27/4/10

16 de septiembre de 1999

LOS PERSONAJES QUEDAN DE VERSE EN UN BAR. Y no es un bar cualquiera, sino el centro de operaciones de algunos de ellos; es además de los lugares más de moda: allí solo asisten los más estirados y también muchos que, ilusos, no saben bien cómo fingir adecuadamente su falso estiramiento, aunque no por ello dejan de disfrutar del privilegio. Para un inconforme advenedizo, la frivolidad salta a la vista.

El personaje de esta página ve en los gestos y en las entonaciones de la voz y en la ropa y en los estilos de caminar, de estar parados, de pasarse la mano por el cabello, una cantidad equivalente de fórmulas que desgraciadamente él desconoce. Se siente fuera de lugar, y simplemente observa. Mira con cuidado cómo se debe mirar a quienes entran, cómo se les habla a quienes supuestamente ya son amigos, cuáles gestos son aceptados como expresiones de asco, de indiferencia, de ingenio, etc., cómo se coloca el cuerpo frente a alguien a quien se quiere seducir... Le parecen las danzas de cortejo de alguna especie exótica de aves. Las hembras levantan sus apretados traseritos en el momento preciso en que una gran ave melenuda y patiabierta se acerca con cuidadoso sigilo; los machos miran de reojo y abultan los bíceps y los pectorales, aun si son insignificantes; y todos cierran los ojos hasta la mitad e inclinan cinco grados hacia atrás la cabeza mientras discurren sobre las propiedades ergonómicas de los nuevos asientos de la serie XXX de BMW –el personaje no alcanzó a escuchar el modelo y entonces aguza el oído para escuchar atentamente otras conversaciones–; pero el ruido es ensordecedor, espinas auditivas horadando el cerebro, un tráiler bajando cuesta con freno de motor, turbinas de avión en píldoras y le llaman música, y creen que conversan, y mi personaje, escuchando al lado do, empieza za poco a poco coco a sentirse se un poco mareado o más bien aturdido do como si todo el ruido ido a su alrededor dor no fuera sino eso queso, ruido ido, nada más que ruido ido y la musi cacá bumbán bin bom a todo volumen y los gritos tos tos de la gente te te así no not o cómono como tesh sha tete tatá y el calor ta tatá ta y el humo sofocante te teté y los cuerpos puf porqueelocal empieza po apo llen arsé a sudor y los escot entre las som y querer aún pensar cuando todo se entrecorta hasta la voz voz interior –y el personaje empieza a buscar la ruta hacia fuera– e insistir en ser humano no y las voces ces ininteligibles no puedo do no se puede vivir pensar sar estoy mareado do esta niña de al lado no no es u novia mía ¿o sí? ¿sí? ¿tangas como en la playa? madre mía ya ya sí mi amor ¿tomar? ah son modelos pintadas ¿me das? no no un cigarrillo yo no uh ese de allá el más alto rica cali fusa asado tas no besos no más ¿qué? también ble con él a deja sí ¿cereza? osa da no me crea no sé él dijo ella vez tar cio veron a un cuarto pues un con ¡de quién es esta mano pegajosa! ¡Epa!

El DJ anuncia minuto para miar y recargar líquidos.

