9/11/07

11 de octubre de 1998

Si una cuerda de violín puede sentir dolor, yo era esa cuerda.
--Vladimir Nabokov


HUMO

piedra inmaculada

Cómo duele, a veces, la vida.Por ejemplo en estas noches de insomnio cuando pretendo dormir sabiendo que Diana acaba de abandonarme y que ese dato entraña la fulminante certeza de que deberé entremezclarme de nuevo con el mundo. O cuando, ya en duermevela y desarmado por la simple postración, creo imbécilmente que la reencontraré en cualquier esquina llovida y que ella me mirará como si no me conociera, como si no fuera yo con quien ella se desposó ante la luna en un momento de cursi debilidad.

Recuerdo que aquella mañana el cielo amaneció consecuentemente enlutado. Y el muchacho que yo era —en esa época desgarrado o semivivo— se sentó en su cama y por largos minutos solo miró la pared blanca. Y recuerdo que fumaba crónicamente y que su pensamiento era como el humo, y que su pena —o la atmósfera de su dolor— la describía como “piedra inmaculada”; y lo sé específicamente porque “humo”, “piedra inmaculada”, fueron las primeras palabras que ese día le vinieron a la mente, y aquí están como evidencia, escritas inaugurando o intitulando este cuaderno, uno de sus tantos cuadernos inseparables. Y recuerdo que aquel día, después de registrar algunas líneas más, devolvió el cuaderno y el lápiz a la veladora y se levantó, algo sonámbulo, y con un marcador grueso y azul escribió nombres en la pared: llenó el blanco hueso con manchones de tinta. Eran las etiquetas de sus actuales evocaciones obsesivas: “Diana”, “Paulina”… Tal vez, en la pared, sus cursivas alargadas empezaron a gotear lentamente hacia el suelo; me lo ha sugerido la siguiente frase del cuaderno:

Mis palabras lloran por las paredes.

Todo ocurría en un octubre como este en el que releo —después de varios años de abandono— estas páginas vergonzosas; un octubre tropical como cualquier otro: diluviano y monótonamente gris. Aquella mañana la lluvia era tenue y constante.

¿A quién le doy mi ternura, este triunfo inútil?

Creo que se preguntaba cómo encontraría ahora a otra criatura que deambulara por las calles como si fueran desiertos despoblados —a ese tipo de figuras o giros recurría en aquella época de emociones catastróficas, “desiertos despoblados”—, alguien que quisiera compartir incluso sus aversiones… Deseaba hallar a otro ser solitario que supiera amar sin que ninguno dejara de ser solitario.

Pero miraba su cuaderno, abierto sobre la cama como un ave despanzurrada, y sabía que sus palabras ni decían nada ni conseguirían nada. Es que eran palabras expelidas al vuelo, sin orden, sin contemplación a posteriori. Pero también sabía que a pesar de su indisciplina formal —literaria, valga decir—, no podía dejar de escribir, ni dejar de escribir sobre escribir o al menos imaginarse que algún día escribiría una novela —“o algo así”, agregaba casi siempre que decía o escribía “novela”—. Y sabía —hubiera preferido no saberlo pero lo sabía— que su amor o desamor era cursi, redundante, y su ternura solo un afán ridículo; y sabía que su dolor seguramente era masivo y homogéneo y, tal vez, incluso hartamente no interesante. Y sabía —tampoco era imbécil— que la época prohibía amar así, sentir, pensar, escribir como él lo hacía. ¡Qué diablos, el muchacho era una ruina!

Finalmente las gotas de tinta cayeron al suelo y la pared quedó emborronada y seca. El muchacho volvió a las páginas rayadas de su manso cuaderno… Garrapatos, exabruptos, un masoquismo burdo, solo eso parece haber llegado hasta estas hojas. Y al parecer no le importaba:

Hoy

—escribió—

ya no quiero escribir como escritor,

—pobre, como si ya hubiera escrito antes como escritor: él era puro deseo, pura vocación abstracta—

hoy no soy intelectual, hoy no quiero ser nada para el mundo.

Quería, voluntariamente, hacerse ingenuo o seguir siéndolo, ¡como si fuera posible ignorar la historia! Soñaba con ser capaz de inaugurar algunas palabras acerca del amor. Neciamente insistía en creer que hay millones de criaturas con las paredes igualmente emborronadas y noches en blanco y palabras vacías y únicas.

