30/4/08

05 de junio de 1999

¡Qué decir de cuando por primera vez me vi junto al mar! Sería imposible describir ese instante; hay solo una palabra: el mar.

--Reinaldo Arenas


LOS LUGARES COMUNES SON UNA CONDENA. Uno quisiera tener o crear sus propios lugares, para poder decir con propiedad soy alguien.

Si algo debiéramos envidiarle a Adán y Eva no es su desnudez ignorante, sino tener un lugar que no podía ser común. Después de ellos todo es repetido, el sol, los árboles, la desnudez. Porque ellos pusieron los primeros nombres. Y tal vez el paraíso sería solo eso: nombrar sin nombres ajenos, bautizar la realidad. Pero nosotros no tenemos sino lugares comunes.

Yo fui con Diana a una playa apacible donde nos desnudamos sin nadie. ¿Un lugar común? Lamentablemente sí, varios, por ejemplo: había luna llena… El resplandor blanquecino sobre la arena; y el mar, mecido por sueños serenos. Era de noche y podíamos vernos; a mi juicio –y se lo dije a ella esa noche–, ese claroscuro es la imagen más fiel a la vida, pues siempre vemos y vivimos entre sombras. De hecho, solo hay vida en claroscuro, aunque es cierto que las religiones y la electricidad nos incitan a olvidarlo.

–¿Alguna vez has corrido con los ojos cerrados?

–Nunca.

Cerramos los ojos y nos tomamos de la mano y corrimos por la playa, sin miedo a tropezar con nada. Corrimos hasta cansarnos y luego nos abrazamos en silencio, luego los besos obvios, el flujo y el reflujo, y el ansia creciente; estuvimos abrazamos durante algunos minutos, callados, recorriéndonos los cuerpos con las manos; la luna opulenta y el mar ronroneante, y la noche era un piélago y yo le dije todas esas cosas que decimos cuando sentimos algo que solo podemos torpemente nombrar con la palabra enamorados, pero en ese momento era cierto, es decir, lo vivía o lo vivíamos; no dije nada porque hubiera que decirlo, por suponer que hay que decir tal y cual cosa cuando nos sentimos así, no pude evitar decir lo que dije, así como no podía evitar desearla hasta el dolor…

Aunque aún nada me dolía, claro, porque ella estaba allí entregada, al margen de una desnudez que gritaba mi nombre, sus pechos eran lunas, la luna era un ojo, el mar una fuente o un barranco, la arena era el polvo enamorado del poeta… Sosteniéndome la mirada, ella escuchó todas las tonterías que le dije, infantilizado y sublime, erotizado y núbil. Le aseguré que siempre era posible querer más; le prometí que jamás la dejaría; que por estar así con ella, sin nadie, bajo esa luna, estaba dispuesto a bajar al infierno, el suyo y el mío; no recordé entonces o no podía interesarme que Orfeo hubiera perdido a Eurídice incluso tras ir a buscarla en los infiernos; le repetí varias veces que la amaba, y ella no dijo nada. Miró hacia el mar cosmológico y lloró escondiendo su rostro en mi pecho; el aire invisible no se convertía en viento, todo estaba quieto, hasta el mar parecía haber callado para escucharnos; y la luna –tan común y tan inverosímil a la vez como el cielo o el mar– también se convirtió de pronto en una mirada a tuertas, indolente; y le dije a Diana que creyera que era cierto; le dije que solo se acababa lo que uno quería que acabara; le dije que solo hacía falta entregarse sin dudar; le dije que olvidáramos las historias de cada uno, todo eso que quisiera forzarnos a seguir un camino determinado e indeseable; le dije que siguiéramos juntos a pesar de todo, como si fuera cierto eso de amar así, tan enteramente, como si los cuerpos pudieran percibir algo infinito; y todo se lo dije así, como en las malas películas…

Supongo que a veces lo más fácil y feliz es volverse imbécil, ¡creerlo todo! Pero no era una película: le dije todo eso así como podría haberla besado hasta adormecernos los labios. Yo sí lo creía todo y por eso era imbécil y feliz. Pero ella siguió callada, abrazándome. Temblaba. Parecía llena de ternura y de miedo. Y le dije finalmente que ya no había opción, que esa luna reinante y lejana ya nos había desposado a espaldas del mundo y que su trámite celeste era más inquebrantable que cualquier ley humana…

Luego el mar volvió a su ritmo absurdo y sin fin. Yo me sentía extático, ya no podía hablar más, ya no hubiera servido de nada, las únicas voces fueron el viento y el mar, atravesándonos en un abrazo condenatorio.

Reconozco, obviamente, que decir todo esto ahora es un exceso incomprensible. Quizá a la vez indispensable e incomprensible: es el amor, hablar de amor cuando no está. Un esfuerzo casi siempre ridículo. Allá tuvo sentido; aquí, aparte de la evasiva huella de los cuerpos, solo puede haber aburrimiento y sensiblería; y si aun así lo digo es para nunca volver a sentirme inclinado a decirlo de nuevo.

Yo no puedo saber lo que ella sintió entonces; ni siquiera lo supe en ese momento. Yo me sentía a tono con todo, incluso con no comprenderla.

Ella sollozó con un llanto tímido y abrupto.

–No puedo creer que sea cierto –confesó.

–¿Y si lo es?