La novia de mi personaje lo tiene tomado de la mano mientras ¿habla? con su amiga la encantadora hija del gran-señor-presidente-de-alguna-gran-corporación que de paso la trata como a un zapato viejo pero ella pobrecita es tan buena tan linda y con tanto dinero y el cerebro lleno de nubes que parecen animalitos mirá un elefantito con el moco parado ¡ay qué lindo! hablan y hablan hay que apurarse porque ahorita vuelve la música de lo buena que estaba la película esa del avión presidencial secuestrado pero bueno es cierto quien dice que está buena no es ella sino un pobre tipejo que no ha oído aquello de lo del mono vestido de seda porque tiene hasta los calzoncillos de seda es un mono hiperbólico piensa mi personaje seguro le costaron un ojo de la cara o los dos porque parece que el tipo es ciego cuál película habrá visto en esa película ha de ser otra se dice ingenuo mi personaje pero resulta que no es la misma y la niña a-su-lado-pintados-los-ojos-de-azul-pastel-toquecito-casi-imperceptible-de-escarcha le dice no la que está buena es la de Sharon ¿Stone? sí ¿con Stallone? sí ¡ah la del asesino! sí sí interstone ¿verdad? ¡qué chistazo! la venganza y todo eso sí sí la alquilé anoche y mientras tanto la novia de mi personaje solo se ríe no dice nada por ahora se ríe porque son sus amigos sus mejores amigos tan buenos tan lindos tan amigos estarían ahí para ella en cualquier momento pase lo que pase especialmente si algún personaje no invitado aparece en escena y pretende borrar del escenario a su amiguita qué se cree el cretino ese vení vení no te dejés convencer por ese hermitaño aunque bueno no hermitaño no porque no conocerían esa palabra tan de domingo y ni siquiera se les ocurriría por qué no la encuentran en el diccionario si la buscaran tras leer esta página y así siguen y el personaje lee esa amenaza en los ojos enemigos de los amigos de su novia que no sabe lo que hace porque nunca lo ha sabido y no sabe lo que dicen los otros porque eso menos lo ha sabido ni lo va a saber porque ya eso es hipnosis o lavado de coco pobrecita y sin embargo sí está consciente de que su novio mi personaje está que se vomita o recae en un ataque de pánico pero siguen así como todas las noches conversando acémilamente per secula seculorum hasta que la muerte felizmente felizmente para la muerte claro los separe…

Pero mi personaje no quiere esperar a que la muerte haga su merecida aparición, y como él no puede simplemente sacarse una guadaña de la manga y empezar a cortar cabezas, decide, en cambio, lo que es más fácil, cuestión de mero pragmatismo –y está en su derecho, además– salir un rato para fumarse un cigarrillo a solas y al aire libre, de todos modos la música empezará de nuevo en cualquier momento. Pero bueno, no resultó tampoco tan fácil porque antes tuvo que atravesar esa multitud de cuerpos esbeltos y bronceados y aceitosos con sus vasos o cervezas y cigarros y rituales de apareamiento que los hacen estorbar todavía más porque se inclinan y se manosean y se alzan de pronto y hacen como que se caen y gritan y se empujan pero no importa porque todos van así juntitos, qué solidarios.

Aire, ahora sí, aire.

Callado, con su cigarrillo, fuera del bar, mi personaje se siente desposeído; mira de lejos el tropel y cree que en ese momento lo comprende todo, algo impronunciable que ellos no han comprendido ni podrían comprender aunque se los dijeran en la cara. Es demasiado tarde, piensa. Y es que en esos instantes –lo que duró su cigarrillo– se sintió ajeno al espacio y al tiempo, aislado de todo, como metido en una burbuja transparente: podía ver hacia afuera, podían verlo, pero no había manera de tocarse, ninguna manera.

Terminó de fumar y regresó.

Ella nuevamente lo tomó de la mano y lo besó en la mejilla, con delicada ternura. O al menos lo parecía. ¿De qué encuentra ella alivio, aquí? ¿De qué atroz condena huye, para preferir esto a cualquier otro lugar? ¿Por qué necesita tanto este ruido ensordecedor y esos amigos acartonados? Ella sostuvo la mano en la suya, pero él ya no estaba allí ni en ninguna parte; estaba poseído por una especie de vértigo indefinible, simplemente una sensación de abandono, como si todo fuera absurdo, incluso él mismo, todo, ella, esa mano, ese beso, la vida. El mundo entero podía desvanecerse y no hubiera importado. Él mismo podría haberse esfumado y habría estado satisfecho. La humanidad entera le pareció de pronto una fantasmagoría de mal gusto, un chasco de la naturaleza para entretenerse mientras el tiempo hace de la tierra otro planeta de polvo.

