente al espejo contrastando camisetas y pantalones, ponderando el largo del cabello y si habría que llevarlo o no con una cola, si hacía falta o no un arete y cuál iba mejor con la apariencia desvencijada y jipi de la camisa, la barba apenas recortada, los jeans rasgados... Estos tipos –pensé– hacen lo imposible por aparentar que no les interesa aparentar nada. Son hábiles. Y pensé que también yo podría hacerlo si tan solo tuviera algo más de tiempo. A algunos ya los he visto antes en la Universidad. Uno de ellos manifestó en una clase lo repugnante que le parecía que los “chicos bien” juzgaran a las personas por la ropa que visten y por sus peinados y esas cosas “superfluas”. Por eso me sorprendió que este mismo tipo, en el recital, parecía estar haciendo un inventario mental: a quien iba entrando lo repasaba de arriba abajo, un poco desinteresadamente, es cierto, o con un calculado disimulo, como si solo estuviera viendo a la puerta porque esperaba a alguien, alguien que nunca llegó, dicho sea de paso... Me pregunté si así debía ser una mirada inquisitiva y poética, curiosa y perceptiva. Yo es que soy neófito y por eso me lo pregunto todo y trato de observarlo todo y aprender, soy inexperto, aprendiz o pipiolo y a eso ataño tanta adjetivación que se me hace necesaria cuando, seguramente, no lo es, y tanta sinonimia o redundancia tan superflua como también eran, sin duda, la camisita de botones y mi saco de lana grisácea en aquella noche de la cual ya no quisiera acordarme, es que mi fracaso por parecerme a ellos y ser como ellos me hace sentir aparte, diferente, vendido y aburguesado y empecé a entender que tal vez por eso siempre me ignoraban en los pasillos, en la cafetería y en los recitales... Es necesario, supongo, que solo puedan aceptar en su grupo de poesía a quienes ostentosamente lo parezcan. ¿En qué quedaría su identidad si no lo hicieran así? Un Lorca redivivo que vistiera saco y corbata sería al unísono y entre sornas condenado al ostracismo, no lo dejarían hablar o, de dejarlo, no le prestarían demasiada atención: ¿para qué si su atuendo y sus gestos sin duda revelan que no sabe lo que dice o que sencillamente es un retrógrado literario? Me pregunto si solo será cuestión de saber adónde buscar y encontrar el libreto y aprenderse sus lineamientos, o sus líneas, o su vocabulario, sus estilos, los reglamentos o lo que sea para poder siquiera tener chance de empezar el escabroso proceso iniciático.

Pero hay que entenderlos, y yo los entiendo, claro, pobres, o sueño con entenderlos, entenderlos tan bien que me dejen estar con ellos, ellos que solo viven para la poesía y son muy malentendidos y saben mejor que nosotros llevar la culpa cuando, por ejemplo, se descubren añorando algo que solo los otros debieran anhelar, qué sé yo, un auto del año quizá, o una casa anchurosa y propia con altos ventanales mirando hacia el atardecer. Sin embargo, he escuchado decir a los más ilustrados y lúcidos y modernos entre ellos que, a fin de cuentas, estamos en la posmodernidad y que por eso no hay nada de malo en que también los poetas puedan ser un poco yuppies si les viene a bien, siempre y cuando se disfracen, para ciertos rituales tácitos, de intelectuales parisinos del 68 o de andies warholes teñidos de negro o en su defecto del vilipendiado Che, que ya todo da igual o debiera darlo. Y ahí es cuando a mí, novato y, según creo, no tan despabilado aún, se me empiezan a enredar todavía más las cosas: ¿cómo es que si todo da lo mismo ellos, no obstante, deben cumplir ciertos criterios de estilo a los que solo parecen tener acceso los iniciados? ¿Y cómo entender qué diablos está permitido y qué no si parecen tomarse hoy libertades que mañana condenan y que, en todo caso, siempre pueden defender precisamente porque a su juicio todo vale igual o da lo mismo o es simplemente okey porque el arte es subjetivo? Parece que el criterio fundamental es el ser parte de su grupo, ¿pero cómo se llega a ser parte de él?

