HABRÍA QUE MORIGERAR EL ÁNIMO, amaestrar el espíritu hacia la indiferencia. Cuando vemos aparecer esplendorosa a la belleza, desplegándose como faisán o como caída de agua, cubierta de arreboles y aureolada de frescura azul y verde; cuando vemos que desfila por el mundo como si fuera suyo y nosotros fuéramos simples espectadores impotentes —lo cual casi siempre se cumple—; cuando quiere dictar la cadencia del tiempo en nuestros ojos y en nuestra piel, avejentando a unos y rejuveneciendo a otros, esos pocos privilegiados. Cuando esto pasa, y cuando pasa aún más y nos lanzamos temerarios hacia esa belleza sospechosamente encarnada, es ahí donde no hemos aprendido: ante la brutalidad y el ímpetu con que cierta belleza penetra el mundo y a nosotros en el mundo, deberíamos dejarla reposar, como flotando allí en ese cielo que parece encubrirla, y mirarla con cierta distancia, observando sus más tenues movimientos y cambios de color, y su consistencia a través de los días. Porque la belleza confía en nuestra violencia, en nuestra premura, y esa es su arma letal contra nosotros.
Además, toda belleza humana es solo piel perfumada y agasajada con diversos obsequios que desproporcionadamente reparte la tierra: bellezas de marfil ondulado, bellezas de ópalo, ojos como estrellas selváticas y dorsos y muslos y cuellos pulidos y tersos como regazos o lechos para dioses, si existieran; bellezas imprevisibles de largas cabelleras aciculares y endrinas, labios de ébano con fuerza de titanes y melenas largas y cortas y rojizas y acarameladas, un jardín alucinante rebosante de perlas en flor y senderos fosforescentes y riachuelos dorados. Todo desplegado para conquistar la paciencia, para enervar las resistencias y provocar el desorden de los cuerpos y ensañarse contra los vencidos; porque la belleza siempre es signo de guerra, y cuando vence destruye y si no devora, poco a poco digiere a su víctima hasta dejarla convertida en un manojo de ilusiones, de nostalgias, de pesadillas.
La belleza siempre es guerrera.
De allí que sea casi imposible encontrar la conjunción de cruda belleza e inocencia. De allí el atractivo de las vírgenes y las santas, cuando son bellas, majestuosas, a veces etéreas; porque en ellas se combinan supuestos enemigos: la templanza y la voluptuosidad, la humildad y el poder. Y entendemos también a la mujer fatal, esa belleza demoníaca que no disimula su espíritu e invita a la lucha abierta y triunfa y sabe que triunfa, y eso la hace más bella y más inaccesible.
La belleza —no por sí misma sino por el embrujo que produce, y la ciega entrega de los sentidos— siempre lleva las de ganar, siempre, porque quienes contemplamos la belleza somos por definición más débiles que la belleza misma: de lo contrario no la contemplaríamos embobados, la dejaríamos reposar a la distancia, casi sin prestarle atención, para que le hiciera verdadera falta nuestra mirada.
La belleza se sostiene en su fuerza por las miradas y el deseo, el culto y la rendición. Una belleza inadvertida pierde su humor asesino, ese aparente destino avasallador. En reposo, flotando sin nadie, la belleza se suaviza como la carne después de una noche en remojo de piñas o papayas; en reposo, sin miradas anhelosas, la belleza pierde su ímpetu y se acerca con calma a la paz, al candor de un cuerpo que puede entregar su hermosura sin tener que cobrar a cambio ánimos y serenidades. Por eso conviene dejar que la belleza respire también por su cuenta… Aunque lo más difícil, casi irrealizable, es poder sostener allí, flotando en calma, a cualquier belleza que se precie de serlo. Colocá por allí a tu belleza, dejala reposar para sacarle su vicio, para drenar su sangre virulenta, y al cabo de pocos días te encontrarás más solo que nunca, con el lugar donde pusiste la belleza vacío como un vientre condenado: porque la belleza no soporta la calma, no soporta no ser mirada, ansiada y acosada, y dada tu indiferencia medicinal, la belleza prefiere saltar de su nicho y volver al caótico mundo donde pululan esos héroes ciegos y sordos para todo lo que no sea belleza.
Ciertamente, preferimos la ruina en la belleza que la calma y la paz, y el éxtasis siempre es inquieto, siempre conlleva la punta del caos. La indiferencia sería defender la muerte… Por eso todos los días, a cada momento, en los bares y los autobuses y las oficinas, en las aulas y los mercados, a cada instante, con emboscadas y espionajes y ataques a quemarropa y a contrapelo, se declara una guerra. Y esta guerra no terminará, demos gracias a Dios.
[9:41 a.m.]
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24/3/08
01 de mayo de 1999
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