29/7/09

12 de febrero del 2000

HAY MOMENTOS RAROS EN LOS QUE SENTIMOS LA CERTEZA DE QUE AL MENOS UNA PERSONA EN EL MUNDO NOS COMPRENDE. Es una certeza muda y repentina, casi siempre fugaz, pero alegre o inspiradora. Y entonces ni siquiera importa si bordeamos la muerte porque sentimos que, a pesar de todas las distancias, no hemos estado siempre solos, y que algún otro ser ha visto algunos paisajes con nuestros ojos y ha oído alguna melodía con nuestro propio ritmo y ha leído algunos textos con nuestro mismo silencio; es el extraño fenómeno de obtener el mismo sentido de una sola experiencia, y saber que es así con una mirada, un abrazo, o callando ante lo mismo, al mismo tiempo, aunque separados.

Pienso, por ejemplo, en esas noches cuando las nubes, muy altas en el cielo, lo cubren entrecortadamente, como una inmensísima carpa hecha jirones. Sé que existe alguien que al mirar ese cielo sabe que yo miro ese mismo cielo. Y por eso sé que de algún modo mis ojos no son solo míos ni los suyos solo suyos, sino nuestros. Las nubes, en ese cielo, son nuestra sábana desgarrada…

Aquella noche, y a pesar de nuestra inexperiencia, Paulina y yo intentamos todo tipo de querencias. Y casi lo logramos: abrimos blusas y cremalleras y llegamos a vernos los cuerpos blancos en la noche, su piel era blanquísima, leche bajo la luna, y nos dibujamos ansias compartidas y exploramos todos los resquicios y quisimos más pero sabíamos tan poco...

Luego, mientras ella dormía, me senté a ver los árboles en la noche deshabitada; o intentaba mirar el viento, ese mismo viento que había arrastrado las nubes hasta que cubrieran todo el cielo, pero dejándolas estiradas como alientos.

Ella dormía y yo retrasaba mi partida; éramos tan jóvenes, casi niños; aún quería ver la noche, el frío, respirar el frío, mirarla dormida, relajada, ajena a sí misma; no me importaba que mis padres —todavía vivía con mis padres— me riñeran por llegar al amanecer o casi, ellos creerían que borracho o echado a perder, pero yo simplemente padecía de ese raro amor adolescente que se parece tanto a un heroísmo incalculable, a una vorágine apetecida, a la ruina equiparada con una gloria intransigente y todo sin palabras o solo con palabras como estas, ojalá románticas, sin duda sensibleras, en todo caso inútiles y tan poco adultas o críticas…

La miraba dormir –los labios entreabiertos, la respiración pesada, el rostro entero transfigurado– e imaginaba cómo sería crecer con ella. ¡Y deseaba tanto crecer! No sabía, no podía saber, que mucho tiempo después solo querría no haber crecido y seguir allí, imberbe y libre y totalitario en el amor, callado a su lado mientras ella dormía como si yo no estuviera allí, serena y segura.

Ahora, cada vez que el cielo repite ese relieve improbable, dondequiera que esté sé que si ella está mirando la noche también allí me mira a mí, mirándola. O al menos quiero seguir creyéndolo, porque si no, ¿de qué habría valido todo ese dolor de crecer, tanta furia, tanta interrogación? La adolescencia no es una fiesta continua, también es desolación e incertidumbre, futilidades y sinrazones, un apocalipsis personal ante una infidelidad, por ejemplo, o una especie de locura recurrente que te deja en paz por ratos, como si el cerebro no calzara bien dentro del cráneo y se agitara para todos lados y el cráneo fuera una camisa de fuerza...

Después de la furia y de todos los arrebatos, es decir, después de la pasión, Paulina me dijo alguna vez que yo seguiría estando en la luna y en el mar y en algunos libros. Era su manera de decir que el amor entre nosotros ya no podía ser más que ternura. Terminamos, como dicen, vivimos ese trámite de las despedidas y los abrazos; pero desde ese momento yo nunca he podido huir de esos libros, ni de la particular idea del mar que creamos y alimentamos juntos, ni de aquel cielo andrajoso y perfecto.

