¿SERÁ QUE SOLO NOS ENAMORAMOS DE UN MINUTO DE ALGUIEN, uno solo de sus gestos, alguna cualidad incierta?
Decimos conocer a quien amamos, pero pasamos la vida entera encontrando en esa criatura seres extraños. Nos pasamos todo el tiempo buscando en ella el gesto, el relámpago, la huella rediviva de esa persona de quien nos enamoramos; y cuando no la hallamos y esa persona parece otra, es otra, no entendemos por qué la amamos pero la seguimos amando igual, con la fe de poder ver u oír de nuevo, imprevisiblemente, aquella expresión, aquella modulación de voz, aquella silueta que nos fascinó un día. Hasta que llega un momento en que ya no vemos más ese gesto, esa identidad que siempre bosquejamos sobre un lienzo que lo absorbe todo, y entonces dejamos de amar, así, como si tal cosa, como si hubiera muerto alguien dentro de quien está allí, al frente, aún dispuesto y amable.
Todos tenemos una multitud de rostros: uno en el trabajo, uno familiar, uno con los amigos y otro con los desconocidos, uno para el amor y otro para el desaire. Basta con fijarse en cómo cambia súbitamente el rostro de alguien que camina por la calle cuando encuentra de improviso a un amigo. Y hasta es posible que hayamos fabricado sin saberlo un rostro distinto para cada persona que hayamos amado. Nuestro nombre es un rótulo iluminado sobre la entrada de una carpa de circo.
X, por ejemplo, se enamoraría de mí si conociera el rostro que pongo al amar; pero no podría enamorarse de mi rostro de trabajo. El amor depende de tan minúsculas casualidades. En consecuencia, claro, lo idóneo sería no trabajar nunca.
[9:49 a.m.]
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12/4/08
06 de diciembre de 1999
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