Me esforcé por no seguir pensando en estos asuntos marginales, o los planteé como tales precisamente para no seguir distrayéndome con ellos y poder escuchar sus intervenciones.

“Es que yo lo siento así” —dijeron, varias veces, entre verso y verso cuando teorizaban sobre el arte mismo de la poesía—, o “la poesía que importa es la que es buena para uno, la que a uno mismo le llega”... Y parecían conocer bien esas complejísimas teorías que afirman que ya prácticamente todo está dicho y que no es posible ser original y que nada hay de malo en repetir y reciclar y reusar las creaciones del pasado, que además no queda otra opción y que el plagio, gracias a sibilinos recovecos especulativos, también puede ser heroico o triunfal porque el plagiador es único y lo que importa, de nuevo, es la experiencia subjetiva, que, además, como el autor está muerto o moribundo o en proceso de resucitación –en esto no parecían estar de acuerdo– no es más que una manera en que el lenguaje por sí mismo habla por uno, que de todos modos uno sí es único aunque no es nada más que palabras que no le pertenecen...

Luego traté –infructuosamente– de no pensar más en esas enrevesadas teorías que de todas maneras soy incapaz de comprender y pensé, más bien, en lo triste que es para estos poetas no poder dedicarse enteramente a escribir. Porque se quejaban ellos del “síntoma” de “nuestros países”, no dar mucho espacio a la poesía, al arte, para que los artistas puedan crear con tranquilidad, el poco apoyo del Estado, el escaso público lector, la práctica imposibilidad de ganarse la vida como “trovadores de la posmodernidad”, algo así dijo uno, no exactamente así pero algo similar, yo de bruto no llevé libreta de apuntes y luego lo olvidé, era una expresión bonita... Y otro dio a entender que preparaba en silencio y secreto una magna obra futura y que algún día saldrá a la luz a pesar de tantas dificultades que enfrenta la poesía en “nuestros países”... Y bueno, no recuerdo mucho más. Dichosamente repartieron un folletín con un extracto de los poemas leídos durante la noche; copiaré algunos que me llamaron muchísimo la atención, no sin cierta vergüenza, debo decir, pues yo en mis ingenuos y primerizos intentos nunca he dado con algo tan desconcertante e íntimo y pulcro a la vez: “tu semen huele a mañana de invierno / y mis tetas, rociadas por él, se deshembran en idilios púrpuras y galácticos”; u otros versos místicos: “los raudos galopes del tigre exuberante / marcan el sonido de esferas huidizas / y recorren mi vientre y mi éxtasis es blanco y me ciega”; o algunos más bien vegetarianos y edénicos: “tu aliento humedecido / uvas y estrellas meciéndose bajo la luna / una promesa de eternidades compartidas”...


Seguramente los juzgaba —¿pero quiénes eran específicamente?, ahora no recuerdo ese recital, ¿o lo habré imaginado o creado por pura rabia?— tan mordazmente porque también yo quería ser poeta y ni siquiera me atrevía a leer por allí, públicamente, algún verso —¡y gracias al cielo no lo hice!— Nada, claro, tenía yo que me hiciera mejor que ellos, aunque ciertamente lo pensaba, me sentía superior en mi silencio literario, creía que yo era más escritor aunque tampoco escribía como debe escribir un escritor: con disciplina, a diario; no, mierda, también yo, torpemente, solo soñaba con ser escritor y entonces escribía cuadernos interminables de páginas y páginas de ilusiones y quejas y sueños infantilizados… Como estos cuadernos, precisamente, que bastaría leer de cabo a rabo para encontrar por doquier los indicios y gesticulaciones que también a mí me pondrían al descubierto... ¿Pero no es justo eso lo que hago aquí, hoy? ¿Para qué, tras tanto tiempo de olvido, he vuelto esta mañana de invierno a recorrer e incluso transcribir electrónicamente algunas páginas de aquellos cuadernos vergonzosos o traicioneros y tan desolados como planetas? No lo sé y no importa, simplemente encuentro cierta morbosidad en volver a verme o imaginarme, entre nostálgico y avergonzado, tal como fui antes... Pues que sea un ejercicio de lucidez: descubrir dónde estaba allí lo cursi y lo kitsch y dónde no estaba, que también en algunos momentos creo que logré evitarlo… Inventariar lo despreciable y desechable para no repetirlo jamás… ¿O es que estoy releyendo estas páginas por una mera nostalgia —inútil, como todas las nostalgias– de aquellos sueños infantilizados, una nostalgia de una época en que todo era trágico porque yo necesitaba que lo fuera, y solo porque esa era la única excusa perfecta para no madurar, es decir, para no trabajar seriamente en mi sueño y poder así culpar al mundo o la historia de mi muy probable fracaso?