Supongo que todas las parejas que se han querido de verdad –y esto sería entonces quererse de verdad– tienen sus propios cielos y mares y sus exclusivas ideas de la noche y del día y de la vida y de cuanta cosa haya en todos los universos posibles; pero muchas parejas lo olvidan al día siguiente de separarse o unos días después. Nosotros, en cambio, para no olvidarlo —porque lo único que nos prometimos fue jamás olvidar lo que compartimos— nos lo decimos cada cierto tiempo, aunque estemos cada uno al otro lado del mundo y aunque, objetivamente, hayamos crecido y nos hayamos transformado, porque uno se transforma continuamente y todavía más cuando, habiendo recuperado la sanidad tras un descalabro afectivo, encuentra el coraje necesario o la simple temeridad para emprender otra relación. Nosotros, pues, nos lo decimos en alguna carta muy breve, o de contrabando en una conversación rutinaria... O se lo digo sin decírselo en algún texto que para el resto del mundo es impersonal; o a veces después de muchos años decidimos decírnoslo otra vez con alguna mirada fija y minúscula que nadie más que nosotros sabría ver en nuestros ojos.

Es simple: seremos cómplices siempre, coautores secretos de una obra privada, incompleta, claro, para siempre en borrador, pero nuestra.

Es que el solo hecho de no querer olvidar, de aceptar cierta responsabilidad o deber al decidir que nunca se permitirá uno olvidar lo que sintió por otro, es una manera de seguirlo sintiendo, aunque diluido, pero igualmente real. Es una manera de afirmar que el otro es importante, que yo guardo su existencia en mí, que mi memoria rinde tributo a su vida, al hecho de que ese otro, y no otro, ha existido y ha sido importante para mí. En lugar de acabarse con la separación, el amor debiera transformarse en memoria y la memoria llevarse a cuestas como un fardo ligero: una muestra de que ha valido la pena vivir. Esto entraña aprender a seguir viviendo con fantasmas, sí, pero en este caso serán fantasmas queridos.

Y no sé, tal vez solo puedan quererse de este modo dos personas que hayan sabido separarse para seguirse queriendo. Porque la separación, cuando hay amenaza de catástrofe o destrucción, es a veces la única manera de guardar el amor. Si se consigue, la soledad nunca será absoluta y uno tendrá a su lado, aunque espectrales, tantas criaturas como haya amado. En cambio, imagino la verdadera soledad –la soledad solo habitada por olvidos tajantes– como la peor de las penas: jamás haber compartido esa noche con alguien, o jamás cruzar una puerta sabiendo que es la misma puerta que alguien, ausente, cruzaría. O haberlo hecho pero no recordarlo.

Hay quienes viven para siempre aislados, dentro de las multitudes, o afuera, en rincones invisibles. Pero algunos sabemos sin saber decirlo, que aun si fue por escasos momentos, pudimos compartir el mundo con alguien; o que el mundo es fundamentalmente eso que compartimos.

[12:04 p.m.]

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25/7/09

04 de abril de 1999

ÉRASE UNA VEZ UN OASIS DE PIEDRA ENCLAVADO EN MEDIO DE UN DESIERTO.

Desde el aire, las aves que han perdido el rumbo encuentran en ese punto ceniciento su único descanso; en medio del abismo de arena hirviente que las ahogaría, un apoyo gris para recuperar la fuerza que les permitirá seguir su vuelo y encontrar la ruta hacia su hogar. Ese oasis de piedra es un paréntesis.

Pero la piedra vive una paradoja: su dureza solo es aparente, y en ella hay más vida que en todo el desierto. Intuyéndolo, pero sin la paciencia ni los instintos necesarios para hacerlo, las aves siempre caen en la tentación de quedarse con la piedra para siempre; pero no pueden contrarrestar el ímpetu de sus alas y siempre se van.

