16/12/07

16 de febrero de 1999

SIEMPRE ES POSIBLE LEER RÁPIDAMENTE PASANDO LA VISTA SOBRE LAS PALABRAS Y ACUMULANDO IMPRESIONES SUPUESTAMENTE DIRECTAS, algo similar a lo que sucede cuando solo vemos un paisaje desde lejos e imaginamos cómo sería estar dentro de él. O cuando, enganchados desde la página uno por una trama intensa e imágenes fuertes y la ansiedad que entraña el deseo de resolver un misterio –por ejemplo– uno no suelta el libro hasta que al final el autor revela todas las soluciones en un juego de luces parecido siempre a un desenlace amoroso o, más exactamente, erótico. Uno corre por las páginas y solo descansa cuando conoce la verdad. A veces, si la ansiedad o la necesidad son realmente fuertes, este tipo de lectura llega a depender más de la imaginación (o de las ganas de imaginar) del lector que de las minucias y cuidados y giros del texto leído. Esta, pues, es una lectura apocalíptica: depende de la revelación y de lo que suceda al final, es decir, de que haya un final en el que todo quede claro y resuelto: por esto mismo nos apuramos tanto para que termine.

Otra manera de leer, reposada y meditabunda, se hace menos con la vista que con el oído. Lo primordial no es pasar la mirada por las palabras, sino escuchar el reverberar de cada una de ellas, sus entonaciones, los ritmos cambiantes de sus consonantes, los matices de su aliento, inconcuso o etéreo o melancólico. Uno empieza a escuchar el croar de las ranas, el crujir de las hojas resecas o la brisa vadeando los follajes; resbala por la piel el siseo de las sílabas serenas; o golpea el pecho el bote rotundo de un corazón endurecido, frío, arruinado, harto. Uno se detiene, hace, de verdad, las comas y los puntos; y empieza lentamente a creer que las oraciones son algo más que oraciones, es decir, que algo efectivamente exterior y grave y asombroso intenta aparecer en un medio que no le pertenece: las palabras, el lenguaje, los acentos musicales de las letras... Aquí el final es tan poco importante como el principio, el tiempo es un vaivén y no una flecha y no hace falta que conduzca a un campo abierto donde todo quedaría finalmente expuesto bajo la luz solar...

Supongo que hay muchas otras maneras de leer. Estas dos son, para mí, básicas y mutuamente necesarias, no se quieren la una a la otra pero se necesitan, a pesar de sus diferencias.

En todo caso, ya he dejado de creer que tenga sentido seguir hablando o escribiendo contra el mundo, si el Apocalipsis está destinado a llegar pues llegará de cualquier manera, y, si no lo está, si no hay un destino del mundo, ¿para qué perder el tiempo anticipándolo?

Tal vez lo más importante sería inventar algo diferente del sí y del no, de las elecciones tajantes y las fronteras para todo. Por ejemplo: atreverse a leer sin esperar que las cosas sean como esperamos. Perder el miedo a interpretar…

Me he decidido: sí voy a contar su odio incomprensible. Hoy, al menos, Diana lo merece. Voy a hincharme de mí en esta historia sin historia hasta mostrar y decir el volumen ridículo de nuestro absurdo, es decir, del mío en primer lugar, aunque no solo del mío. Me tomaré de ejemplo: ya sé, al menos, que yo debo reventarme.


[8:09 a.m.]

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