ENSAYARÉ UNA TEORÍA.
Los solitarios se miran mucho en los espejos no porque sean narcisistas, sino para sentirse acompañados. Mirarse en el espejo equivale a hablar en voz alta.
Por otro lado, aunque algunos solo quieran ser mirados, también somos espejos para los otros. Y a veces, sin saberlo, somos para otro un espejo que no miente, y cuando huye de nosotros huye en realidad de sí mismo en su reflejo.
Este es el mayor riesgo en una relación: allí todo está en juego porque estamos más desnudos que de cualquier otra forma. Nos vemos como no podríamos vernos estando solos. Y esto solo sucede en el amor; o bien, sabemos que nos acercamos al amor cuando descubrimos que esto sucede o está a punto de suceder... Lo demás es un simple juego de cuerpos. Y a esto se debe, me parece, que el amor sea mucho más desconcertante que la promiscuidad. Porque en ésta, la suma y variedad de cuerpos no nos dice nada de nosotros mismos, o muy poco, y todos los cuerpos son finalmente el mismo, abstracto: a través de todos los cuerpos queremos abrazar uno único, pero ideal. La multitud borra las facciones particulares y por eso muchos promiscuos dicen no estar enamorados de fulano o de mengano, sino del “amor” mismo, o del sexo mismo, así, al vacío. Lo que pasa en estos casos, creo, es que solo pueden enamorarse de sí mismos y esa es su condena inconfesada. Y es por eso que siguen eternamente buscando a su pareja “ideal”: en los otros no buscan realmente a otro, sino a sí mismos, perfectos, ideales.
En el amor monógamo (o monoándrico o, en todo caso, exclusivista), al contrario, solo hay un cuerpo, ese en el que nos vemos y que nos duele y en el que aun con los ojos cerrados podríamos reconocer el más ínfimo detalle, todas sus gracias e imperfecciones, simplemente porque no es cualquier cuerpo, ni un cuerpo ideal, sino éste, este de cada vez, uno perecedero y, por eso, verdaderamente único. Ese cuerpo nos penetra con su mirada, una mirada que mira con las piernas, las manos, los labios y a veces también con los ojos, y que nos muestra a nosotros mismos vacíos o al menos difuminados, y que nos hace volver a él simplemente porque sentimos que solo vaciándonos en él nos llenamos.
En una fórmula: en el amor nos vaciamos en otro para llenarnos del otro. En la promiscuidad vaciamos al otro para llenarlo de nosotros mismos.
Se entiende así que en la promiscuidad estemos protegidos: no enfrentamos ningún demonio, ni a nadie más que a nuestra propia imagen embellecida; los cuerpos se desvanecen en el universo etéreo de ese deseo indiferenciado. Pero en el amor nos enfrentamos a nuestro propio demonio, el desvanecimiento de nuestra imagen deseada, para convertirnos en otra imagen: nuestro reflejo en el otro. La carne, entonces, adquiere una dimensión vertiginosa.
Podríamos, pues, decir que el amor es una obsesión con la identidad ajena: estar con otro completamente distinto de los demás, y más aún, completamente distinto de sí mismo, siempre diferente en su identidad; por eso recorremos su piel y entramos por su mirada con la intención irrealizable de extraer su secreto más íntimo. Esa obsesión es la de poseer finalmente su identidad.
La promiscuidad, al revés, es una obsesión con nuestra propia identidad: pasamos de un cuerpo a otro, pero sin que nos interesen en realidad esos cuerpos, sino solo el nuestro en ellos.
Defino, pues, como corolario de mi ensayo de teoría. Amor: un único cuerpo desgarrado en mil diferencias letales. Promiscuidad: mil cuerpos diferentes desvanecidos en un único cuerpo ideal. La promiscuidad, así, termina siendo nihilista, y por eso no resulta transgresora. Sin embargo, el amor, sustentado por un afán enfermizo de identidad y posesión de identidad, tampoco transgrede, más bien aburre y destruye y hace reventar los egos en esquirlas locas que al final ya no tienen curación...
De modo que quizá esta aporía solo se resolvería si uno se enamorara para violar los límites tanto del amor como de la promiscuidad. O para desencajar para siempre esa dicotomía histórica que nos hace asumir como contradictorios o excluyentes el amor y la promiscuidad. Es decir, lo transgresor sería hoy amar más allá de todos los rituales aprendidos, esto es, entre los dos extremos de la identidad: la propia y la del otro. Solo así el amor sería –como nunca lo ha sido– algo posible.
[4:19 p.m.]
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4/5/10
17 de diciembre de 1999
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