9/12/07

07 de febrero de 1999

CUANDO EMPEZABA A ESCRIBIR —y empecé compulsivamente, llenando cuadernos enormes en pocas semanas—, a pesar de la incontinencia y una redundancia enfermiza, en el fondo siempre prefería la brevedad, los tonos aforísticos; me han fascinado siempre, por ejemplo, los haikús, y las imágenes breves y gratuitas, las palabras atractivas por sí mismas, es decir, la prosa biensonante, independientemente del “fondo”, del asunto “serio”… Ahora entiendo que, detrás de la preferencia o del gusto personal, que lo tiene todo el mundo, la razón decisiva de esa aparente contradicción —escribir copiosamente pero preferir la frase punzante — era que pensaba, o intuía, que solo me sería posible librarme de mí si primero me excedía o me agotaba. Tenía que callarme a mí mismo, deshacerme o desgastarme hasta dejar solo una punta, un aguijón.


Cae la tarde. Es un telón plateado. La angustia no cesa.


[8:04 a.m.]

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