Hoy

—¿y no ha sido, durante tanto tiempo, solo esto: insistencia?—

solo soy esto: un cursi amor, una ridícula ternura, la reverberación agónica de una afección morbosa… ¿Como este momento de historia, ojalá solo una pausa en la historia?

¿Pero no es, en realidad, solo un enfermo, un idiota fuera de tiempo y contexto, un desesperado, o simplemente un inmaduro?

Una escritura libre, sin forma previamente impuesta; una escritura, una gramática sin programa...

Y lo deja así registrado en su cuaderno, sin ilación:

palabras apenas cogidas por un rastro...

¿Pero un rastro de qué, cómo?

Dejar el rastro, seguirlo, escribirlo así como llega…

¿Apenas dirigiendo su azar hacia la intuición de alguna posibilidad de sentido?

También debiéramos tener derecho a la ingenuidad... Algo así debe de ser nacer…

¿O ser adolescente?

Un rastro o una huella no del pasado, sino de lo que está por venir.

Sigo leyendo y casi puedo verlo —el tiempo que ha pasado no ha sido suficiente para olvidarlo, y ciertamente lo he intentado— sentado descolocadamente en el umbral de su puerta. Hace frío y hay neblina. Las aceras de su barrio están vacías. El parque, los columpios, los toboganes, los laureles, todo está quieto tras el velo sutil de la niebla. Retoma y registra las hebras sueltas de su pensamiento:

Quizá toda la poesía sea el silencio del amante abandonado. Las palabras serían las lamentaciones de la verdad, que solo puede decirse en lamentos que la enturbian. La verdad es un pozo de agua sucia donde nos miramos deformados — antes y después del poema.

Y lo entiendo, o quiero entender a ese muchacho apenas pospúber —¿no es igual, el pobre, que la humanidad?— que escribe deshecho y solo en el umbral de su puerta creyendo que tiene derecho a escribir sin historia, sin forma previa, sin trama ni asunto… Quisiera entenderlo y justificarlo, darle cabida, es decir, realidad…

Antes y después del verso, del llanto, en un beso súbito, en un adiós a la distancia...

¿O quizá el silencio que muestra su fuga cuando decimos palabras de amor, palabras que decimos simplemente porque no sabríamos cómo no decirlas? O no nos atrevemos... ¡Él se atrevía a decirlo todo!

Si tan solo mis ojos pudieran con sus ojos.

Luego empezó a llover lánguidamente. Y ya lo miro con mayor claridad, entre aquella garúa liviana que no parecía caer sino flotar como una nube de plumas translucidas. La brisa era un aliento manso. Escribía, solo, bajo el quicio de su puerta abierta... Pobre muchacho, cobarde muchacho, aparte de lamentarse por su amada que lo ha abandonado, según él cruelmente, lo único que hacía era querer ser escritor.

La poesía es un ritmo afectivo. El paisaje puede ser su pentagrama...

¿Por qué hay que vestir los pensamientos, las imágenes mentales, con un guión, con un relato, con una concatenación de actividades artificiosas? ¿Por qué no es válido simplemente escribir? No es cierto que en la vida todo esté concatenado, eso es más bien un accidente, o un resultado que solo conseguimos con un esfuerzo diario a veces inaguantable.

Hoy las novelas exitosas son, desde antes de ser escritas, películas de acción. No son novelas textuales sino guiones visuales. ¿Por qué asume la gente que para escribir una novela hay que tener móvil y motivo? Porque es un hecho: si uno quiere triunfar debe escribir novelas de la misma forma en que cometería asesinatos. El crítico —el detective—, no debe ser capaz de ver ni de oír al autor —la criatura de carne y hueso—, sino solo a su ficción; al autor se le sigue la pista, de eso se trata, pero no debe dejarse ver, ¡horror! Y de hacerlo su castigo es peor que la cárcel, será formalmente acusado y juzgado y condenado a los anales de la mala literatura; su cargo: haber pretendido tontamente mostrar su rostro, su malestar, decir “el mundo me deshace así”, o “este es mi dolor”, en lugar de inventarse a lo largo de ochocientas páginas nueve crímenes grotescos y catorce relaciones sexuales enfermizas u orgiásticas para simplemente velar el hecho de que quería ventilar su propio dolor a ver si, con el aire y el sol, se curaba, como cuando dejamos una cortadura sin vendar para que sane más rápido…

