NOS HACEN SEÑAS O GUIÑOS, son dedos anónimos que apuntan a parajes inaccesibles.
Al día de hoy, ser humanos ha sido creer que allí, en algún lugar, está lo señalado.
Tampoco yo sé lo que quiero decir cuando digo, por ejemplo, “amor”; y a veces hasta he caído en la exageración de decir “te amo”; y me lo han dicho de vuelta y supongo que así vivimos todos, unidos por esas membranas tan frágiles.
La historia de cada uno es el resultado de decisiones contingentes –como todas las decisiones– y significados espontáneos o emergentes y ninguno puede saber a cabalidad de qué está hablando el otro.
En los asuntos fundamentales las palabras siempre se quedan cortas.
Y esta misma palabra que yo he usado y uso todavía la han usado también las mujeres que han dicho amarme y la usan mis padres y mis amigos e incluso la usan los periodistas en la televisión y los abogados y los filósofos y los músicos, los poetas, ay, los poetas, es que es una barbaridad, aparece por doquier trescientas millones de veces al día como si todos supiéramos qué diablos significa o como si, de hecho, significara lo que quiere significar, es decir, como si fuera un hecho igualmente palmario para todos.
Y quizá todos sabemos lo que significa; y quizá ninguno tenga razón.
¿Nos entendemos, cuando hablamos de amor? Tal vez a un nivel elemental. Pero al instante las ruedas empiezan a girar de nuevo, son bufones que no se cansan de reír, de hacernos reír para reírse de nosotros.
¿Qué quiere decir “entenderse” y qué quiere decir “elemental”? ¿Qué quiere decir “querer decir”?
Esas son solo palabras y las palabras son aire.
Cuando se acaba la paciencia solo una pregunta sigue siendo importante: ¿hace falta entenderse para poder convivir? ¿Hace falta saber, por ejemplo, la verdad del otro?
Si en amar hay algún heroísmo, planteo que radica en amar a quienes no podremos nunca comprender del todo.
A veces me he inclinado hacia otro como una flor suavemente soplada por el viento.
¿Y no es esto, también, decir demasiado?
Siempre hablo demasiado...
Y escribo... Ella me acariciaba los brazos con sus pantorrillas... Ella me miraba los labios y esperaba estoicamente a que me callara y le abriera el cuerpo con mi cuerpo.
Pero mi enfermedad histórica –mi ego solar– es no saber callar. Y ahora sé –pero es tarde, tan tarde– que eso adelanta mi muerte...
La sinfonía se descompone sin haber siquiera terminado el borrador... Yo mismo la arruino: digo amor y la traiciono, escribo amor y me traiciono... Pero si no escribiera, cómo diría los gemidos singulares, irrepetibles, las miradas de reojo en medio de los amigos, que no sospechan nada, que nos creen mutuamente asépticos, y luego tantas intuiciones súbitas ante el sol enorme que se funde con el mar…
Me abismo en palabras ajenas y prescindibles –hablo, es cierto, demasiado, pero también la escucho, siempre la escucho y finjo que estamos solos– y corro el riesgo de perder la sanidad.
El calor sosegado de los otros.
¿Podrá ser este riesgo también la silueta de otro amor posible? Esta posibilidad me sostiene en el abrigo de esta cueva.
[2:05 p.m.]
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16/8/09
13 de septiembre de 1999
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