25/11/09

31 de agosto de 1999

NO ME PARECE IMPRESCINDIBLE RECORDAR LOS PORMENORES DE LOS HECHOS VIVIDOS. En cambio, sí considero medular recordar la atmósfera de lo vivido – una especie de escenario o sensación difusa de lo que experimentamos, mezclado casi siempre con lo que hubiésemos querido que pasara... A veces los eventos y los deseos coinciden, pero lo más habitual es que diverjan; y el recuerdo acostumbra, con el tiempo, “corregir” el pasado.

En esto no hay mala fe, ni siquiera deliberación: solo pasa. Como si el tiempo, en los recovecos inaccesibles de la corteza cerebral, se desdibujara para protegernos y cuidarnos y salvarnos de nosotros mismos...

Uno, pues, recuerda la atmósfera de lo vivido, la sensación general, pero los detalles son un circo, un lienzo, una memoria RAM: algo la refresca con el paso del tiempo y borra y sustituye cosas, colores, palabras, lugares... La atmósfera, en cambio, es más difícil de editar (de olvidar) y, al final, nos brinda una extraña sabiduría: nos engendra la certidumbre de que si volviera atrás la vida lo haríamos todo mejor...

A Paulina, si tuviera que decidirlo hoy, le dedicaría todo, a ella le entregaría todo, incluida mi ansia y mis escasas esperanzas… Porque a fin de cuentas ella es la única criatura en el mundo que comprenderá lo que hasta ahora he querido decir y no he podido.

Con todo, a mi memoria se le antoja arriesgar el albur de revivir una noche en que hicimos el amor al aire libre, de pie, contra una pared fría. Cualquier podría haber confundido esa por una tarde nublada: su oscuridad parecía insuficiente. El amanecer estaba lejos, pero un gallo cantaba ya sus nostalgias. La ansiedad nos había vencido. En el camino a su casa habíamos jugado en el auto a darnos roces y miradas, tentando a oscuras. No pudimos llegar ni a la puerta. Su vientre se plegaba y retiraba de la pared, caliza como la luna; nuestras sombras, dilatadas, parecían moverse con el viento; pero no había viento, solo una calma parecida a una fotografía en blanco y negro. Y su cuello delgado, y sus manos levantadas contra la pared, y un vaivén lento, como el de olas que no rompen. En el cielo y en su piel florecían constelaciones, unas luminosas, otras parduscas; a mi cuerpo todas lo llamaban a gritos...

No sé si transcurrió un segundo o varias horas. Sé muy poco; pero alcanzo al menos a recordar el abandono, el vacío incoloro que definiría la plenitud. Y es que si de alguna parte aprendí el silencio, fue de su mirada, marina o magnética o temible, reconociéndose en la noche como en un espejo…

Es demasiado fácil decir que el momento fue inolvidable. Casi –diría– es irresponsable decir algo como eso.

¿Qué es lo que no se olvida? ¿Acaso las sensaciones, los pensamientos, las circunstancias, el hecho bruto de que sucedió esto y aquello? ¿La tibieza de su vientre, el irse enfriando su vientre? ¿Su blusa, verde oliva, arremangada hasta la nuca, su espalda desnuda y blanca? Y cuando ya no hay palabras, ¿qué se recuerda: las imágenes, los olores, el tacto? ¿Pueden realmente recordarse las sensaciones? ¿O es que se recuerda el tipo de sensación pero no la misma sensación? ¿Y puede el recuerdo ser algo más que una especie de paliativo para la ausencia de experiencia, para la imposibilidad ontofenomenológica de repetir una experiencia? Nadie tiene dos veces la misma experiencia.

Por eso quizá no sea cierto que haya sentimientos inolvidables. Quizá de una u otra forma todo se olvida, y el olvido no sea sino la reinterpretación o recreación de bosquejos o intuiciones.

Quizá nada de lo importante pueda retenerse; quizá, más bien, en lugar de atmósferas solo nos acordemos de los hechos; pero los hechos, en sí mismos, son como fórmulas matemáticas...

El recuerdo es una película deslucida.

Y si nos emocionamos recordando quizá no sea porque sentimos de nuevo lo que sentimos entonces, sino porque en el momento de recordar carecemos de emociones y nuestra memoria es como un catálogo de emociones. Pero nadie puede saber cómo es un país mirando una guía turística. Las imágenes se ensombrecen, los sonidos se mezclan y se hacen difusos…

La única manera de recordar algo inolvidable es repitiéndolo. Es decir, y en rigor, no recordándolo sino volviéndolo a experimentar, aun si el precio es la traición inevitable de los sentidos: la imposibilidad de una copia fiel.

Aunque sea otra, la esperanza es recuperar la pasión original. Y quizá por eso se agota el amor cuando las repeticiones se vuelven ritos vacíos: el original ha desaparecido del todo o nunca existió realmente.

Lo que no hemos aprendido es a repetir las cosas para hacerlas nuevas.

O bien: en algunas cosas solo tenemos derecho a una oportunidad, una sola, y esa es nuestra condena: nuestros ensayos no tienen ni continuidad ni finalidad.

Aquella noche, P. dio vuelta y me miró fijamente en la penumbra. La piel de sus dedos adquirió de repente un señorío inquietante: había ternura en esa violencia de amarse a ciegas.

Quizá intuíamos las trampas de la memoria y quisimos de una vez repetir aquello para hacerlo en ese momento inolvidable. Pero ya no lo conseguimos, no fue lo mismo o, como dicen: el momento (la “magia”) había pasado. Decidimos que sería mejor esperar, aunque no sabíamos si esperar qué o esperar cuánto.

Nos abrazamos todavía durante un rato más, semidesnudos y callados contra la pared, ahora tibia; y la noche terminaba, el fresco, el gallo a destiempo; sabíamos demasiado bien que todo eso llegaría un día muy próximo a ser solo un retrato en la memoria: algo, pues, no inolvidable sino irrepetible y sujeto a la flecha irreversible del tiempo.

Y hoy, ¿qué puedo hacer con este recuerdo? ¿Cuánta fiabilidad puede otorgarle? ¿Puedo atesorarlo, quizá, como si fuera una especie de inversión? Sé que jamás deparará frutos, que su valor no crecerá. Es el recuerdo de una riqueza perdida. ¿Y qué puede significar el recuerdo de una riqueza? Quizá, en el futuro, una plataforma para no enfermar de soledad, nada más...

Y, sin embargo, soy débil: la inversión es a la vez nula y maravillosa. Quizá más que el recuerdo de lo que sentí, lo que ha podido arrastrar hasta aquí mi cuerpo sea el vacío mismo de aquella plenitud, aunque ya vaciado también de ella. Ahora el vacío también es paz; y la paz, como la indiferencia, nos evita sufrir. Aunque también nos priva de conocer otra vez el deseo.

Aquella noche sin tiempo, finalmente el gallo cantó un amanecer púrpura y frío; y el viento llegó con el día.

—Entremos.
—Sí —concordé. Hasta ese momento no habíamos hablado.


[2:47 p.m.]

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