[11:43 a.m.]

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3/6/09

19 de noviembre de 1999

DICHOSAMENTE TAMBIÉN HABÍA CIERTA LUCIDEZ…

Lo cursi también llega a ser esforzarse obsesivamente por no serlo; por ejemplo, escribir a tumbos y retumbos, mezclar imágenes y temas y estilos creyendo cretinizadamente que eso basta para ser “original”; e incluso confesarlo, confesarse uno mismo como parte del escaparate y aceptar que si no podemos afirmar que la genialidad sea solo cosa del pasado, al menos no parece serlo del presente...

Tal vez debo ser algo cursi porque hoy todos tenemos que serlo un poco: ¿lo único asquerosamente evidente no es que este mundo nos tiene cogidos a todos?

O bien...

(–como si por rebuscar estilos y hacerse el simpático ya fuera uno escritor–)
(–como si no fuera necesario tener una historia que contar–)
(–como si no fuera cierto que eso ya no es necesario porque hay billones que no tenemos historias que contar–)
(–y que es cuestión de mayorías, porque nosotros, tantos, ya no contamos–)
(–¿y qué puede contar quien no cuenta?–)

Si esto fuera una historia, sería la historia del futuro.

[11:32 a.m.]

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19/4/09

06 de abril de 1999

LA VIDA ES UN LIENZO MATEMÁTICO... paréntesis dentro de paréntesis, relaciones a través de relaciones... y el paréntesis es un asunto de borde, de frontera, de tejidos... las relaciones se tejen, efectivamente, entre unos y otros, pero el ordenamiento entre las partes es más importante que las partes mismas... ¿Habría una matemática del vínculo caótico entre unos y otros?

Hoy aprecio mucho más estos breves fogonazos que las largas parrafadas farragosas que acostumbraba echarle al papel en aquellos días. Aún me cuesta entender cómo podía pasar, con tanta facilidad, de un apunte preciso a una teoría (o pseudoteoría, más bien) ampulosa y enrevesada, o esas páginas cargadas de lirismos rebuscados, innecesarios, ¿a quién se le ocurre en este momento de historia, en este contexto de mundo, volverse a una huída lírica? Aunque… ¿era una huída?

[11:26 a.m.]

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14/3/09

12 de septiembre de 1999

EMPEZAMOS AMANDO A ALGUIEN DESCONOCIDO, un nombre o un rostro, algún semblante nebuloso, signos que no sabemos cómo desentrañar; amamos la idea de alguien, un guiño que fabulamos porque no podemos recordarlo con precisión, una mirada sostenida en el autobús, un roce casual en una acera, una palabra cotidiana, gracias, disculpe, hola, y una figura huidiza que acompaña la voz, levedad que nos hace livianos y nos acerca a otro, a su enigma; ese latido repentino que tiembla en el esófago cuando ese otro que miramos retribuye con firmeza nuestra mirada...

La desventura es que casi nunca baste con esa mirada y que eventualmente lleguemos a creer posible apropiarnos de la gente con los ojos.

[11:24 a.m.]

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