12/9/09

11 de octubre de 1999

La vida es la farsa que hemos de
representar entre todos.
ARTHUR RIMBAUD

CUANDO LA CULTURA SE CONVIERTE EN UN SUPERMERCADO DE IDENTIDADES, necesariamente habrá una lista de superventas. Bosquejaré un muy breve inventario de las personalidades más apetecidas al día de hoy, 11 de octubre de 1999.

1. Velatus candido

De acuerdo con su etimología, este carácter supone que quienes lo han elegido se han cubierto por un velo, es decir, se han velado.

El verbo latino velo demuestra por qué los entendidos han escogido este epíteto para estas personas: sus acepciones incluyen velar, cubrir, adornar, ocultar y disimular, las cuales le vienen de maravilla a esta identidad, número uno del mercado.

Por otra parte, el candido expresa que estos velati se han cubierto con un blanco deslumbrador, espléndido, y por esto su apariencia se reconoce por ese halo de felicidad radiante que los caracteriza.

Según las últimas investigaciones patrocinadas por la Foundation for Cultural Statistics, organización con fines de lucro con sede en Las Vegas, Nevada, esta identidad lleva ya varios años en el primer lugar de ventas, especialmente dentro de la clase media-alta latinoamericana. Uno de sus rasgos fundamentales es evadir la realidad mediante el mayor número de artificios posible. Coherentemente, el primer artificio es no creer en la realidad, así, en abstracto, aunque también en concreto, claro, por ejemplo cuando se refiere a la realidad del propio país. De ahí en adelante la vida se les convierte en un tobogán por el cual, mientras más descienden, más sofisticados llegan al suelo, o al penthouse, porque ellos bajan en toboganes que suben, curiosamente.

Quienes compran esta identidad —que de momento es la más cara y, consecuentemente, ya está acompañada también veladamente de coyotes especializados en colar a los más atrevidos— obtienen un cuerpo atlético que insalubremente raya en la anorexia —cuando se aplica a una hembra— o un cuerpo insalubre que atléticamente raya en un schwarzenneggerismo con doble al miocardio —cuando se aplica a un macho—.

Pero ningún sacrificio es demasiado para ellos; resisten felizmente los castigos físicos porque su premio es el “estatus” y la aparición en las revistas del jet-set criollo, que cada día son más populares y ganan más suscriptores, o, cuando tienen versión televisa, pues más televidentes. Ellos cumplen disciplinadamente con rituales cerveceros, ladies nights y parrilladas bajo la luna, que para ellos, dichosos, sí es de queso y azul de verdad como los príncipes y sus princesas y ellos se imaginan en una corte de fábula y arman romances nobles en orden ascendente según sus cuentas de banco. Ellos no viven como actores, son actores sin contrato y de por vida —actores de por vida, quiero decir, pues siempre es posible que con tanta práctica algún día los contrate un agente despistado de este dios jolibudense de nueva ola—.

En fin, y para no hacer cansino el cuento, se ponen el velo blanco en sus bellísimos rostros todos aquellos que se creen privilegiados simplemente porque no conocen la tristeza, y porque creen, sencillamente, que no la merecen, que la tristeza, como los piojos o el hambre, es cosa de pobres.

Claro, si uno hila fino descubre que no es que no la conozcan, eso es un decir, sino que simplemente evaden todo lo que en el mundo parezca de veras un poquitín feo: el dolor emocional tanto propio como ajeno, la explotación globalizante, cualquier "te quiero" que se diga en serio, la caca —con y sin metáfora— de miles de niños que mueren anémicos a diario y aproximadamente siete millones doscientas setenta y seis mil cositas más por ahí.

Ellos, en cambio, siempre tienen pegada una sonrisa en sus labios. No soportan que alguien les diga que se siente mal. No comprenden por qué esas turbas de miserables sencillamente no se despabilan y se ponen a trabajar en lugar de estorbar y asustar en los semáforos. Y les parece de mal gusto que la gente se deprima y sufra y que en la televisión tengan que sacar tan a menudo a esos grupúsculos de precaristas, drogadictos y criminales que se ponen a llorar porque la policía los desaloja por la fuerza de lotes que no les pertenecen...

Sobra pues decir que estas personas son felices de sobra, y lo son porque lo dicen y lo dicen a todas horas y hasta en sueños se lo dicen y se lo creen, que es lo peor, o lo mejor, no sé. La felicidad es su credo. Y no solo son felices, también son infinitamente responsables y eruditos: sus pasiones —de corazón te lo digo, me lo dicen— son el ecologismo y el orientalismo y el holismo y, faltaba más, ¡la lectura!

Se comprende –fuera de sus propios círculos, claro está– que sus paraísos privados susciten envidia y rabia entre quienes no tienen acceso a ellos. Bah, es normal, dicen ellos, pobrecitos, y luego entre sí se ufanan de haber donado 100 pesos a la iglesia tal o de haber llevado setenta y cuatro kilos de ropita que ya no usa alguno de sus veladitos al asilo cual...

Lo que no saben ni entenderían es por qué, para legiones de esos pobrecitos, sus utopías amuralladas solo parecen ser monumentos a la gazmoñería.

Eso sí, no se vaya a creer que son tan indiferentes... Si estas palabras o cualesquiera otras de verdad los pusieran bajo amenaza, ellos no se quedarían tranquilitos paseando su cara de beatos por el mall, qué va, saltarían siete veces seguidas con un mazo en la mano y me darían por la cabeza hasta aplastarme, aunque a escondidas, claro, porque primero el glamour y las apariencias, es decir, aquellos velos más reales que lo real y más finos que el diamante –razón por la cual nuestros simples ojos mortales no pueden verlos– con los que de la noche a la mañana y hasta el día de su muerte amén se convierten a sí mismos en reyes y reinas que actúan como si no fueran a morir de veras.

[2:24 p.m.]

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