29/11/07

04 de febrero de 1999

DEJAR EL RENCOR, olvidarla, no poder recordar su nombre... Pero aún la quiero, es decir, aún no puedo evitar pensarla y desearla a diario.

Por eso mi “opción”, hoy, es esta: llenar tantas páginas como sea necesario para que mi voz solo sea un ronroneo irreconocible; que el dolor se pierda perdiéndome en este bullicio de las páginas incesantes; desaparecer en una redundancia infinita y adormecerme como se duermen los brazos o los pies o la consciencia con la repetición mecánica de una misma frase o apenas de una sílaba…

Cuando se ama y se odia tanto a la misma persona, pero a ella personalmente no se le puede ya ofrecer amor —porque no lo quiere— ni odio —porque uno es patéticamente aprensivo— no queda más que amarla y odiarla así, aquí, en la más inocua contradicción de las páginas que se llenan con la única esperanza de que algún día agoten el deseo de seguirlas llenando.

Aquí puedo darle todo y quitárselo de nuevo a mi antojo. ¿No se trata de eso, escribir? Aquí soy un demiurgo capaz de tomar su odio y convertirlo en puñal o cielo, en novela o verso o disparate…

Sin embargo, no consigo decidir si debiera escribir su deslealtad, exponer sus cobardías, devolverle sus burlas y exhibir su egoísmo... Escribirlo, digo, explícitamente, literalmente. O si, al menos, debiera hacerlo literariamente, para no ser tan brutal, es decir, pasar su desprecio por el filtro o el velo de la “ficción”, como si de esa manera pudiera salvarla a ella de la ignominia o de mi propio desprecio enamorado, o como si de esa manera pudiera yo mismo salvarme de algo, por ejemplo de mí mismo...

Ella se rió en mi cara. Esa es hoy mi más amarga certeza. Le dije que sufría, que me dolía su ausencia... Su sonrisita arrogante… Como la puta vida cuando decide matar impróvidamente a alguien que nunca ha fumado ni bebido y hace ejercicio y recoge animalitos en la calle y cuida amorosamente a su madre demente: leucemia fulminante, muerte en dos semanas, atropello por borracho, resbalón en las escaleras de la iglesia… Diana, como un accidente, un día cualquiera simplemente me espetó que se marchaba.

Me inclino a creer que sí debiera registrar su vileza, aunque tal vez cubriéndola de ficción, cambiar su nombre y el mío, su rostro y el mío, su historia y la mía y hacer una novela en la que nosotros no fuésemos nosotros sino personajes y, gracias a esa jugarreta, fuésemos más reales aún que la realidad misma que hemos vivido: más universales y duros, menos personales o biográficos y por eso más atractivos y, dependiendo de la historia, hasta más políticos, más verdaderos o heroicos, porque, ¿tiene sentido contar un par de vidas comunes y corrientes, sin hechos extraordinarios?

Por otro lado, ¿tendría sentido escribirlo como si este dolor efectivo –me duele el reflujo en el esófago, la noche sin ella me duele en la nuca, el desvelo me duele en los ojos y me duelen las manos, los dedos que sostienen la pluma– fuera solo un juego de estilo o ficción: una vida paralela a mi vida? ¿O debiera escribirlo como si este dolor pudiera decirse mejor con palabras reales sobre la realidad del dolor? ¿Qué curará mejor, la realidad o la ficción? ¿Y si la cura no tuviera importancia o fuera un motivo estúpido para una creación de cualquier tipo?

¿Debiera, pues, armar una historia ficticia para, a la vez, encubrir mi vida y hacer veladamente teoría pedagógica, o debiera decirlo todo tal como es —es decir, tal como creo experimentarlo— en lugar de disimularlo con fábulas o moralejas?

Por ahora no me atrevo más que a postergar cualquier intento de respuesta definitiva —es decir, de estilo definitivo—, y, por eso, mientras tanto lo diré como lo pienso mientras tomo una ducha o miro por la ventana del autobús, como cuando llega simplemente como un aire cargado mientras intento dormir y doy vueltas en la cama presa de un escozor irremediable; lo diré como me lo explico a diario sin literatura, a espaldas de la literatura o, más exactamente, en los márgenes o borrones de la literatura: todo eso que un escritor o aprendiz de escritor debe borrar del texto al hacer una novela, un cuento, un relato, un eventual premio literario… Mientras no sea, pues, capaz de tales disciplinas, lo diré como me lo digo en cada pausa imprevista, cuando dejo de hablar en el café con los amigos, cuando dejo de trabajar para frotarme los ojos o mientras me cepillo mecánicamente los dientes y miro monstruos en el espejo, o como cuando, aquí –en este cuaderno amable que me lo permite todo, todo– se deja caer como arrebato verbal ocasional e iterativo…

