26/1/08

Aforismos afectivos/temáticos para la "novela" o algo así

[página suelta, sin fecha]

I.
Necesitamos un agobio en los otros para sentirnos sanos, limpios, transparentes; necesitamos su caos y su pesar para sentirnos en orden y felices; necesitamos su maldad para sentirnos buenos. En cada uno de nosotros hay un sádico y un torturador: determinamos el grado de nuestra dicha haciendo comparaciones con las desventuras ajenas. La civilización es el gigantesco escenario fabricado para tratar de disimular este presupuesto básico; es la pantalla que cubre nuestra fundamental indecencia.

II.
El peligro de padecer un severo desequilibrio de las facultades vitales no es morir, sino convertirse en metafísico. Y entonces la tentación inevitable es querer decir esto es verdad. Lo más que podemos hacer para defendernos es diferir hasta donde podamos ese instante infiel y literalmente diabólico.

III.
Hay quienes parecen vivir únicamente para llevar la estadística de las vidas ajenas, empezando, claro está, por las desgracias. En ellos a veces el desvarío se hace universal y quieren entonces hacer el cálculo, también, de las miserias y verdades del cosmos, como si nuestra incapacidad de vivir en él quisiera decir que al menos podemos pensarlo.

IV.
Solo es valiosa la soledad elegida: salirse de sí para no poder siquiera sufrir, ni hacer sufrir. Lo demás es un desierto en el que nos sofocamos con nuestro propio aliento. La soledad no es estar en un desierto, sino ser el desierto mismo.

V.
Alguien debe registrar lo excedente —lo superfluo pero esencial—: el reverso de la literatura. Para que anverso y reverso se destruyan uno a otro y den luz —o, más exactamente, claroscuro— a otra cosa que uno u otro. Hay que soñar siempre la posibilidad de otra cosa que. Es eso simplemente: un sueño que es posible soñar. El hecho ya no podría soñarse, nada más sería.

VI.
La gente vive sin asumir el riesgo de caer, vive en el engaño de creerse protegida: por un dios, por la policía, por el gobierno, por cualquier ideología. Y el colmo del nihilismo: las personas se creen protegidas cuando creen tener una identidad. Solo unos pocos viven sabiendo que la vida es una caída libre hasta chocar con la muerte. Y esa lucidez los hace desgraciados simplemente porque para ellos ya no es tan fácil enmascararse para enfrentar las calles y los salones y pretender que todo tiene algún sentido definitivo. Saben que todo al fin y desde el fin, es engaño y distracción, quizá incluso hasta el engaño máximo de creerse desengañados.

VII.
En la novela —o algo así— la pregunta habrá de ser: ¿después de milenios de egolatría, es posible la ternura? Y, de serlo, ¿haría eso que el mundo cambiara de época?

VIII.
La única posibilidad con probabilidad de éxito es dejar de ser “yo”. Solo así podrá ceder el ensañamiento en esta historia de dolor.

IX.
Aun cuando estamos solos sabemos que no lo estamos porque nos hace falta otro.

X.
Alguna mañana decidiremos que ya no queremos levantarnos jamás y así nos encontrará la noche, tendidos, ausentes, arrugados como esas flores secas que al tocarlas se hacen polvo… A veces es mejor entregarse a la enfermedad, dejarse devorar por sus bacilos. Casi siempre es mejor estar enfermo que muerto. Siempre hay alguna posibilidad de recuperar la salud, y si no, pues también se muere uno atropellado por un beodo o desplomándose de espaldas en la ducha.

XI.
La alegría es una extraña manera de saber que vamos a morir.

XII.
La insistencia en unificar el estilo huele demasiado a formol. Es tributaria de la obstinación metafísica con la identidad. Ser coherentes a toda costa, cerrar la obra de manera unitaria. ¿Por qué obligar a mis múltiples inclinaciones y momentos a ser una única voz? ¿Por qué forzarlo todo para que haya un solo principio y un solo final, creyendo, además, y prejuiciadamente, que las palabras con que nos narramos la vida pueden dibujar círculos —sean reales o imaginarios, en ensayos o en ficciones— platónicamente redondos? Debo intentar, pues, entrar por aquí y salir por allá y a veces quedarme quieto, y aún otras atravesar de lado a lado el texto como un gusano, haciendo, precisamente, agujeros de gusano intergaláctico: como esos bichitos ínfimos que viven en los libros guardados comiéndose y mutilando las historias escritas en el papel.

