MIRO OTRA FOTOGRAFÍA DE DIANA EN LA PLAYA, dándole la espalda al mar, omnipresente tras unos almendros que filtran la incandescencia del sol. En la arena las sombras bailan en claroscuro. Su rostro, sin embargo, resplandece. En esa luz su rostro es un sueño y es mi condena. La playa fue ilusión edénica: solo era el desierto que me invadiría, total, ambiguo, con la ambigüedad de una tristeza a veces culpable…
Y todavía pegada en esta página del cuaderno hay también una fotografía de Diana cuando era niña. ¡Había olvidado del todo esta imagen! Una niña con el cabello ondulado hasta los hombros, desordenado y trigueño; los pómulos salientes y las cejas arqueadas por una risa alborozada; y rodeando una dentadura helgada, los labios, ya, gruesos y hermosos. Tendría unos tres o cuatro años. Su mirada es cálida, pero su boca dibuja una sonrisa letal. No es cierto que la inocencia esté en los niños. Quizá los adultos la vemos allí por saberla en nosotros ya imposible, y por desearla y necesitarla. La inocencia siempre se inunda de demonios, los atrae y los incorpora como un agujero negro la luz.
Al verla así, hoy, bajo ese sol imponente, solo puedo pensar que su crueldad demuestra inequívocamente que el mundo es una contradicción o una aporía, y que esa, precisamente, es la condición de su existencia.
[8:20 a.m.]
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6/1/08
23 de febrero de 1999
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