Este dolor, de todos modos, es una atmósfera y no una historia. Es que los dolores mismos no pueden ser una historia, no pueden aparecer como historia. Y ya sé, no soy tan imbécil, en una historia no se debe decir el dolor, que sí, que ya leí a Hemingway, hay que mostrarlo, no hay que decir jamás que al personaje X le duele la muela, hay que hacerlo retorcerse y tocarse la mejilla repetidamente. Y no hay que decir explícitamente que le duele porque Diana o Margarita o Raquelita se han ido con otro y el tipo lo somatiza todo; solo hay que contar la escena cuando la muy zorra se va con otro y eso basta o habría de bastar, que todos hemos sufrido lo mismo y al lector lo que le gusta es que sin decírselo le hablen de sí mismo, o no, no que le hablen sino que le hagan historias en las que él (o ella) puedan verse como en un espejo. ¿Es que hay lectores que no sean narcisistas?

Pero lo intentaré, no hay nada más que pueda perder por intentarlo. De todos modos, escribo en un cuaderno que no leerá nadie. Lo escribiré, pues, como no debiera escribirlo: dejaré aquí la escritura, en lo posible, sin filtrar por uno de esos moldes prefabricados, estilísticos o genéricos; me esforzaré por no construir teorías omnívoras ni protegerme tras historietas ni sucesos, me debatiré en el abismo del entredós, entre las opciones extremas, contra el imperativo de que es necesaria alguna certeza, por ejemplo la certeza de que el lector sepa sin lugar a dudas si lo que le han dado a leer es un cuento o es real, si quien habla es persona o personaje, si lo narrado son hechos reales o ficticios. Pondré entre paréntesis que para el lector promedio esta certeza cartesiana es imprescindible: saber si lo que lee es literatura o el diario de fulano de tal. O esta otra: saber que la historia tiene un principio y un final y que el autor se los relatará más tarde o más temprano.

Tal vez podría empezar por su imagen...

Mi vicio es tal que conservo su fotografía justo aquí, al lado de este cuaderno… Me fascina mirar el poder que ejerce sobre mí. Me fascina dejarme fascinar y disminuirme, como cuando admiro embobado la potencia de un huracán o de un río de lava o el ímpetu de una marejada… Sentir —a modo, hoy, de experimento inevitable, y por eso mismo debo aprovecharlo— que solo de ella depende todo mi placer posible… La fotografía... Decir que es hermosa es una simpleza... Diré, mejor, que su belleza es mía porque soy yo, con este arrebato impremeditado que me lanza hacia sus labios, soy yo quien la hace bella: su belleza es el efecto de su cuerpo en el mío, el aire enrarecido entre nosotros, esa incontinencia de mi ir hacia ella, esto, toda esta irrevocable necedad genital... A veces, al mirarla, me siento capaz de cogerme un paisaje, al mar, a las montañas nevadas…

En esta fotografía en particular, Diana está sonriendo. Está en la playa, sentada en una banca desvencijada, bajo un almendro de follaje ralo, ralísimo: el sol atraviesa las ramas resecas y las sombras en su rostro son apenas un par de hilos que le cruzan la frente… Es de la época en que llevaba el cabello cortísimo y cobrizo, peinado en flequillos… ¿Como un patricio? La pura verdad no sé cómo llevaban el pelo los patricios... Su rostro es básicamente recto, simétrico, y al descender hacia su barbilla se convierte en un perfecto semióvalo; sus labios son gruesos como gajos de carne rojiza; y sus ojos son hondos y al reír frunce la nariz y los ojos forman dos rendijas de luz marrón. Sus mejillas, su frente, sus dientes brillan, todo brilla como el mar bajo el sol de un verano tropical. Lo cual es obvio, claro, la foto se la tomé en un verano tropical... En la imagen, su sonrisa es angelical, infantil casi, tanto que oculta como una máscara su talante fatídico. Es evidente que sin ese rostro inocente no podría matar a placer: lo esperaríamos. Yo lo habría esperado. ¿Pero cómo esperar crueldad de un rostro tan… geométrico?

Los rostros humanos son una hermosísima farsa. Quizá se deba a eso que solo seamos lo que somos cuando elegimos una máscara que nos cubra el rostro y un secreto que oculte nuestro nombre y quizá alguna historia que empapele nuestra historia… Quizá por eso somos tan dados a creer que podemos conocernos mejor recurriendo a la ficción, por ejemplo a la literatura, es decir, quizá sea por pudor que preferimos la imaginación que la realidad. Nos parece obsceno que alguien hable abiertamente de sí mismo. Pero no porque creamos que esté mal que lo haga, qué va, somos curiosos y nos gusta meter la nariz en la intimidad de los otros; pero solo lo aceptamos públicamente y lo aplaudimos si se hace con cierta decencia, con vergüenza, por ejemplo haciendo una novela o leyéndola, es decir, siempre que se cubra por algún tipo de arte o artificio o realidad virtual que disimule las partes y los sentimientos pudendos de las personas reales de carne y hueso. A los personajes les permitimos todo; a las personas les damos bofetadas y las juzgamos con escarnio.