Con todo desdibujado ante sus ojos, el personaje suspira sintiéndose extrañamente libre, desengañado, y por un instante minúsculo cree sentirse feliz a pesar de todo, aislado de todo y en el más radical sinsentido. Pero ella interrumpió sus cavilaciones.

–¿Estás aburrido?

Él despertó –o más bien volvió de bruces al sueño que vivía en ese momento– y le mintió.

–No, amor, solo estoy cansado –de pronto los rostros volvieron a tener consistencia, y asustaban. Eran como espectros, no tenían solidez, eran babosos y gelatinosos y sus gestos eran muecas incomprensibles, pero estaban allí, vivos, tan vivos como él, respirando y bebiendo y coqueteando y hablando, hablando, por Dios, hablando como si las palabras fueran eso, como esa música estridente, el ruido onomatopéyico de animales que solo ayer hubieran dejado de ser reptiles o bichos paseriformes.

Ella percibió la mentira. Porque sabe que de alguna manera él comprende su demencia (ella la llama necesidad de diversión) y su tendencia a enajenarse (ella la llama distraerse); pero sabe que él aunque la crea de alguna manera distinta, aunque la haya visto distinta, no puede acompañarla en estos mogollones. Y lo sabe con tristeza, casi con decepción, contrariada por su peso, es decir, contrariada por tener a la vez que quererlo y odiarlo por eso.

Se fueron, finalmente, despidiéndose afablemente de todos.

Camino a la casa de ella, a él lo absorbió una tristeza innombrable que casi no era tristeza sino más bien indiferencia, o cansancio, ahora sí cansancio, y la desesperación por no poder explicarle a ella lo que pensaba, lo que sentía, porque tal vez si lograra explicarlo bien ella entendería. Durante el camino –él exageraba la atención que le prestaba a los semáforos y a los otros autos– no se dijeron nada, cada uno ensimismado en su propio mundo o ausencia de mundo, mundos o ausencias ahora inconmensurables, casi diría opuestas, al menos discordes. Él se sentía vacío, pero era un vacío que ya no dolía; y se sentía, con razón o sin ella, como una especie de vidente, al menos como alguien que podía –o, al menos, quería– ver cosas que ella ya había decidido no volver a ver. Se sintió, sin embargo, desconsolado. Pero un desconsuelo sin angustia. Supo con colmada certeza que ella lo dejaría y que elegiría seguir ahí donde estaba para no sufrir, en ese refugio virtual que había encontrado para su dolor; y que no sería capaz de cambiar ese refugio por uno nuevo, con él, y no porque pensara que el suyo sería peor, o que no le gustaría, sino simplemente porque no tenía valor para vencer el miedo de cambiar lo que ya conocía tan bien por algo que apenas empezaba a descubrir, y que más por desconocido que por nuevo, como dicen, le provocaba un pánico irrefragable. Él, para sí, decidió no volver jamás a esos sitios, ni volver a pretender ser capaz de vivir a ese ritmo, aun si eso quería decir perderla a ella. Cada uno había elegido su paz, su vicio, su verdad.

Llegaron a su casa. Ella lo besó con tibieza, acariciándole el rostro. Era obvio que quería decir algo, pero no dijo nada.

–¿Qué pasa? –preguntó él.

–Nada. No pasa nada –pero ambos sabían que en esa nada se estaba decidiendo todo, y cobardemente callaron. Quizá los dos, mientras se besaban con un deseo cierto, se sentían infinitamente solos. Pero la soledad apenas empezaba. Era solo un anticipo. Querían comunicarse algo pero no pudieron o no se atrevieron siquiera a intentarlo. Y son esas pequeñas decisiones las que, a fin de cuentas, deciden todo en la vida.

Sus silencios eran en el fondo afectos contradictorios, lo contrario a los silencios homólogos del amor. Porque el amor es quizá solo eso: compartir un mismo silencio. Y la imposibilidad del amor aparece no cuando chocan palabras adversas, sino cuando los silencios que las sustentan se oponen tan claramente como el frío y el calor o la noche y el día. Las palabras de los enamorados solo son el vehículo que intenta llegar a un destino inalcanzable con palabras: el silencio ajeno –habiendo partido del propio silencio–. A veces los caminos se encuentran. Lo común es que se pasen de largo.