A veces la piedra llora o suda para que las aves tengan algo para beber, y eso las pone en camino.

La piedra se desgasta lentamente. Se erosiona con su propia exudación y sabe que un día ya no quedará nada de ella y se convertirá en arena y se confundirá con ese desierto que la ha albergado sin pedirle más que permanencia. Y la permanencia es el compromiso más duro, aunque justo, para una piedra.

La piedra les da reposo a las aves y las escucha sin reprocharles ni exigirles nada. La ternura categórica de la piedra salva a las aves; en ella encuentran sosiego y en su pétreo silencio –la piedra nunca responde– dejan de oír el barullo de los mundos que las asfixian y luego vuelven al aire agradecidas.

Pero la piedra solo finge indiferencia; tal es su destino: vivir cubierta por una apariencia de piedra y solo ser una estancia de paso. La piedra suda, llora o exuda, y merma y agoniza mansamente, tanto que ni ella misma lo nota.

Es que las piedras no pueden volar –ella lo ha intuido a lo largo de milenios–, pero al menos pueden alentar el vuelo ajeno.

Y así la piedra también conoce la alegría, una alegría hecha a su medida de piedra: cuando ve el cielo llenarse de aves coloridas que lo adornan con sus gráciles y leves figuras y sus siluetas marcan el aire con giros que parecen letras y lo pueblan de historias invisibles que la piedra ha aprendido a leer...

Hoy, solo las aves pueden mitigar la tristeza del cielo y de las piedras; y quisieran incluso poder curar su dolor mineral; pero saben que sin ellas su vuelo sería imposible o suicida: no tendrían dónde descansar en sus larguísimos y agitados vuelos y se hundirían para siempre en las arenas hirvientes de los desiertos.

O quizá la piedra fue un ave que olvidó cómo volar, o que olvidó haberlo sido. Porque también hay quien cree que algunas aves, las más hermosas y sabias, tan raras que solo hay una o dos por generación, fueron piedras que supieron crecer alas pero olvidaron cómo o no lo saben enseñar.

[11:58 a.m.]

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22/7/09

y las hormigas heredarán la tierra

[página suelta, sin fecha]

EJERCITARSE EN EL DOLOR... gimnasia masoquista, esta pasión infantil por el sufrimiento supuestamente inmerecido: ¿no es este aprendizaje el que no ha querido hacer la humanidad?

El ser humano todavía es un niño.

Seguimos anhelando que nos adoptase algún dios huérfano…

¿Madurez? Digamos, para no ser tan groseros, que no somos niños sino jóvenes... ¿O sería conceder demasiado?

En todo caso, jóvenes egoístas, necios, aventureros y temerarios a veces, generalmente impulsivos y regularmente esclavos de las razones equivocadas: conquistar, dominar, destruir. Nuestro máximo objetivo pareciera ser demostrar que entre las especies somos el macho superalfa. Construimos rascacielos kilométricos y salimos al espacio pero nos olvidamos de dejar de ser simples depredadores (a eso se debe, supongo, que en las películas y los libros siempre imaginemos a los alienígenas como depredadores: solo es nuestra proyección de un alfa más superalfa que nosotros mismos...)

Madurar entrañaría ya no necesitar matar ni guerrear sino cuidar y aprender unos de otros y gozar y gozarnos.

La historia está al borde de terminar y no sabemos si somos capaces de empezar otra, o de dejar que empiece otra con nosotros superados, lo cual tampoco sería una gran pérdida, pues la humanidad, como un todo, no ha existido nunca y en su lugar solo han existido razas, etnias, naciones, países, identidades metafísicas de todo tipo o supuestas identidades (como si algo pudiera escapar de la flecha del tiempo); pero no ha existido nunca “la humanidad”.