Hoy está de moda perder el estilo, es decir, la singularidad…

Pero a pesar del desamor y de tanta amargura, o quizá por eso mismo, aparentemente ese día se sentía heroico:

Yo voy a escribir como si no tuviera un pelotón de fusilamiento literario listo para acribillarme. Porque me da la gana escribiré sin historia, sin trama, sin “tensión dramática”, escribiré el fluir diario de mis palabras: ¿es que no hay derecho a la mera escritura? ¿Es que no hay derecho a vivir sin complicaciones formales? ¿Por ejemplo sin llevar el mercado por dentro como primer motor? ¿Es que este mundo que hemos hecho es verdaderamente ineludible?

Y se justificaba (como si a manotazos o por capricho pudiera redimirse la ingenuidad o cambiarse los hechos):

Mientras uno vive su vida, no la vive como si fuera un relato, una novela, una historia con principio y final y menos aún con sentido o unidad. Uno vive y el día va apareciendo mientras uno desayuna, camina, habla con el taxista, anhela, recuerda al borde del llanto, trabaja, odia, viaja o sueña con viajar, siente hambre, duerme o intenta dormir, se masturba, grita por rabia genérica o resbala en la escalera de algún atestado edificio público… Y aunque es cierto que uno vive la vida como si leyera un libro desconocido que sorprende y gira con cada página, la diferencia radica en que ese libro no está ya escrito, como sí lo está cuando uno lee un libro de papel. ¡Pues habría que hacer libros que no estuvieran ya escritos cuando alguien los leyera! Escribir como se vive un día cualquiera, un laberinto arremolinado de pensamientos y frases y percepciones, una locura, en realidad, de la consciencia, que entre tanto magma espontáneo consigue guiarse en una suerte de ruta a la vez prevista y no, anticipada y corregida mientras se avanza, cibernéticamente… Se le es infiel a la vida cuando se exige que los libros deban tener —para ser considerados buenos— una unidad cerrada, acabada, moral. Y sí: todavía me importa serle fiel a la vida, porque la vida es la única escritura real.

¡Ah furias cándidas de la adolescencia! En su cabeza se mezclaba todo: el rostro de Diana diciéndole “te amo y no quiero perderte” —diciéndoselo mientras se alejaba—, el recuerdo más lejano de Paulina, que sí lo quiso —él sabe que sí lo quiso—, su necesidad fisiológica de escribir sin pausa, sus teorías advenedizas o trilladas o singulares —¿cómo saberlo con certeza?— sobre la escritura y la vida y el amor… Su cuaderno recibía las líneas como caricias impremeditadas intercaladas con puñetazos anónimos y malestares de estómago.

Así es la vida y punto... Diana, desnuda en la arena. Diana imposible.

Seguidamente —y cada segundo lo recuerdo con mayor definición: los espejos de la memoria se despejan lentamente—, en esa mañana invernal y quieta, su desorden mental lo llevó a recordar de una manera particular la playa, vacía; y el verano, ocre; y la paz de los cuerpos en una noche abismal… Y los amaneceres blanquecinos, el mar, púrpura, y el viento que también venía por oleadas. Y a Diana, desnuda y animal sobre la arena tibia; y los zopilotes, sobrevolando y vigilando lo que no necesitan comprender. Diana mágica, voluptuosa; y su mano salada y arenosa sobre sus muslos metálicos y sus pechos henchidos como frutos… Una soledad feliz, compartida, elegida... Y recuerdo que fue en ese instante preciso cuando el muchacho que yo fui decidió intentar —iba a ser inútil, un despropósito, el resultado es este cuaderno mismo: ya lo verán— hacer “un ensayo de novela o algo así” sobre Diana y su desamor de arpía.

Debo hacer una novela que trate de lo que no debería aparecer en una novela, a pesar de ser lo que la haría posible… Porque, por otro lado, ¿por qué deben ser adultos —viejos adultos— quienes decidan lo que deben leer los jóvenes? ¿Cómo puede saber un crítico —por definición, alguien no-joven— qué tipo de prosa le gustaría leer a un adolescente desamorizado, de esta época o de cualquiera? Los escritores profesionales llevan demasiado tiempo olvidándose de su prosa adolescente, pasional y cotidiana, los márgenes o entretelones o soportes ocultos de cualquier narración, y se traumatizan tanto por la necesidad de ser “mayores” y “serios” y aceptados por la academia y la crítica, que dejan en el olvido más desleal a sus propios espíritus prenúbiles, campechanos, y olvidan que a veces hay que celebrar la ingenuidad simplemente porque es la fuente de donde mana toda inteligencia.

