25/12/07

17 de febrero de 1999

ENTRE LA TEORÍA Y LA NARRACIÓN, entre la biografía descarnada y la novela —inclinaciones igualmente celosas y estrictas—, insistía infantilmente en no sacrificar nada, creía posible la creación de párrafos a la vez líricos, narrativos, teóricos, reales e incluso terapéuticos: una ínfula prometeica —una especie de Frankestein estilístico— y, por eso mismo, condenada al fracaso.

Empezaba la tarde como empieza un olvido: con un esfuerzo descomunal. El personaje de novela se anunciaba pesado, tal vez lívido o extraviado, sin un propósito concreto... Su pesadumbre provenía de tantos siglos de palabras repetidas, de redundantes esfuerzos por nombrar una pasión única.

—¿Por qué tantas palabras, por qué tantos sabios no sirven para decir mi dolor?

Sus juegos de amor se reducían, hastiados, a un único momento afectivo, embrutecido o tartamudeante.

—Para escribir hace falta que la vida lo haya callado a uno. El silencio mueve los lápices en un vaivén entrecortado, como el de las olas del mar—.

El amor le había jugado muchas trampas, según él demasiadas, y por eso hoy quería olvidar no solo las promesas y los engaños, sino el olvido mismo. Todo lo que habría podido decir concurría, con la tarde grave, a la precipitación de ese olvido necesario.

Su mutismo perplejo habría de ser el instante ideal de este texto impropio. Lo demás solo serían fragmentos ornamentales, difusos, exabruptos inevitables de quien no habría podido callar ante la evidencia de un desastre singular que lo consume… (¿Pero cuánto puede caber dentro de un paréntesis? ¿Cuántas páginas, por ejemplo, dentro de un paréntesis de literatura?) Un silencio perplejo expresado en infinitas tautologías —porque el amor solo se dice tautológicamente —piensa—, redundando, redondeando o rondando o rodando: escribiendo inútil e ineludiblemente encima de lo que ya se ha escrito—.

Mientras tanto, mira por su ventana las calles, el parque habitado por niños y perros transitorios, el cielo descolorado, los zanates siempre hambrientos; quieto en el umbral, su silencio es el mundo, la historia, el porvenir.

Quisiera anticipar su vida, prever sus desenlaces; pero todo se le hace borroso, más bien como el pasado, lejano e incierto como los más viejos recuerdos infantiles. Siente como si alguien ya hubiera vivido su vida futura, quizá él mismo; pero no puede estar seguro. Y entonces piensa en un mar infatigable que vuelve una y otra vez sobre una arena pajiza que apenas por unos segundos puede soportar palabras, palabras que se lleva el mar hacia su vientre de muerte, palabras de amor, promesas de amor. Ayer, sin previo aviso, ella lo abandonó. Él simplemente se apresura a escribir algo antes de que vuelva la ola.

[8:10 a.m.]

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16/12/07

16 de febrero de 1999

SIEMPRE ES POSIBLE LEER RÁPIDAMENTE PASANDO LA VISTA SOBRE LAS PALABRAS Y ACUMULANDO IMPRESIONES SUPUESTAMENTE DIRECTAS, algo similar a lo que sucede cuando solo vemos un paisaje desde lejos e imaginamos cómo sería estar dentro de él. O cuando, enganchados desde la página uno por una trama intensa e imágenes fuertes y la ansiedad que entraña el deseo de resolver un misterio –por ejemplo– uno no suelta el libro hasta que al final el autor revela todas las soluciones en un juego de luces parecido siempre a un desenlace amoroso o, más exactamente, erótico. Uno corre por las páginas y solo descansa cuando conoce la verdad. A veces, si la ansiedad o la necesidad son realmente fuertes, este tipo de lectura llega a depender más de la imaginación (o de las ganas de imaginar) del lector que de las minucias y cuidados y giros del texto leído. Esta, pues, es una lectura apocalíptica: depende de la revelación y de lo que suceda al final, es decir, de que haya un final en el que todo quede claro y resuelto: por esto mismo nos apuramos tanto para que termine.

Otra manera de leer, reposada y meditabunda, se hace menos con la vista que con el oído. Lo primordial no es pasar la mirada por las palabras, sino escuchar el reverberar de cada una de ellas, sus entonaciones, los ritmos cambiantes de sus consonantes, los matices de su aliento, inconcuso o etéreo o melancólico. Uno empieza a escuchar el croar de las ranas, el crujir de las hojas resecas o la brisa vadeando los follajes; resbala por la piel el siseo de las sílabas serenas; o golpea el pecho el bote rotundo de un corazón endurecido, frío, arruinado, harto. Uno se detiene, hace, de verdad, las comas y los puntos; y empieza lentamente a creer que las oraciones son algo más que oraciones, es decir, que algo efectivamente exterior y grave y asombroso intenta aparecer en un medio que no le pertenece: las palabras, el lenguaje, los acentos musicales de las letras... Aquí el final es tan poco importante como el principio, el tiempo es un vaivén y no una flecha y no hace falta que conduzca a un campo abierto donde todo quedaría finalmente expuesto bajo la luz solar...