La idea de una humanidad sigue en su etapa infantil: ¿de qué otra cosa son muestra la insistencia en la violencia y las intolerancias, los pleitos inútiles entre unos y otros, vecinos, que si yo soy de aquí y vos de allá, o la obsesión con las jerarquías o la morbosa urgencia que parecen sentir algunos por empobrecer y explotar a otros para sentirse ellos grandes y todopoderosos?

Somos un animal que solo ayer se hizo consciente de sí.

Y si la humanidad no cuaja, las hormigas heredarán la Tierra.

Y estaría bien.

[11:48 p.m.]

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17/7/09

2 de noviembre de 1999

AMANECE.

El sol se yergue como un glande. Es colosal y competente y dorado.

Un amigo me dice muy líricamente que fue una eyaculación del sol sobre el mar lo que engendró la luna y la noche y todas las estrellas. Yo replico que bien puede ser al revés, que tal vez la noche era un gran vientre oscuro, la matriz sin origen de donde nacía todo, incluido el mismísimo rey sol.

¿No es más probable que de la oscuridad provenga la luz, que de la luz la oscuridad?

Por supuesto –matizo– la noche y el día no están en realidad separados y el universo es una infinitud andrógina. O quizá ni siquiera andrógina porque no tendría razón para restringir sus opciones a dos... Nuestra manía de hacer dicotomías donde no las hay... Hace falta un planeta para que haya día y noche, algo que gire, y una estrella...

¿Y si viviéramos en un viaje perpetuo por las extensiones inexploradas del universo?

Quizá en otras regiones del universo hay algo más que noche y día, un entredós o tres o cuatro o un sinnúmero de momentos distintos sin repetición, han de haber tantas cosas inimaginables...

Nosotros, específicamente, nos hemos acostumbrado a pensar hacia el fin, como si estuviera escrito que todo tenga que acabar definitivamente... ¿Y si lo verdaderamente real es el eterno retorno de lo diferente? Repeticiones, sí, pero cada una divergente... Es igualmente posible que todo pueda recomenzar una y otra vez y que el tiempo y la vida sean ruedas sin comienzo ni final, o que el comienzo y el final sean nada más otros dos términos terminantes, como la guerra y la paz, como la creación y la destrucción, dos abstracciones humanas, como lo humano y lo no humano, o el hombre y la mujer.

¿Cuántas ilusiones o consuelos necesitamos para sobrevivir?

Anochece.

El sol cae sobre el mar, eyaculado y deshecho. Lo imagino harto de alumbrar en su centrípeta soledad.

[11:46 a.m.]