Lo que más disfrutaba era escribir frases o párrafos inconexos o súbitos en sus cuadernos. Practicaba una “espontaneidad calculada”, si se me permite la expresión; creía de algún modo posible copiar en las páginas interminables todo lo que pasaba por su cabeza como un tropel igualmente interminable. Para esta fecha ha llenado ya decenas de cuadernos. En la primera página de cada uno siempre hay dos fechas, una de inicio y otra de final, y el mismo título: “Textos”. Son cuadernos gruesos, de tapa dura y azulada, y en sus páginas de rayas celestes él saltaba de una reflexión o una imagen a otra tal como llegaban a lo largo del día, porque sí. Hacía frases o párrafos que, simplemente, en el momento de escribirlos le sonaban bien, ya fuera por motivos estéticos, argumentativos o sentimentales. Estas mismas páginas que ahora releo y en las que meto mano, dicen “11 de octubre de 1998” —es la primera anotación de este cuaderno— y empiezan con una cita de Nabokov, creo que de Lolita, y luego recogen en desorden todo tipo de enunciados y palabras sin contexto mutuo, “humo”, “piedra inmaculada”, todos estos que he copiado y algunos más, ya prácticamente ilegibles… Aunque creo que lo que más le impresionaba y le azuzaba a seguir, era que por más que se esforzaba en perder todo tipo de programa y de unidad, al final sus cuadernos supuestamente azarosos resultaban también con cierta inevitable unidad o, al menos, coherencia. Esto, a veces, lo desesperaba: no entendía que no se puede forzar el azar, o no quería aceptarlo, creía posible vivir y escribir como una abstracción de la vida, mera espontaneidad, como si una semilla en medio proceso de germinación pudiera saltar de especie, y así, tras haber sido semilla de laurel, por ejemplo, pudiera crecer para convertirse en un esbelto y fragante jacarandá. No entendía que la vida hace imposible habitar en los extremos absolutos: ni mero azar ni mera programación… Y no terminaba de maravillarle el hecho de que de la consciencia, tal como es, emergiera inevitablemente cierta unidad, una especie de singularidad difusa pero reconocible —no una identidad, pero sí cierta unicidad— que no podía de ningún modo explicarse por la suma de todos sus momentos.

¡Ah, si nos dejara el mundo elegir la muerte! Porque lo más fácil de la vida es morir, pero no podemos elegir, es incomprensible. ¡Y esta manía exasperante, alucinante de comprender!

Uno piensa hipertextualmente, y cualquier página de mi memoria puede vincularme con otra distinta, superficialmente sin relación con la anterior; en el juego de los afectos una idea cualquiera puede ligarse con otra muy diferente sin ningún problema. Creer que el funcionamiento de la realidad es simple, es literalmente una simpleza. A principios de la modernidad los científicos creyeron que eran leyes simples las que gobernaban el universo y la realidad, hoy saben que son complejas, que lo simple es solo el rostro superficial —maquillado, ordenado: cosmético— de una matemática caótica y probabilística…

Lo único imprescindible es no dejar de pensar.

Es decir, las frases deben ser bellas o inteligentes o ambas cosas...

Creía, sin duda, que también hay derecho a esta escritura íntima, textual y no fundamentalmente visual ni narrativa —no “espectacular”—, y no solo a hacer literatura.

Quizá el valor de la frase inmediata sea el mismo de un beso: el beso que inaugura una historia o que sella una huida. Eso es todo: huir de la muerte. Huir como si no fuera cierto que vivimos aquí. Huir, como siempre hemos hecho.

¿Pero no se huye también con frases espontáneas, desordenadas, como si la inmediatez o el delirio pudieran romper con la enfermiza necesidad de una ilación coherente, en la vida o en la historia, esa patológica obsesión con el sentido, del mundo, del universo, de la propia vida, del día vivido, de los libros?

No se trata de eliminar el sentido, eso es lo imposible mismo, sino de hacer otros sentidos, de rehacer los sentidos… No solo Dios debiera ser capaz de inventar mundos.