Supongo que hay muchas otras maneras de leer. Estas dos son, para mí, básicas y mutuamente necesarias, no se quieren la una a la otra pero se necesitan, a pesar de sus diferencias.

En todo caso, ya he dejado de creer que tenga sentido seguir hablando o escribiendo contra el mundo, si el Apocalipsis está destinado a llegar pues llegará de cualquier manera, y, si no lo está, si no hay un destino del mundo, ¿para qué perder el tiempo anticipándolo?

Tal vez lo más importante sería inventar algo diferente del sí y del no, de las elecciones tajantes y las fronteras para todo. Por ejemplo: atreverse a leer sin esperar que las cosas sean como esperamos. Perder el miedo a interpretar…

Me he decidido: sí voy a contar su odio incomprensible. Hoy, al menos, Diana lo merece. Voy a hincharme de mí en esta historia sin historia hasta mostrar y decir el volumen ridículo de nuestro absurdo, es decir, del mío en primer lugar, aunque no solo del mío. Me tomaré de ejemplo: ya sé, al menos, que yo debo reventarme.


[8:09 a.m.]

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12/12/07

09 de febrero de 1999

Y SE ME CONFUNDEN LOS VERBOS, pronombres, adjetivos y no sé si son muslos, antebrazos, cintura y esos colores no sé si son violeta, tornasolados, ámbar y sus ojos, rasgados, hondos, felinos y no sé si me miran o si me extrañan o si ya no me desean y no sé si es ternura, odio, saciedad y vuelve la página en blanco como una mujer muerta, pálida, lunar y no sé si recordarla, insultarla, desnudarla o decapitarla y el espejo, lanzándome no sé si imbécil, ingenuo, optimista o más bien trágico, abatido y no sé si llamarla, escribirle, o matarme en mi silencio olvidándola sin olvidarla ni poder reencontrarla, y pensar que es tan inocente, nimia, frágil y ver con asombro que con tal ligereza pudo hacer de mí no sé si un despojo, un cadáver, un mudo, pusilánime, enfermo y querer lo más en el mundo tenerla de nuevo, su vientre, su cuello, sus caderas salientes y no entender por qué me desprecia, me deja, me ignora y querer hacer verbos, pronombres, adjetivos que pudieran por fin trasmutar mi odio y liquidar mi

[8:06 a.m.]

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9/12/07

07 de febrero de 1999

CUANDO EMPEZABA A ESCRIBIR —y empecé compulsivamente, llenando cuadernos enormes en pocas semanas—, a pesar de la incontinencia y una redundancia enfermiza, en el fondo siempre prefería la brevedad, los tonos aforísticos; me han fascinado siempre, por ejemplo, los haikús, y las imágenes breves y gratuitas, las palabras atractivas por sí mismas, es decir, la prosa biensonante, independientemente del “fondo”, del asunto “serio”… Ahora entiendo que, detrás de la preferencia o del gusto personal, que lo tiene todo el mundo, la razón decisiva de esa aparente contradicción —escribir copiosamente pero preferir la frase punzante — era que pensaba, o intuía, que solo me sería posible librarme de mí si primero me excedía o me agotaba. Tenía que callarme a mí mismo, deshacerme o desgastarme hasta dejar solo una punta, un aguijón.


Cae la tarde. Es un telón plateado. La angustia no cesa.


[8:04 a.m.]

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6/12/07

06 de febrero de 1999

ESO QUE UNO LLEGA A LLAMAR SU “VIDA” SIEMPRE ES ALGO INDEFINIDO, como los otros, cualquier otro, y el mundo, que nunca son cosas precisas, fijadas en el tiempo, inmutables: la única manera en que podrían tener identidad.

Un día despertaré y tendré cuarenta años. Ese día pensaré: ayer tenía veintidós y soñaba.

Pero no soy yo quien inventa este mundo en el que estoy metido como un puñal en su vaina.

[8:02 a.m.]

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3/12/07

05 de febrero de 1999

EN AQUELLA ÉPOCA, tanto me inclinaba a la especulación, al embrollo, como al enciclopedismo psicológico y los totalitarismos afectivos.

Para los seres humanos, la historia en general no podría ser objeto de una narración. La historia es una atmósfera, una relación afectiva, como la de un niño con su hogar, incomprensible en sus límites y condiciones y certezas…

Aún creo que, en buena medida, la historia del ser humano es la relación afectiva, infantil, con Dios o alguna “verdad”, o con el sentido de la historia misma. La historia es la historia del deseo de posesión de la historia.

Y, sin embargo, al mismo tiempo es la historia de un paulatino desengaño, pues no hemos sido dueños de nada, ni siquiera de nosotros mismos. La historia es también la historia del descentramiento del ser humano.

Inventar otro lenguaje siempre entraña inventar otra realidad. Habría que intentar contar, por ejemplo, los marcos de la historia y no la historia misma... Es decir, si fuéramos a colgar la historia de una pared, ¿cómo sería el marco que la rodearía, que la distinguiría y la separaría del resto de la pared, de ese fondo en el que, suponemos, todo acontece?

[7:14 a.m.]

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