En adelante, mientras mantuvo su relación con ella, las veces en que volvió a encontrarse en ese mundo que lo hería, que lo incomodaba, él siguió actuando como si nada, como si no supiera nada, como si también él fuera parte de la gran comedia. Pero algunos cuerpos se cansan de fingir, y por eso era necesario que en un día futuro él dejara de fingir y que ella lo odiara por ese gesto tan poco fingido.

Él sabía que ella, por ejemplo, nunca aceptaría que sus propios colapsos psicológicos –esos que emergen como vapores volcánicos en las grietas momentáneas de su fantástica cotidianidad– no se deben simplemente a desajustes personales pasajeros, sino en parte a las plagas fisiológicas y sociológicas de un país empobrecido en vías de ser globalizado a empellones y favoritismos; y tampoco aceptaría jamás que la amargura de él sea también la amargura del mundo, como él le decía: “si ando con el ceño fruncido es porque el mundo es una mierda”. Para ella, las personas como él son enfermas irredimibles: si creen que el mundo es feo y eso les duele, eso se debe a que no tienen suficiente dinero o a que no hacen lo suficiente por tenerlo; o a algo de solución más sencilla: a que no se “distraen” lo suficiente. Ella y sus amigotes “siempre-felices” creen que ese dinero que ellos sí tienen les garantiza de por vida una identidad inmaculada y una diversión perpetua, y creen que ese es el secreto de su libertad absoluta. Él antes pensaba lo mismo, obviamente, como todo el mundo o casi, secretamente, y seguro por eso en nada le parecía extraño haberse enamorado tan atropelladamente de ella, de su liviandad y su alegre frescura, su desinterés ideológico y su festividad. Sin embargo, ahora para él todo eso es una especie de marca velada de esclavitud. Y por las mismas razones u otras similares, él ahora insiste en dudar de todo, incluso de su propia identidad, y hasta se empieza a esforzar por no querer tenerla ni depender de ella, no necesitarla o hacerlo cada día menos: cree que así será más fácil que el mundo aparezca ante él tal como es, sin tanto velo prefabricado ni tantas expectativas aprendidas. Ella, en cambio, insiste en ser la misma siempre: el retrato intemporal de una Venus rubia y tropical.

En el fondo, es así de simple. Desde aquella noche él tenía estas intuiciones, aunque no podía verbalizarlas. En la puerta de su casa, mientras se despedía de ella sin saber qué decir, besándola para no tener que decir nada, abrazándola con impaciencia, como si anticipara ya su pérdida irremediable, solo llegaron a su mente unas palabras que en ese momento no sabía de dónde venían ni por qué. Solo después lo entendería: ciertamente ni la vida de ella ni la de él tienen un sentido último, pero al menos él sabe ya que no lo tiene. Ha llegado a una lucidez glacial en la cual el absurdo de todo no es obstáculo para vivir, en donde ya no necesita asentarse en el sentido que le dé algún grupo, o las convenciones sociales o el dinero. Él podría vivir sin nada de eso, simplemente con ella en ese absurdo inocente de simplemente amar a alguien porque sí, porque está bien sin argumentos ni verdades, ni economías ni factores de riesgo, como si fuera esa la única luz en un mundo de creciente oscuridad. Eso era lo que quería decir con lo que dijo, pero aún no lo entendía del todo.

–La vida no tiene sentido –eso fue lo que dijo esa noche, en una exhalación de agotamiento–, pero no importa, la vida no es asunto de sentido, es un asunto de valor, como dijo alguien.

–¿Quién lo dijo? –preguntó ella.

–No importa... no me acuerdo, digamos que lo digo yo –contestó el personaje, ya casi convertido en persona.

[4:00 p.m.]

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