A lo lejos alguien canta, decía Neruda.

A lo lejos alguien me canta... pero no quiere saber que escucho.

La frase que sigue en su cuaderno me recuerda que en ese momento se levantó y puso un disco, cansado tal vez de escuchar la lluvia rala, apenas unas gotas sin cadencia cayendo dentro de las canoas y lagrimeando por los aleros. Joselito: uno de los viejos elepés que había heredado de su madre; y Joselito cantó la del cuento del ruiseñor clavado a la espina de una rosa; el ruiseñor del cuento de Wilde; un profesor anómalo —lúcido, gracioso, atractivo— había leído ese cuento en una clase de historia de la filosofía. Él se quedó mirando fijamente el mismo punto. Trataba de comprender su vacío, esa obsesión quizá metafísica, o veladamente teológica. Olvidaba o se negaba a creer que los vacíos no son para ser comprendidos. De pronto Joselito le pareció estridente. Los vacíos se arrastran como desiertos.

Joselito es un niño mimado.

El asco, otra vez, otra acometida.

A veces la vida se reduce a un punto único, una quietud deslizante, y una sola imagen se impone en la consciencia. En estos momentos lóbregos siempre deseo no haber nacido. Sé que es un deseo irracional porque por definición no podría cumplirse. Tal vez en la obsesión cobre un anticipo la muerte.

En este instante se calza, sale y camina a la pulpería dejando que el rocío le cubra el rostro. Respira con la boca abierta. El pulpero no lo reconoce y le dice “buenas, señor”, en lugar del acostumbrado “¡cómo está, joven!” Él sonríe: el pulpero leyó su repentina vejez…

Mientras caminaba de vuelta con sus bollos o su leche, recordó esta frase de Malraux:

“Los amantes satisfechos oponen el amor a la muerte.”

¿Y los insatisfechos, oponen la muerte al desamor?

¿No sería más trágico volver a nacer?

Pero, mientras metía la llave y daba vuelta al cerrojo y abría la puerta, también había recordado sorpresivamente que su madre, hacía siglos, una vez quiso llevarlo al psiquiatra y que él se había negado. Su madre insistió como insisten las madres y él fue, resignado, apenas con quince años. Recordó como una campana la voz del médico.

—Su hijo es depresivo, señora.

—¡Ay doctor, qué hacer!

—Medicarlo.

Y también recordó —porque lo recordaba siempre— que a él lo enamoró una víbora que le hacía felaciones a todas horas y en cualquier lugar. Quizá mientras caminaba hacia la cocina a preparar café volvió a ver y sentir su boca anhelante. Se sentía miserable pero tenía la imagen de aquella víbora generosa comiéndose su glande en una sala de cine. Justo antes de poner a chorrear el café escribió en su cuaderno:

—Doctor, mi medicina es esa boca que calla para mostrarme cuánto me desea…

Entre su lioso dolor y sus imbricados recuerdos, entre inmerecidos labios y justificados anhelos, tal vez imaginaba cómo sería que la muerte lo alcanzara después de haber sobrevivido mil amores, con el cuerpo anciano surcado de otras pieles y pesares, todavía muchas otras pieles y pesares, pero aliviado por mil olvidos… Que lo alcanzara un día muy distinto de este.

Luego dio un salto a otra de las mujeres que pueblan su soledad como cuadros o canciones o versos.

Hoy almorzaré con Paulina. ¿Podré narrarle a ella esta caprichosa tortura? Quizá pueda, incluso, confesarle mi secreto masoquismo.

Tenían dos años sin verse. ¡Su primer amor, como en las películas, un amor voraginoso y real! Él sabe que, como siempre, ella sabrá escuchar. ¿Qué fue, Paulina? En ese momento se lo preguntó y surgió un sinnúmero de frases inocentes aunque de cierta violencia:

P. fue una hondura imprevista, una jungla dentro de un bombillo blanco, una vasija sin fondo, el obcecado súcubo que sacudió toda mi historia pasada y futura, un etcétera implacable… ¿Podré verla a la cara sin volver a estremecerme, como antes siempre me pasaba?