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14/7/09

24 de noviembre de 1999

HACE UN PAR DE DÍAS ASISTÍ A UN RECITAL DE POESÍA MUY CONCURRIDO. Mi mayor asombro fue descubrir que, juzgando por las apariencias, todas las personas presentes eran poetas. Tanto los que leían como los del público, casi por igual, parecían vestir según esa rara moda de qué-me-importa-a-mí-la-moda. Calculé que para conseguir ese look desinteresado la mayoría de ellos debía haber pasado horas frente al espejo contrastando camisetas y pantalones, ponderando el largo del cabello y si habría que llevarlo o no con una cola, si hacía falta o no un arete y cuál iba mejor con la apariencia desvencijada y jipi de la camisa, la barba apenas recortada, los jeans rasgados... Estos tipos –pensé– hacen lo imposible por aparentar que no les interesa aparentar nada. Son hábiles. Y pensé que también yo podría hacerlo si tan solo tuviera algo más de tiempo. A algunos ya los he visto antes en la Universidad. Uno de ellos manifestó en una clase lo repugnante que le parecía que los “chicos bien” juzgaran a las personas por la ropa que visten y por sus peinados y esas cosas “superfluas”. Por eso me sorprendió que este mismo tipo, en el recital, parecía estar haciendo un inventario mental: a quien iba entrando lo repasaba de arriba abajo, un poco desinteresadamente, es cierto, o con un calculado disimulo, como si solo estuviera viendo a la puerta porque esperaba a alguien, alguien que nunca llegó, dicho sea de paso... Me pregunté si así debía ser una mirada inquisitiva y poética, curiosa y perceptiva. Yo es que soy neófito y por eso me lo pregunto todo y trato de observarlo todo y aprender, soy inexperto, aprendiz o pipiolo y a eso ataño tanta adjetivación que se me hace necesaria cuando, seguramente, no lo es, y tanta sinonimia o redundancia tan superflua como también eran, sin duda, la camisita de botones y mi saco de lana grisácea en aquella noche de la cual ya no quisiera acordarme, es que mi fracaso por parecerme a ellos y ser como ellos me hace sentir aparte, diferente, vendido y aburguesado y empecé a entender que tal vez por eso siempre me ignoraban en los pasillos, en la cafetería y en los recitales... Es necesario, supongo, que solo puedan aceptar en su grupo de poesía a quienes ostentosamente lo parezcan. ¿En qué quedaría su identidad si no lo hicieran así? Un Lorca redivivo que vistiera saco y corbata sería al unísono y entre sornas condenado al ostracismo, no lo dejarían hablar o, de dejarlo, no le prestarían demasiada atención: ¿para qué si su atuendo y sus gestos sin duda revelan que no sabe lo que dice o que sencillamente es un retrógrado literario? Me pregunto si solo será cuestión de saber adónde buscar y encontrar el libreto y aprenderse sus lineamientos, o sus líneas, o su vocabulario, sus estilos, los reglamentos o lo que sea para poder siquiera tener chance de empezar el escabroso proceso iniciático.

Pero hay que entenderlos, y yo los entiendo, claro, pobres, o sueño con entenderlos, entenderlos tan bien que me dejen estar con ellos, ellos que solo viven para la poesía y son muy malentendidos y saben mejor que nosotros llevar la culpa cuando, por ejemplo, se descubren añorando algo que solo los otros debieran anhelar, qué sé yo, un auto del año quizá, o una casa anchurosa y propia con altos ventanales mirando hacia el atardecer. Sin embargo, he escuchado decir a los más ilustrados y lúcidos y modernos entre ellos que, a fin de cuentas, estamos en la posmodernidad y que por eso no hay nada de malo en que también los poetas puedan ser un poco yuppies si les viene a bien, siempre y cuando se disfracen, para ciertos rituales tácitos, de intelectuales parisinos del 68 o de andies warholes teñidos de negro o en su defecto del vilipendiado Che, que ya todo da igual o debiera darlo. Y ahí es cuando a mí, novato y, según creo, no tan despabilado aún, se me empiezan a enredar todavía más las cosas: ¿cómo es que si todo da lo mismo ellos, no obstante, deben cumplir ciertos criterios de estilo a los que solo parecen tener acceso los iniciados? ¿Y cómo entender qué diablos está permitido y qué no si parecen tomarse hoy libertades que mañana condenan y que, en todo caso, siempre pueden defender precisamente porque a su juicio todo vale igual o da lo mismo o es simplemente okey porque el arte es subjetivo? Parece que el criterio fundamental es el ser parte de su grupo, ¿pero cómo se llega a ser parte de él?

Me esforcé por no seguir pensando en estos asuntos marginales, o los planteé como tales precisamente para no seguir distrayéndome con ellos y poder escuchar sus intervenciones.

“Es que yo lo siento así” —dijeron, varias veces, entre verso y verso cuando teorizaban sobre el arte mismo de la poesía—, o “la poesía que importa es la que es buena para uno, la que a uno mismo le llega”... Y parecían conocer bien esas complejísimas teorías que afirman que ya prácticamente todo está dicho y que no es posible ser original y que nada hay de malo en repetir y reciclar y reusar las creaciones del pasado, que además no queda otra opción y que el plagio, gracias a sibilinos recovecos especulativos, también puede ser heroico o triunfal porque el plagiador es único y lo que importa, de nuevo, es la experiencia subjetiva, que, además, como el autor está muerto o moribundo o en proceso de resucitación –en esto no parecían estar de acuerdo– no es más que una manera en que el lenguaje por sí mismo habla por uno, que de todos modos uno sí es único aunque no es nada más que palabras que no le pertenecen...

