27/3/08

08 de noviembre de 1999

CAMINO POR UNA GIGANTESCA AVENIDA. Hay ocho o diez carriles en cada dirección. En medio se extiende un bulevar con los cipreses y las bancas y las fuentes de rigor; pero ni allí hay descanso. Las aceras están superpobladas, la gente corre y se apeñusca sin mirar por dónde, con quién, cómo. Miles, millones, todos sin detenerse a mirar; y de música de fondo el ensordecedor estrépito de los motores: un susurro que desde cualquier sitio elevado se oye como el ronquido monótono de un gran animal. Me detuve un segundo en media avenida, viendo esa ominosa multitud en su verdadero carácter: una única y terrible soledad.

Un amigo me dijo el otro día que él solo se siente acompañado cuando llega a su apartamento y enciende el televisor. Es que entonces el miedo cede —me dijo—, se oculta. El miedo, supongo, a ser devorado por ese animal que nunca muestra el lugar donde se abren sus fauces, aunque siempre sintamos su aliento.

Me senté. Miré con detenimiento e imaginé un día en el que los niños creerán que el ciprés de un parque es una copia imperfecta del ciprés nítido y aséptico que ven en la pantalla de su computador. Ese día futurísimo los niños creerán, en efecto, que la realidad es una reproducción vulgar de la realidad inmaculada de las pantallas y los mundos virtuales. Pensarán, pues, que Platón fue un ingeniero anacrónico. Porque los niños sabrán que el original es la imagen del árbol, quizá, incluso, la gráfica matemática de su código genético guardada incorruptiblemente en la memoria de alguna supercomputadora cuántica; y creerán que el árbol de la calle, cubierto de polvo y de musgos y plagado de parásitos sépticos y mecido por el viento y sujeto al tiempo, ese pobre árbol que envejece también y que pierde hojas repetitivamente, es solo un producto fallido.

Y luego pensé que ese día, de estar aún vivo, correré a la casa de algún conocido y le pediré que hablemos del pasado. O me lanzaré sin miramientos a las manos huesudas y fruncidas de algún amor adolescente; ya no nos conoceremos, es cierto, pero sabré que quizá ese amor habrá guardado más de mí que yo mismo. Es decir, como última opción para salvarme del tiempo, espero que esas mujeres que he amado no me olviden del todo, y que algún día, en su ancianidad, quieran dejar de sentirse tan lejos de sí mismas.

Porque no es cierto que las personas se desvanezcan del todo de la memoria, quedan allí latentes y surgen gracias a cualquier nimiedad insospechada. Así es como volvemos a momentos que casi habían dejado de existir. Yo espero volver a existir tal como soy ahora o como he sido cuando alguien que me haya amado me recuerde, al borde de la muerte. Por mi parte, sé indubitablemente que volveré a Diana muchas veces —a ella y seguramente a otras—, como se vuelve siempre al animal que esconde sus fauces, estas ciudades crecientes y amadas y sus calles interminables, al borde de un futuro sin árboles ni realidad; estaríamos seniles y locos con todos nuestros amantes en un circo de fantasmas erotizados, pero estaríamos juntos, callados y heroicos ante el ronquido del animal que siempre quiso tragarnos y nos tragó.

Lo terrible es nunca saber si los otros querrán también recordar.

[9:44 a.m.]

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