Sí pudo, porque el dolor de ese día infinito no podía facturárselo a ella —el nombre del dolor de entonces era “Diana”—; y en cambio reconoció en sus ojos a la única mujer que lo había querido como debe quererse: Paulina fue brutal en su ternura y gentil en su traición. Durante un par de años se habían querido como casi todos los adolescentes primerizos, de una manera primitiva, romántica o totalitaria. Ella era su única amiga. Siempre había sido su única amiga. Ella —simplemente porque perduraba en su memoria y en su consciencia como una especie de hada, antojadiza, es cierto, o veleidosa, pero al menos leal— dichosamente lo tentaba a no inclinarse tanto a la muerte. Es que su amor totalitario supo —ni ellos saben cómo— convertirse en un nítido afecto, en una amistad sobrentendida.

Paulina: Nada mejor que un demonio que nos ame.

Recuerdo que durante la brevedad de ese almuerzo, descansó de la amargura de aquellos días aciagos volcándose en esa mirada cetrina y atenta que siempre era capaz de recibir sus dolencias sin reclamar a cambio nada. Es que en esos días Diana era su obsesión tiránica y Paulina, más bien, la evidencia de que toda tiranía puede llegar a convertirse —si se deshace o descompone de cierta manera— en armonía. Aunque P. también era la evidencia de la dolorosa dificultad de lograrlo.

Quizá el único vacío verdadero sea no poder amar. Y la única locura insana: no querer amar.

Y quizá en ese momento levantó la mirada hacia el cielo invisible. Él ha podido y ha querido. Una, dos, hasta tres veces… Definitivamente ese habría sido un buen momento para mirar el cielo –invisible tras las nubes preñadas– mientras esperaba en su puerta abierta a que se chorreara el café; y encendió todavía otro cigarrillo y mientras aspiraba el humo —mentolados, siempre mentolados— pensó que algún día debería dejar de fumar —el muchacho de entonces no podía saber que en efecto lo conseguiría—. El papel no se dejaba llenar y más bien parecía ir vaciándose con cada rasguño del lápiz. El desorden, los arremolinamientos, las desiguales arremetidas, ya nada de eso lo intimidaba, todo lo recibía vorazmente, incluso lo prohibido, esto mismo, escribir así... Levantó el lápiz justo cuando la lluvia empezó a recobrar fuerza.

Es imposible que la escritura amorosa no sea tautológica: el amor es una rueda. Y también el desierto puede ser un laberinto: basta que alguien camine por él.

La imagen que lo desvivía era el rostro de Diana —ambiguo hasta la irracionalidad— diciéndole adiós.

—Te amo —afirmó— y no quiero perderte —y seguidamente se fue para siempre. En efecto, creo que fue literalmente eso lo que dijo pocos días antes de irse: “Te amo y no quiero perderte”.

¿Y esta tristeza inútil? Significa que sigo vivo.

Su cuaderno era manso como una mariquita…

Pero su rostro firme y callado, félido, ya sin la posibilidad de volverlo a acariciar: esto es precisamente el dolor.

Es que ya no importaba que ese rostro siguiera hablando en la realidad, ni que él siguiera teniendo voz para hablarle; ya no importaba que pudiera volverlo a mirar de lejos; es que ya no podría tocarlo de nuevo. Diana seguía existiendo en el mundo pero nunca más lo dejaría tocarla, contemplarla desnuda y perfecta y mucho menos acariciarle las entrañas... Y a su edad esa certeza era insostenible: crecer es así de simple y complejo a la vez.

Sus ojos: cuencos hondos y abiertos, puros como triángulos equiláteros. Sus labios: un vientre carente de enigmas. Y su voz: una luz que atraviesa las sombras...

Y fue tal vez en ese instante o en alguno muy cercano —tal vez mientras se rasguñaba los muslos como un enfermo o se golpeaba la frente contra la pared—, cuando intuyó la certidumbre más amenazante y liberadora que había intuido jamás y que finalmente —aún no pero dentro de muchas y muchas páginas— lo salvaría:

¡El mundo entero cambiará solo cuando ya no sea capaz de sentir este tipo de amor, este amor metafísico, esta obsesión con la posesión de alguien! ¡Cuando mis manos ni ningunas otras manos sean ya capaces de escribir estas palabras que acabo de escribir! ¡Pero cómo lograrlo!

Pronto aprendería —¡cuánto le costaría aprenderlo!— que no era tan sencillo como escribirlo, ni siquiera tan simple como pensarlo o desearlo…

¿Pero podría lograrse sin registrar su agonía, acaso también su muerte? ¿La agonía o muerte de un estilo de amor, de vida y de creación, de un tipo obsesivo de historia?