Esto resultó ser, al final, lo único sensato y pragmático: transformar el estilo y la vida día a día, con pausa, con respiro, página a página, sin huir, saboreándolo todo enciclopédicamente, párrafo a párrafo, palabra a palabra, con amor, con dolores y con muerte…Claro, a sabiendas de que la enciclopedia sería inacabable y solo una pobre excusa para ensayar a diario nuevos caminos posibles…

XIII.
Repetirme hasta el vómito para poder finalmente librarme de “mí”: ¿no habría de ser esta la tarea de cada uno en el nuevo siglo?

XIV.
Creo que la posibilidad del futuro yace en aprender a vivir difusamente —individual y colectivamente—, es decir, siempre y solo entre extremos: a sabiendas de que los extremos son por definición imposibles en la realidad. (Es decir, de los extremos sólo puede haber una idea.) Ni sí ni no: siempre un entremedio, una negociación. “Yo”, evidentemente, es un extremo como cualquier otro.

XV.
Hacer del lenguaje algo tan leve que se desvaneciera con el aliento del lector, que el lenguaje saltara de las páginas como si las palabras fueran plumas que pudieran flotar en el aire, que no hubiera que complicarse tanto con las tramas ni depender de formas fijas, que no hubiera escollos para que aprendiéramos a estar juntos, que los ojos fluyeran por las páginas como si, enmudecidos, recorrieran paisajes y afectos compartidos: la vida cotidiana en su más abrumadora simpleza, y desnuda, como si fuéramos capaces de verla.


[8:44 a.m.]

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21/1/08

05 de marzo de 1999

LA BELLEZA SOLO SE ANUNCIA Y SE DIFIERE, es una promesa, como la muerte, pero la muerte es segura —

— hoy se extiende una veleidad devastadora — la pretensión de que haya solo un mundo — sin haber nacido del todo, allí agoniza la ternura — y la escritura solo escribe estertores — libros repetidos, sin singularidad, sin realidad — queda, supongo, la muerte: el silencio equivocado —

y las tardes de crepúsculos cenicientos — la armonía de la página impresa es un efecto cosmético — los verdaderos rostros son incognoscibles o no existen — ¿para qué maquillar la pulcritud vacía del papel y luego actuar, ya pintarrajeados, en estos escenarios sin fondo? —

¿puede todo esto ser algo más que un eterno rompecabezas? — ¿cuánto se puede decir tras la apariencia de no decir nada o al revés? — ¿cuántas páginas se pueden llenar con una vaciedad que, a la vez, sea inaguantable y llamativa, tal vez, incluso, necesaria?

Ella desfilaba entre luces que acaso solo ella veía. Siempre le sonreía a todo el mundo, quería ser vista, vista bella, que su belleza fuera popularmente evidente, como un chiste de doble sentido, como lugares que fueran manifiestamente comunes en cualquier parte del globo, tal vez tan ubicua y anecdótica como una Coca Cola Classic. Sonreía como esas vallas publicitarias de mujeres en ropa interior que, en media autopista, aun mirándolas de pasada a 100 km/h calan lúbricamente dentro del cerebro con sus pechos y piernas y nalgas de quince metros de altura...

La belleza se ofrece como promesa de una evidencia que no llega nunca. Pero ¿no es ese el error, no poder sostener el velo hasta el final —es decir, sin final del velo— y querer tenerlo todo claro, allí, aquí, dispuesto, montado como una tarima?

La felicidad sería ser capaces de conformarnos con la promesa — el silencio siempre equivocado…

Ella no se callaba nunca, tal vez, de hacerlo, se hubiera ahogado en su silencio.

Acaso a todos solo podría salvarnos caer en un abismo, rendirnos al vértigo: este miedo soy yo y no me conozco.

Llega uno a ver la belleza desfigurada, dando alaridos, desmadejada, dentellando.

¿Hoy sería irracional o temerario no sentir pánico del futuro?

Leo en Edmond Jabès: todas nuestras palabras solo son el torpe intento de decir el silencio de Dios. Claro, no sabemos si Dios existe, creemos que existe precisamente por ese silencio, este intento implacable, histórico, lírico, prometeico...

¿A Diana la muerte le quedaba grande? ¿Y cómo escribir sobre esto?

Dichosa: ella flotaba en lugar de caminar.

[8:35 a.m.]