Luego traté –infructuosamente– de no pensar más en esas enrevesadas teorías que de todas maneras soy incapaz de comprender y pensé, más bien, en lo triste que es para estos poetas no poder dedicarse enteramente a escribir. Porque se quejaban ellos del “síntoma” de “nuestros países”, no dar mucho espacio a la poesía, al arte, para que los artistas puedan crear con tranquilidad, el poco apoyo del Estado, el escaso público lector, la práctica imposibilidad de ganarse la vida como “trovadores de la posmodernidad”, algo así dijo uno, no exactamente así pero algo similar, yo de bruto no llevé libreta de apuntes y luego lo olvidé, era una expresión bonita... Y otro dio a entender que preparaba en silencio y secreto una magna obra futura y que algún día saldrá a la luz a pesar de tantas dificultades que enfrenta la poesía en “nuestros países”... Y bueno, no recuerdo mucho más. Dichosamente repartieron un folletín con un extracto de los poemas leídos durante la noche; copiaré algunos que me llamaron muchísimo la atención, no sin cierta vergüenza, debo decir, pues yo en mis ingenuos y primerizos intentos nunca he dado con algo tan desconcertante e íntimo y pulcro a la vez: “tu semen huele a mañana de invierno / y mis tetas, rociadas por él, se deshembran en idilios púrpuras y galácticos”; u otros versos místicos: “los raudos galopes del tigre exuberante / marcan el sonido de esferas huidizas / y recorren mi vientre y mi éxtasis es blanco y me ciega”; o algunos más bien vegetarianos y edénicos: “tu aliento humedecido / uvas y estrellas meciéndose bajo la luna / una promesa de eternidades compartidas”...


Seguramente los juzgaba —¿pero quiénes eran específicamente?, ahora no recuerdo ese recital, ¿o lo habré imaginado o creado por pura rabia?— tan mordazmente porque también yo quería ser poeta y ni siquiera me atrevía a leer por allí, públicamente, algún verso —¡y gracias al cielo no lo hice!— Nada, claro, tenía yo que me hiciera mejor que ellos, aunque ciertamente lo pensaba, me sentía superior en mi silencio literario, creía que yo era más escritor aunque tampoco escribía como debe escribir un escritor: con disciplina, a diario; no, mierda, también yo, torpemente, solo soñaba con ser escritor y entonces escribía cuadernos interminables de páginas y páginas de ilusiones y quejas y sueños infantilizados… Como estos cuadernos, precisamente, que bastaría leer de cabo a rabo para encontrar por doquier los indicios y gesticulaciones que también a mí me pondrían al descubierto... ¿Pero no es justo eso lo que hago aquí, hoy? ¿Para qué, tras tanto tiempo de olvido, he vuelto esta mañana de invierno a recorrer e incluso transcribir electrónicamente algunas páginas de aquellos cuadernos vergonzosos o traicioneros y tan desolados como planetas? No lo sé y no importa, simplemente encuentro cierta morbosidad en volver a verme o imaginarme, entre nostálgico y avergonzado, tal como fui antes... Pues que sea un ejercicio de lucidez: descubrir dónde estaba allí lo cursi y lo kitsch y dónde no estaba, que también en algunos momentos creo que logré evitarlo… Inventariar lo despreciable y desechable para no repetirlo jamás… ¿O es que estoy releyendo estas páginas por una mera nostalgia —inútil, como todas las nostalgias– de aquellos sueños infantilizados, una nostalgia de una época en que todo era trágico porque yo necesitaba que lo fuera, y solo porque esa era la única excusa perfecta para no madurar, es decir, para no trabajar seriamente en mi sueño y poder así culpar al mundo o la historia de mi muy probable fracaso?

[11:43 a.m.]

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