¡De un tipo de hombre!

¿Y no sería ese registro más bien la imposibilidad de morir definitivamente?

Pasó la hoja —aunque no estaba llena— en una pausa del viento. El mundo y el cuaderno se abrieron de pronto y al unísono a la reflexión más reposada, la meditación apareció ahora tomándole el pulso a su padecimiento:

Tal vez, pensándolo todo mejor, algo podría engendrarse de este obsesivo e infantil deseo de poseerla

—hoy a Diana, pero antes fue a Paulina y mañana podría ser a cualquier otra—. Por supuesto, una intuición no sabe cómo meterse a la primera en palabras ordenadas; la intuición es un espolón o una meta, a la vez un gancho y la necesidad de soltarse del gancho…

Sigue, vuelve, deja llegar las palabras como vengan, confía, confía en que llegará el sentido…

La fortaleza de las piedras es siempre triste. Es cierto que no lloran, pero tampoco pueden reír. Y la felicidad es fiel: siempre arrastra consigo el dolor.

Por fin dejó de resistirse a ese llanto imprevisto que lo acogió bajo su puerta abierta. Era simplemente el signo tardío de que había sido feliz. Es como todo signo —pensó—, siempre atrasado... Porque cada uno de nosotros es también un signo de algo, seguramente de nosotros mismos. Pero siempre estamos tarde o demasiado pronto.

Nunca coincidimos con nosotros mismos.

Como todo signo.

¡Si tan solo nos atreviéramos a ser lo que somos!

El cuerpo es un conjunto abierto de signos que no terminarán jamás de decir lo que no dicen aún. Ser: espacio vacío entre las palabras. Espacios vacíos rodeados de voces. Espacios que marcan con su vacuidad el paso irremediable del tiempo; no se dicen para permitir decir lo demás, esos silencios entre las palabras, que no serían silencios sin ellas.

Aquí empieza la incontinencia: supongo que es imposible reposar en un espacio vacío, las cosas siempre son limitadas y siempre hay que recurrir a más palabras, unas sueltas, puntuales, otras ligadas, una red hecha de puntos infinitos...

El aliento que anuncia la voz. Pero no se puede decir en lo dicho. Este tiempo agonizante. Todo siempre quedará para después. Agonía, una insuperable agonía… Para después… En lo dicho, la única posibilidad es ser entrelíneas, decir entrelíneas. Como en el amor, que solo puede ser entrepalabras. Filo. Una cuña inesperada. Incisión. Una interrupción de la voz. Salto. La mano, la caricia que antecede la voz, que la convoca. Hablar solo debiera servir para indicar ese silencio. ¡Aquí! Hablar para señalar hacia donde ya no se puede hablar. ¡Y pensar en cuántos abusos hemos cometido! ¡Cuánta pobreza! ¡Este tiempo y este mundo agonizantes donde las palabras huyen de toda fuerza posible y son solo palabras! ¡Formas! ¡Humo! ¡Piedra inmaculada! La gente solo oye palabras en las palabras, ya ni siquiera escucha. Humo, un mundo de humo y piedra. Prácticamente nada. Maloliente. Y viento. ¡Tan cerca de la nada! Marilyn Monroe repetida hasta el cansancio en colores pastel. El mundo, desvanecido, licuado. Lo mismo pintarrajeado para no morir de aburrimiento. O matarse. Aire. Gritos. Marilyn Monroe con tetas enormes, siliconas duras, horribles. Matar indiscriminadamente nada más para soportar haber sido desgarrados. ¡Aire! O para ya no tener que soportar esta locura, siempre lo mismo, porque sí, locura, solo eso, los niños pegados a cables, embrutecidos, casi incapaces de expresarse, casi absueltos de soñar y de desear... inanición, desgana... dispuestos a dejarse volar en pedazos por una mochila bomba, o quizá sin saberlo del todo a la espera de la perfección virtual… Panóptica. ¿Haber ensayado tanto tiempo para esto? ¿Para esto? Casi, ni siquiera, poder tocarnos. Y saber que es posible vivir de otra manera. Saberlo. Saberlo con una atormentada certeza… Hay momentos en que absolutamente todo es una imbecilidad, un desperdicio... Pero solo transitando ese camino parece posible acercarse a la sabiduría, ¿no es eso lo que dicen? Aunque también a la ofuscación… ¿Es por eso que aquí, para mí, ya no puede haber más literatura, solo afectos? ¿Esta es mi condena? Todo, en el texto, es tan frágil y tan gratuito... Me parece que fue en estos puntos suspensivos cuando volvió como avalancha el deseo de llamarla. Fuego. Recuerdo que para entonces el pan ya estaba tostado y el café chorreado. Erotomanía. Sí, quiso saludar a Diana y oír su voz indiferente. Diana. Quiso oír de nuevo su desprecio. Zozobra. Quiso humillarse de nuevo, para poder enfrentar el día. Clavos. Diana crucificadora. Puso la mesa, sirvió el café. Humo punzante. Un glande atravesado por un clavo. Para darse valor, imaginó a Diana sonriendo malévolamente. El diablo con cuerpo de amazona. El diablo es una soldada espartana. Ojo vagina. Él lanzaba palabras como espadas inútiles. Al lado de las tostadas colocó el teléfono, cuidadosamente, como en un ritual o ceremonia. Ácido. Punzada. O palabras como escudos tardíos. Su cuaderno parecía parte del desayuno, el lápiz igual o mejor que un cuchillo. Luego marcó el número como si fuera la identificación de un presidiario, recitándolo en voz alta mientras digitaba, saboreando cada segundo, cada dígito, y su corazón se inflamaba de azufre. El olor del café humeante. La amo hasta el odio. La garganta irritada, inolvidable. Catulo: “Odio y amo. Siento ambas cosas y estoy agonizando.”