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14/1/08

25 de febrero de 1999

Yo no hablo ni de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.
—J. L. Borges


SU NOMBRE ES DIANA, pero está muy lejos de ser una diosa; o quizá no tanto, porque basta que mire con entusiasmo para que uno quede prendado... Camina erguida y cimbreña y su cuerpo es un voluptuoso retoño de cremas y gimnasios y mimos, es un demonio atlético y su cuerpo embriaga, es llama, cuerpo ígneo, y despide olas de calor que embelesan y se expresa siempre con guiños de tigresa alada, zarpazos, ofusca, absorbe, y a la vez carga consigo la sonrisa de un angelillo advenedizo, inhibido, de una timidez perversa, o quizá de una inocencia falsa, impuesta... Su paso mismo corteja provocando una cadencia sicalíptica de calofríos en el vientre. Y son esas ambigüedades —parece inocente y perversa, seductora y distante— las que penetran en el corazón como dardos imantados, soporíferos, certeros. Yo caí. Su regazo y su pecho —desnudeces globulares enajenantes— conocieron mis más barrocos ardores y toda la entrega, el frenesí, según los entendidos, o la locura, llanamente, la locura de no querer otra cosa más en el mundo entero que ese regazo y ese pecho, una y otra vez ese pecho… Aunque luego lloré, también, lloré mucho, como un niño. Caí lapidariamente.

La primera vez que cruzamos miradas me sentí empujado por un vendaval. Fue en una disco estridente y oscura y maloliente, entre amigos y amigos de amigos. En esos días yo salía con una mujer que me besaba siempre con desesperación y exhibicionismo; pero esa noche, en las pausas de sus besos gelatinosos yo no podía dejar de mirarla a ella, a Diana, que estaba allí al otro lado de la mesa, sola, y la miraba inexplicable y lógicamente como a una condición necesaria y suficiente; y si me dilapidaba en los besos con la otra mujer era solo porque sabía que Diana me miraba, y de un modo retorcidamente apasionado solo deseaba que ella se excitara con mis besos y que deseara ser ella el sujeto de mi desesperación. Y poco después en esa misma noche la miré sin desesperación y luego nos miramos sabiendo ya que aquellos besos intrusos solo eran parte de la seducción y que ella lo era todo o iba a serlo todo y lo sabía. La otra mujer, ajena a lo que se gestaba entre sus besos y en parte gracias a ellos, siguió besándome sin pausa toda la noche y D. solo sonreía mientras me miraba gozando de la infalibilidad de sus técnicas de caza... Obviamente, en aquel momento yo no intuía el poder avasallador que anunciaban sus ojos no sabía si inocentes o bárbaros, casi diría infantiles y feroces, como apetecibles bocas entreabiertas... Los velos de Maya aparecen de las maneras más inesperadas. Hoy sé que es un monstruo de varias cabezas; pero en aquel momento perfecto —carnal y turbio a la vez—, ¿cómo no ceder ante su riesgosa sensualidad? ¿Cómo anticipar su sadismo, la crueldad verdadera tras ese rostro pulcro y alegre, lleno de vitalidad, aunque una vitalidad herida, sangrante, vengativa, como la de un niño maltratado que aún alcanzara a disfrutar sus juegos de niño ocultando su odio tras la candorosa silueta de su rostro impúber?

Un buen amigo mío estaba interesado en ella. Fue él quien la invitó esa noche a la discoteca, la había conocido en su Facultad o algo así. Por esta razón yo conseguí ponerla a un lado como haría con un libro que deseara mucho leer pero para el cual no tuviera aún tiempo. Seguí viéndola de vez en cuando, mi amigo la llevaba a todas partes sin que ella, al parecer, correspondiera a sus intereses. Mi amigo fracasó en su intento de conquistarla y yo fracasé —desde el principio no había otra posibilidad— en la relación que ya traía con la mujer de los besos huracanados. Luego pasé un par de meses sin del todo ver a Diana. Pero pronto me descubrí asistiendo a fiestas donde sabía que ella estaría. Yo trataba de no pensar en ella pero, como posesos, mis pies insistían en acercarnos... ¡Qué fácil hubiera sido darse cuenta! Pero mis vísceras seguramente estaban contaminadas por aquella mirada inicial de ángel erotizado, y un día como otro cualquiera, ella me devolvió, con un simple golpe de reojo, a la noche aquella en que sus ojos se habían comido los besos que yo le daba a otra, y cobró su anticipo y reclamó su derecho adquirido y yo caí lapidariamente en su regazo y su pecho, como un niño desvalido.

Hoy, después de exactamente trescientos cincuenta y nueve días de edén y ciento setenta y dos de exilio del edén, no dejo de pensar en ella, en su profunda ambigüedad de niña frágil necesitada de afecto, y monstruo implacable. ¿Podré alguna vez decir que ya he padecido suficientemente por ella?

Los textos de estos cuadernos —aunque en buena parte estimulados por ella— no serán en realidad una venganza —ningún texto puede serlo—, solo mi mediocre intento de olvidarla. Después de todo esto —si es que algún día llega a haber un después— ella solo merecerá ser alguno de mis silencios, o quizá ni siquiera eso.


