Yo no hablo ni de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.
—J. L. Borges
SU NOMBRE ES DIANA, pero está muy lejos de ser una diosa; o quizá no tanto, porque basta que mire con entusiasmo para que uno quede prendado... Camina erguida y cimbreña y su cuerpo es un voluptuoso retoño de cremas y gimnasios y mimos, es un demonio atlético y su cuerpo embriaga, es llama, cuerpo ígneo, y despide olas de calor que embelesan y se expresa siempre con guiños de tigresa alada, zarpazos, ofusca, absorbe, y a la vez carga consigo la sonrisa de un angelillo advenedizo, inhibido, de una timidez perversa, o quizá de una inocencia falsa, impuesta... Su paso mismo corteja provocando una cadencia sicalíptica de calofríos en el vientre. Y son esas ambigüedades —parece inocente y perversa, seductora y distante— las que penetran en el corazón como dardos imantados, soporíferos, certeros. Yo caí. Su regazo y su pecho —desnudeces globulares enajenantes— conocieron mis más barrocos ardores y toda la entrega, el frenesí, según los entendidos, o la locura, llanamente, la locura de no querer otra cosa más en el mundo entero que ese regazo y ese pecho, una y otra vez ese pecho… Aunque luego lloré, también, lloré mucho, como un niño. Caí lapidariamente.
La primera vez que cruzamos miradas me sentí empujado por un vendaval. Fue en una disco estridente y oscura y maloliente, entre amigos y amigos de amigos. En esos días yo salía con una mujer que me besaba siempre con desesperación y exhibicionismo; pero esa noche, en las pausas de sus besos gelatinosos yo no podía dejar de mirarla a ella, a Diana, que estaba allí al otro lado de la mesa, sola, y la miraba inexplicable y lógicamente como a una condición necesaria y suficiente; y si me dilapidaba en los besos con la otra mujer era solo porque sabía que Diana me miraba, y de un modo retorcidamente apasionado solo deseaba que ella se excitara con mis besos y que deseara ser ella el sujeto de mi desesperación. Y poco después en esa misma noche la miré sin desesperación y luego nos miramos sabiendo ya que aquellos besos intrusos solo eran parte de la seducción y que ella lo era todo o iba a serlo todo y lo sabía. La otra mujer, ajena a lo que se gestaba entre sus besos y en parte gracias a ellos, siguió besándome sin pausa toda la noche y D. solo sonreía mientras me miraba gozando de la infalibilidad de sus técnicas de caza... Obviamente, en aquel momento yo no intuía el poder avasallador que anunciaban sus ojos no sabía si inocentes o bárbaros, casi diría infantiles y feroces, como apetecibles bocas entreabiertas... Los velos de Maya aparecen de las maneras más inesperadas. Hoy sé que es un monstruo de varias cabezas; pero en aquel momento perfecto —carnal y turbio a la vez—, ¿cómo no ceder ante su riesgosa sensualidad? ¿Cómo anticipar su sadismo, la crueldad verdadera tras ese rostro pulcro y alegre, lleno de vitalidad, aunque una vitalidad herida, sangrante, vengativa, como la de un niño maltratado que aún alcanzara a disfrutar sus juegos de niño ocultando su odio tras la candorosa silueta de su rostro impúber?
Un buen amigo mío estaba interesado en ella. Fue él quien la invitó esa noche a la discoteca, la había conocido en su Facultad o algo así. Por esta razón yo conseguí ponerla a un lado como haría con un libro que deseara mucho leer pero para el cual no tuviera aún tiempo. Seguí viéndola de vez en cuando, mi amigo la llevaba a todas partes sin que ella, al parecer, correspondiera a sus intereses. Mi amigo fracasó en su intento de conquistarla y yo fracasé —desde el principio no había otra posibilidad— en la relación que ya traía con la mujer de los besos huracanados. Luego pasé un par de meses sin del todo ver a Diana. Pero pronto me descubrí asistiendo a fiestas donde sabía que ella estaría. Yo trataba de no pensar en ella pero, como posesos, mis pies insistían en acercarnos... ¡Qué fácil hubiera sido darse cuenta! Pero mis vísceras seguramente estaban contaminadas por aquella mirada inicial de ángel erotizado, y un día como otro cualquiera, ella me devolvió, con un simple golpe de reojo, a la noche aquella en que sus ojos se habían comido los besos que yo le daba a otra, y cobró su anticipo y reclamó su derecho adquirido y yo caí lapidariamente en su regazo y su pecho, como un niño desvalido.
Hoy, después de exactamente trescientos cincuenta y nueve días de edén y ciento setenta y dos de exilio del edén, no dejo de pensar en ella, en su profunda ambigüedad de niña frágil necesitada de afecto, y monstruo implacable. ¿Podré alguna vez decir que ya he padecido suficientemente por ella?
Los textos de estos cuadernos —aunque en buena parte estimulados por ella— no serán en realidad una venganza —ningún texto puede serlo—, solo mi mediocre intento de olvidarla. Después de todo esto —si es que algún día llega a haber un después— ella solo merecerá ser alguno de mis silencios, o quizá ni siquiera eso.
Llegó, en efecto, a ser uno de mis silencios (no sé qué sería ser “ni siquiera” un silencio.)
[8:28 a.m.]
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14/1/08
25 de febrero de 1999
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