Acababa de intuir la teoría del miedo; aquella noche juró completarla, aceptó demostrar que cada uno es la sensación y el instante, que la continuidad aparente está vigilada por presiones, por rutinas, por inercias, por la debilidad y la cobardía que nos hacen indignos de la libertad. El hombre es disipación, postuló, y el miedo a la disipación.
--Juan Carlos Onetti
¿CÓMO CONOCÍ SU TERNURA? No conmigo, sino con los niños –los de sus hermanos y primos, los de sus amigos, todos los niños–, como los amaba sin descanso. Ella conoce el amor por el amor a los niños. Y ese amor es una entrega ciega.
–¿Por qué no podés quererme como los querés a ellos?
–Solo puedo querer así a los niños. Ellos no son interesados, son inocentes, ellos… –se interrumpió, miraba el suelo–. Jamás me dejarían y solo piden que los quiera –eso era todo, como siempre: el miedo; ella no quiere ser abandonada.
–Pero te dejarán cuando crezcan.
–Precisamente, entonces ya no serán niños. Solo los adultos abandonan a quienes los quieren.
–Si me quisieras como los querés a ellos yo tampoco te dejaría, nunca. Ni siquiera cuando dejara de ser niño –pero no le hizo gracia.
–Nadie puede garantizar eso, ni siquiera vos –los dos miramos hacia la noche unos segundos, callados, luego ella continuó–. Yo sé que vos sos bueno. Y te lo merecés todo.
–Pero vos no podés dármelo –ella no dijo nada, luego yo continué–. O no querés, más bien.
–Tal vez sea lo mismo. Si vos pudieras quererme sin pedirme que yo te quiera como vos me querés…
–¿Qué?
–No sé. Tal vez…
–Tal vez te estás perdiendo de algo, ¿has pensado en eso? Que no es posible querer solo a medias, poniendo siempre un límite bien definido, como si después de ese límite todo estuviera condenado a irse a la mierda.
–¿Y no lo está?
–No lo sabremos, supongo, a no ser que querás ir a averiguarlo.
–No quiero sufrir.
–¿Preferís la indiferencia? ¿Preferís sacrificar…?
–¿Qué… la felicidad? –no disimuló la ironía.
–No sé, ¡no lo sé! ¿Preferís no tener… nada, negarte… eso, por el miedo a sufrir?
Ya no contestó. Desvió la mirada. Parecía que quería llorar y finalmente lloró, y yo también lloré.
–Te lo merecés todo –repitió mientras yo la miraba como se mira un paisaje, un cuadro o la oscuridad–. Y sí –confesó–, tal vez no me importa saber qué es lo que me pierdo, es que como no lo conozco no puede importarme, ¿ves?
Nada, yo no veía nada, solo la patencia del miedo. Y recordé nuestros primeros días de relación, cuando parecía que ella había estado toda su vida esperando una oportunidad como esta. No entendía cómo ahora… Ella no había tenido antes una relación así, me lo dijo. Tal vez había conocido el deseo, sí, el deseo sí; pero no la ternura. No sabía que un hombre podía ser tierno y paciente, ni sabía que alguien podría ser capaz de verdaderamente escucharla, de simplemente escucharla y besarle los ojos: también eso es hacer el amor –le había dicho una vez–, también eso.
Lloraba y me abrazaba como si lo que estuviera perdiendo no fuera a mí sino a sí misma. Se lo dije. Pero estaba más allá del habla. Solo me miraba y lloraba. Su mirada era eso, llanto.
–¿No es posible –insistí– que se pueda ser feliz sin que todo se convierta después en sufrimiento? ¿No es posible?
Ella asintió sin decir nada.
–Creés que es posible pero no para vos, ¿es eso?
–No puedo, no.
Y esa es toda la historia, no hay nada más que valga la pena contar; quizá no podía olvidar alguna catástrofe, quizá amando solo a los niños trataba de curarse de su propia niñez, salir de ella, y de él, de ellos: de todos los imbéciles que la han sumido en el miedo. ¿No es su miedo el miedo del mundo, el fracaso del mundo?
Habiendo llegado a cierto grado de lucidez ya no parece posible evitar la tristeza… Y encima tantas palabras ya vacías... El riesgo de la aniquilación… Tantas palabras que ya no hablan, que no nos dicen nada… ¿Felicidad? Quizá perderse de gozo a pesar de la posibilidad de un dolor absoluto. Solo es posible frente a esa posibilidad, al borde del máximo dolor: estar al tanto del anuncio de su presencia, saberlo ahí, ineludible… Y luego deleitarse en el borde de un barranco… Moldeamos una figurilla de barro: sabemos que podemos aplastarla… Elijo una violencia: amo; pero ella elige otra.
Ese día no hablamos más. Los dos lloramos, creo, un llanto apenas visible, y cada quien con sus propias razones.
Allí se había decidido todo. Lo demás fue la noche, caminar en la noche. Nada salva definitivamente. Ella sigue amando a los niños.
[9:36 a.m.]
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10/3/08
26 de mayo de 1999
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