Llegó, en efecto, a ser uno de mis silencios (no sé qué sería ser “ni siquiera” un silencio.)


[8:28 a.m.]

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6/1/08

23 de febrero de 1999

MIRO OTRA FOTOGRAFÍA DE DIANA EN LA PLAYA, dándole la espalda al mar, omnipresente tras unos almendros que filtran la incandescencia del sol. En la arena las sombras bailan en claroscuro. Su rostro, sin embargo, resplandece. En esa luz su rostro es un sueño y es mi condena. La playa fue ilusión edénica: solo era el desierto que me invadiría, total, ambiguo, con la ambigüedad de una tristeza a veces culpable…

Y todavía pegada en esta página del cuaderno hay también una fotografía de Diana cuando era niña. ¡Había olvidado del todo esta imagen! Una niña con el cabello ondulado hasta los hombros, desordenado y trigueño; los pómulos salientes y las cejas arqueadas por una risa alborozada; y rodeando una dentadura helgada, los labios, ya, gruesos y hermosos. Tendría unos tres o cuatro años. Su mirada es cálida, pero su boca dibuja una sonrisa letal. No es cierto que la inocencia esté en los niños. Quizá los adultos la vemos allí por saberla en nosotros ya imposible, y por desearla y necesitarla. La inocencia siempre se inunda de demonios, los atrae y los incorpora como un agujero negro la luz.

Al verla así, hoy, bajo ese sol imponente, solo puedo pensar que su crueldad demuestra inequívocamente que el mundo es una contradicción o una aporía, y que esa, precisamente, es la condición de su existencia.

[8:20 a.m.]

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2/1/08

22 de febrero de 1999

En no ser amado solo hay mala suerte: en no amar hay desgracia. Hoy todos morimos de esa desgracia.
--Albert Camus


LA ÚNICA CRUELDAD ES HACER SUFRIR A QUIEN NOS AMA, lo demás es barbarie o salvajismo. Yo enfrento la noche como a una selva: cierro los ojos y la oscuridad se vuelve laberinto; en cualquier recodo aparecen rostros que creía olvidados, momentos que ya habían aplacado su furia; de vez en cuando, algunos ojos amados que se habían cerrado sin escándalo ni rabia… Pero también encuentro a Diana con sus ninfas, transformándome de nuevo en ciervo: presa para mis propios perros... Sus ojos inocentes ocultan la mirada cruel de quien no teme hacer sufrir; pero en mis sueños ya no me engaña: sé que tras sus encajes hay un ave de presa, una máquina asechadora.

Su sueño, en cambio, lo imagino plácido, agraciado por esa virtud inhumana de no conocer ni la culpa ni la añoranza, de no necesitar ternura más que como ofrenda recibida... ¿Pero no es la ternura algo que se da?

Cuánto resentimiento arrastraba. ¿Y no es siempre un error escribir tan cerca de un dolor, para curarlo o vengarlo? En la vida de cualquiera, con el resentimiento por un amor traicionado pasa como en la historia de la humanidad: no se puede reparar ni transformar la historia si antes no se ha superado o transformado el resentimiento.

Quisiera olvidarla como se olvidan esos monstruos que nos visitan en las noches infantiles. No quiero dar ni recibir crueldad. Creo haberla tratado con dulzura y nunca haberle hecho daño. Pero ella me desprecia. Aún así, quisiera justificarla: ¿es el infierno que la inunda todavía mayor que el que a mí me provoca su odio? ¿Acaso por alguna causa indescifrable decidió hacerme a mí culpable de su vacío y sus infortunios?

Por otra parte, cuando se olvida a alguien, ¿no se le hace daño con ese olvido? ¿Olvidar a una persona no equivale a despreciarla? ¿No es convertirla en nada, en una chispa de viento o en menos que una chispa de viento? Quisiera, pues, olvidarla sin esa crueldad que arrastra, impersonalmente, el olvido...

Sé muy bien que no soy un ángel, nadie lo es; pero fui su amigo y su amante y compartimos livianas alegrías. Su crueldad se me hace inexplicable...

Quizá algunas personas no merezcan ser amadas; quizá algunas no pueden amar y se vengan de su horrible destino haciendo sufrir a quienes las aman. Quizá solo sea eso.

Algún día mi dolor solo será un conjunto de imágenes pasajeras que veré al cerrar los ojos...

Sin dar es imposible sentir a otro. Tal vez su soledad sea más honda que la mía. O tal vez la soledad sea lo único que hoy tenemos todos en común, pues así nos prepara el mundo para que creamos haber llegado al paraíso. Tal vez, algún día, todos moriremos de esa desgracia.

[8:16 a.m.]


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