—Aló —su voz, tan solo su voz, puso en su mente la imagen violenta de todo su cuerpo, su piel de porcelana, sus labios gruesos, sus senos llenos, sus muslos de bailarina, sí, como una porcelana de Bavaria…

—Hola, soy yo —lo dijo temblando y saboreó la pausa, su mutismo, su indignación; seguramente ella estaba pensando “otra vez este necio, qué fastidio”, y él sonrió en silencio, tambaleándose en una arista.

—¿Qué querés?

—Solo quería saludarte.

—¿Otra vez? Pero si ya me saludaste anoche.

—Otra vez —y de nuevo deletrear cada sílaba de silencio, su silencio incómodo, porque él sabía que estaba furiosa, que ya casi lanzaba la grosería, como siempre, un despido siempre final, otra nueva traición.

—No puedo hablar ahora.

—¿Por qué?

—Porque voy saliendo —su voz la delataba: lo odiaba, lo repudiaba. Pero él gozaba ese desprecio. ¿Era acaso el anuncio de un triunfo lejano? Le quedaba esa esperanza, es cierto. Su mentira fue una estocada directa al pulmón. Él alargó hasta el empacho el silencio: quería exasperarla, quería que lo odiara con toda su alma, sí, que lo odiara, que rebosara en ella el odio, que lo aborreciera.

—¡Si no vas a decir nada colgá de una vez!

Él contestó con un vago gemido.

—¡De verdad que sos idiota! —fue ella quien colgó.

Y recuerdo que sonreí, colgué a mi vez y tomé una tostada, la embadurné con jalea —seguramente St. Dalfour, Myrtilles sauvages, ¡es que era fiel hasta a mis marcas!— y mastiqué despacio, con los ojos inflamados y un puño que se abría dentro de mi garganta…
Luego, con sumiso regocijo, volví a mi puerta y a mi cuaderno; encendí un enésimo cigarrillo y el humo se confundió con la niebla y después de dejar el registro gráfico de mi “conversación”, escribí con trazos caligráficamente perfectos:
Quisiera callar en tus labios abiertos, en ese silencio tibio poner fin a mi verbo. Pero, en cambio, voy a callarte en mí, y mi venganza será mi olvido.

¿Cuál era mi esperanza? Que a ella le quedara el peso inerte de saber que alguien la quiso hasta poder someterse, y que ante eso solo pudo salir huyendo presa del miedo. Que no olvidara que a la ternura más nítida ella respondió con una violencia feroz, y que algún día se preguntara por qué. Que la realidad que tanto ha evadido llegara a lanzarle zarpazos que le desfiguraran el rostro.

¿Qué quiero?

Es simple —escribí—, que algún día mi nombre te duela.

[6:21 a.m.]

_ _ _

No hay comentarios: