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12 de diciembre de 1999

TODO LO QUE SE APRENDE Y SE CONSIGUE EN LA VIDA, si no se devuelve a la vida, se aprendió en vano y se pierde.

Es cierto que todos empezamos de cero y que muy pocos nos preocupamos por retribuir. Algunos escriben libros, otros hacen canciones. Las escuelas, en general, enseñan cosas innecesarias y exigen saber asuntos inútiles. En revistas y discos y pantallas los niños aprenden cómo andar por la calle y qué esperar de la gente. Algunos piensan que también aprenderán a amar. Pero el amor es sorpresivo siempre y escapa de cualquier pedagogía. Los primeros labios que besamos nos devuelven al día de nuestro nacimiento. Y entonces el sol nos conmueve con su tibieza gratuita, ontológica; y concebimos la luna como un ojo vigilante pero alcahuete, y cuando ríe hasta le sonreímos de vuelta…

Pero lo realmente irrenunciable, desde un punto de vista psicológico, es el miedo. El miedo que no perderemos jamás, ni en los mejores momentos, cuando tan solo accede a bajar la cabeza y disimular su jerarquía.

Acaso lo único verdaderamente esencial sea lo que se pierde para siempre cada vez que alguien muere, pues casi siempre lo más valioso que sabemos es justo lo que nunca logramos decirle a nadie. A veces esos silencios se filtran en actos, en gestos que alguien recuerda difusamente, o en palabras enigmáticas registradas a la carrera en servilletas o tarjetas postales...

La tarea más gratificadora e imposible sería escribir la historia del silencio. Porque cada quien es su propio silencio.

[3:17 p.m.]

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