–Me da mucho miedo –su abrazo empezó a dolerme; quizá ella comprendía menos que yo, pero yo aceptaba la incomprensión, hasta me regodeaba en ella, era como la noche inabarcable, como el mar a oscuras, la evidencia más rotunda del universo.

–Lloro de felicidad –exclamó. Su voz era de pánico.

¿Es que mi amor era demasiado real? ¿Una amenaza velada, algo que, incluso para mí mismo, escondía cierto carácter patológico, enfermizo?

Ella no sabía qué hacer, como si de su decisión dependiera el futuro del mundo. A veces lo real nos cae de pronto, en una gota de lluvia, en una caricia inesperada, en un gemido del cuerpo cuando de pronto sentimos algo sin tiempo para representárnoslo. Su vida había sido padecer la mentira, aprender de la mentira, de la ilusión, de las promesas incumplidas. Su padre le había mentido. Su madre le había mentido. Sus antiguos amantes le habían mentido. Tal vez lloraba como un niño temeroso ante lo desconocido. Diana se había acostumbrado a vivir para evadir el miedo.

Al amanecer, la luna todavía estaba en el horizonte, ciclópea y blanca sobre el cielo blanco. La noche anterior Diana me había contado un mito sobre el sol y la luna. No recuerdo los detalles, pero en la historia los dos astros, alguna vez unidos, habían sido separados por los dioses como castigo por un exceso de vanidad. En esa mañana improbable, durante unos breves minutos el sol y la luna compartieron el cielo como dos ojos aviesos, desgajados de un único rostro incompletable. Yo salí a caminar por la arena, solo. La tierra se abría lentamente, como si la noche hubiera sido un párpado gigante. Las colinas, los pastos dorados, el brillo hipnótico del sol. El atractivo de la tierra inhumana me parecía una exageración. En esa soledad caminé remisamente hasta el final de la playa. El silencio de la tierra deshabitada, tanta inhumanidad y sin embargo yo allí, solo y sin sentirme solo –tanta animalidad, tanta vida latente y oculta: el mar es toda la vida posible– hablando entre dientes. Pensé que si solo existiera yo nadie reconocería mis huellas en la arena: serían un rasgo más de la playa, y por extensión del universo mismo; no serían signo de nada; nadie habría para seguirlas hasta encontrarme y yo estaría condenado a caminar solo sin fin.

En la punta de la pequeña bahía había un farallón enorme, parecía una pared erigida para cortar el viento. Allí me detuve. Y el viento, antes ahijado, ahora se debatía conmigo como si quisiera llevarme consigo; si no hubiera nadie más –pensé– quizá no habría otra opción que dejarse llevar por alguna corriente. Abrí los brazos y grité sin palabras, crucificándome en el aire, agónico de alegría. Los pasos y mi voz seguían hablándole a nadie, y por lo tanto mi voz ya no era voz sino un ruido más de la tierra, como las olas o el aleteo de los gavilanes: mi voz se deshacía rompiéndose contra ese silencio humano. –Hablo para nadie –me dije–, ¿es esto aún hablar?

El cielo nítido e impenetrable, una muestra de melancolía; callé de pronto, aún con los brazos abiertos: fue difícil soportar simplemente estar vivo, las cosas me parecían signos vacíos que habría que llenar, el agua transparente entre los escollos, los diminutos caracoles y los erizos y los pequeños peces saltarines, los estallidos del agua en los roquedales y el murmullo de la espuma mientras se reconvertía en agua; quise ponerle nombres a todas las cosas, a lo que sentía con arrobo y asombro, pero sabía que era un propósito absurdo.

En los escollos, las babosas de mar eran el sentido de la vida.

Volví a nuestro campamento. Diana estaba en el mar. Entré consumiéndome en el vientre frío del agua, nadando hacia ella. La besé: tenía los labios helados.

–Te vi allá, en la punta, ¿eras vos, verdad? ¿Qué estabas haciendo?

¿Y cómo explicarle lo que hacía, cómo decir lo que sentía? Si ella pudiera comprenderme sin decírselo –pensé–, si pudiera compartir conmigo ese silencio.

–Sí, era voz –ella no captó el juego y me miró con extrañeza; seguí–, caminaba, me levanté tempranísimo, es que no tenía sueño.

Tal vez en ese momento la tierra era para ella solo una colección de objetos ajenos: una extensión de agua, una bola de fuego candente, el calor incipiente, un paisaje agradable, y yo. Pensé que algunas personas viven encierros desesperados, y en las playas abiertas y vacías están igualmente encerrados, cargan el mundo consigo. Diana siempre lo cargaba consigo.

–En el amanecer la luna aún se veía en el horizonte –le conté.

Ella asintió y sonrió. Y eso fue todo. Nadé queriendo que el agua fría me devolviera al mundo de todos, donde hay que comunicarse y hablar y hacer cosas y querer a la gente y ser normal y maduro y dejarse de sentimentalismos. Y no niego que ella tuviera razón: yo no sabía vivir como adulto. Miré de nuevo hacia el horizonte y volví a besarla, en la frente y en los ojos, en el cuello y en los hombros. Por debajo del agua le metí la mano dentro del bikini y a ella le sorprendió o le avergonzó mi impremeditada pasión. Ya había más gente en la playa, pero a mí siempre me ha gustado ser algo impertinente con los contextos. Elle me riñó y retiró mi mano.

–No se ve nada bajo el agua –le aseguré.

–¿Y eso qué importa? –lo real se me pareció entonces demasiado a la tristeza.


[10:01 a.m.]

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