QUIZÁ LA POSIBILIDAD MÁS SENSATA SERÍA SEGUIR ESCRIBIENDO SIEMPRE LA NOVELA, que, entonces, en sentido estricto, no “avanzaría” y solo crecería o se hincharía.
Podría probar estilos como se prueban zapatos en la zapatería cuando uno ya sabe de antemano que no va a comprar nada.
O abrir una puerta, ojear, y cerrarla con desgano.
O verme en el espejo y asustarme pero no romper el espejo ni dar media vuelta.
¿Tendría un sentido público, o un objetivo pragmático? ¿Podría llegar a ser algo más que un juego secreto?
Un texto que nunca cerrara las puertas que va abriendo, ¿se puede todavía llamar “novela”?
Hacer catálogos de contingencias, repetir matices de sueños, extender el dolor como si fuera la ampliación indefinida de un orgasmo.
O querer tocar los extremos a la vez para ver si es cierto que son lo mismo o diferentes...
Inventariar frases aparentemente vacías, o inconexas, narrar sin narración, contar sin hilos, recorrer a tientas un laberinto del cual no sepamos siquiera si lo es.
El marco de una novela, el reverso de una historia: hacer la novela de lo que se debe pensar para escribir una novela, pero que no se debe escribir en la novela…
Tomar notas al vuelo y hacer de la novela el borrador de la novela —el otro extremo del lápiz, como si fuera posible no borrar sino escribir con el borrador—, sin versión final ni completa; apuntar el ritmo atropellado con el que seguimos el recuerdo e ir moldeándolo un poco, tanto como sea posible improvisadamente; y apuntar el borde de los eventos pero no los eventos mismos…
Hacer, por ejemplo, un recuento de lo que “piensa” X mientras se lava el cabello en la ducha o lo que “anticipa” cuando camina hacia la cocina a prepararse el desayuno.
O interesarse por repeticiones mecánicas y masoquistas del amante abandonado y llevarlas hasta el asco con la intención de animalizarse o maquinizarse como salvación
O simplemente contar lo que no cuenta para ver la vida desde su punto cero: contar el recuadro huidizo de las cosas, ese que las define esencialmente sin ser parte de ellas mismas: de su enjundia o médula o meollo; y por mera diversión o supervivencia hacer pues eso: encadenar sinónimos como golpes al mentón o retortijones en la tripa…
Escribir cuatrocientas páginas acerca de nada pero hacer atractiva la nada.
¿Es posible?
¿Qué rodea los acontecimientos, psicológicamente cuál es su sostén, si lo hay y si podemos percibirlo y describirlo?
Aunque luego habría que soportar, maquiavélica y fulminante, a la crítica. Que eso no es literatura. Que dónde está la trama trepidante. Que dónde están los personajes de densas pero invisibles psicologías e historias impredecibles. Que dónde está la acción apabullante y los diálogos cotidianos. Que sin “tensión dramática” no hay narrativa que valga, que en la literatura no hay tiempo ni razón para hacer reflexiones explícitas —porque los personajes no deben pensar demasiado, ¿qué se creen, personas?— y menos aún para hacer lamentaciones necias, sostenidas, fenomenológicas, ¡recién púberes como tantos millones de individuos desamparados! Ay, que la literatura es una escritura donde debe esfumarse o encubrirse el autor. Que hay que narrar historias y no dar opiniones, mostrar y no decir...
Y bueno, concederlo todo, ni modo, y justificarse: “a mí, por ahora al menos, no me interesa la literatura, solo los afectos”.
Además, ¿dónde está escrita le ley que normalice u ordene que solo se puede o se debe escribir “literatura”?
¿No es la escritura en general más bien la puesta en cuestión de cualquier legalidad posible?
Tal vez para mí la novela sea imposible; y es muy sencillo, en realidad: es que no tengo historia, es que me han dejado sin historia.
¿Seguirá, hoy, siendo imposible?
Es cierto que de entonces acá he vuelto un par de veces a hacer el intento. Es decir, he vuelto a desear narrar, a pesar de que aquellos años de diarios entristecidos y resentidos y cargados de esta prosa vacía o vaciante me habían dejado seco, o carente de todo deseo de narración seria, o lavado en general de palabras, de la intención de registrar palabras de algún modo ordenado…
Pero lo he vuelto a intentar: recientemente he terminado un par de borradores que, prudentemente, descansan meditativamente en una gaveta…
Durante varios años creí que aquella época de anotaciones diarias –agrias o sosas– a pesar de la vitalidad negativa que me daban (me impedían matarme simplemente por el vicio de sentir ese deseo enfermizo de querer matarme), me iban a imposibilitar volver a tomar una pluma y querer escribir como se debe, según toda madurez literaria. ¡Es que durante tanto tiempo la escritura estuvo asociada con el dolor y la muerte! Y luego, cuando recuperé mi vida —al menos cierta jovialidad o inclinación a la alegría, o cierta serenidad que todavía habita mis tardes—, creí haber perdido del todo la necesidad de escribir. Pero después, no podría decir exactamente por qué ni cuándo, de nuevo me volvió a llamar el papel y me atreví a volver. He terminado esos dos borradores que quizá, algún día, serán dos novelas, en un sentido más... ortodoxo, digamos, o convencional.
Hoy, en esta tarde de nostalgia, o tan solo de inofensiva añoranza, ya me sé, al menos, libre de la obsesión de escribir hacia la muerte o el vacío, e igualmente del miedo de no ser capaz de escribir ni publicar nada.
Los meses que siguen serán decisivos.
[2:42 p.m.]
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2/11/09
17 de octubre de 1999
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