En fin, es obvio que su fotografía ya no merece estar aquí.

¿Y me gustaría que ella leyera esta venganza, que, de todos modos, solo sería venganza si a ella le doliera? Sí, la verdad que sí, que me leyera algún día… Aunque seguramente no le dolerá ni uno solo de sus colmillos incisivos ni se le retorcerá un milímetro su colon de estatua helénica; quizá sus ojos desmemoriados recorrerán o estén recorriendo ahora mismo estas páginas como un catálogo de personas o personajes que no conoce, un inventario de emociones ajenas, literarias.

Creo que la virtud animal de Diana es poder vivir como si yo no hubiera existido nunca en su vida. A mí me desvela no entender cómo lo hace. Y se lo envidio, claro.

¿No sería entonces más inteligente dejar este cuaderno solo como un documento de privada imbecilidad?

Sobra decir que no logro decidirme, doy tumbos y retumbos y es como si alguien o algo me hubiera condenado a vivir y a escribir solo en borrador, sin una sola oportunidad para volver a lo escrito y repasarlo y borrar y editar y redecir y callarme, callarme del todo…

Por otro lado, cualquiera —ella misma, sin duda— podría reprocharme el hecho de escribir solo acerca del dolor, como un maniático. ¿Es que se puede hacer un libro solo sobre el dolor, más aún, es que se podría leer? ¿Acaso —ella me lo preguntaría—, no he conocido épocas felices? Sí, supongo —le diría—, algunas, pero solo los bestias hipócritas de la autosuperación piensan que es posible definir la felicidad propia para provocarle felicidad a otros. Quizá yo sepa qué me hace feliz, pero si me preguntaran, si me forzaran a decirlo y si lo dijera, entonces ya no lo sabría y solo conseguiría decir proposiciones desdeñables… La escritura, el lenguaje en general, está fundado sobre una ausencia, existe por algo que no está. Las palabras son huellas de criaturas inasibles y solo tienen sentido en la ausencia de sus objetos o referentes; solo escribimos carencias; la felicidad no tiene articulación en la voz, es sonrisa, grito, gemido o silencio; es, imprecisamente, un desgobierno del sentido cotidiano, pesado, ese que arrastramos por inercia. La felicidad se agota en sí misma y esto quiere decir que ni siquiera puede llegar a la palabra: así de incorpórea es su realidad. Ha de ser por eso que al pretender escribir la felicidad siempre obtengamos figuras ridículas: sombras que quieren pasar por cuerpos... Siempre un tanto platónica, ¿no es eso la cursilería?

Dicho en otras palabras, para escribir la felicidad habría que usar otras palabras, unas que probablemente no existan, o, al menos, un lenguaje inhumano, quizá, por ejemplo, el de las fieras con sus ojos atentos y su honorable olfato asesino. O la voz del viento con sus roncos violines...

Arriesgo una definición: la felicidad es ser humano con un pie fuera del mundo humano; es eso, quiero decir, pero no dicho así...

La palabra es el rostro público del deseo, vestido para el público, maquillado, como los colores que cubren la tristeza del payaso.

Y sin embargo a veces hay que escribir para no enloquecer, hacerlo indeliberadamente cuando el hastío no nos deja siquiera dormir, llegar al extremo de saberlo la única excreción aliviadora, la única manera de evacuar la soledad para que no se nos pudra por dentro; escribir rápidamente para llenar el insomnio con algo que no sea pensar, con una repetición sin fin y sin objeto, como cuando meditamos repitiendo una y otra vez lo mismo hasta que la mente ya no sepa qué hace ni qué dice y se llene de nada, de paz, de un cansancio bienaventurado... Y hacerlo como si nadie lo hubiera hecho antes, decirlo todo como si antes nadie ya lo hubiera dicho todo… ¡A veces necesita uno creer que no todo es lo mismo si es uno quien lo dice todo! Habría que postular ese derecho. Algunos trotan en las mañanas, otros nadan o juegan fútbol o escalan montañas y esos mecanismos evitan que piensen demasiado: ese automatismo deportivo del cuerpo evita que la cabeza les explote hacia dentro. Pero también escribir es un ejercicio para el cuerpo. Escribir, por ejemplo, para no reventarse de frente contra un muro, esta urgencia de arrancarse la piel y gemir, escribir, todos los días, a todas horas, para apalearse, para embrutecerse, escribir para no tener que recibir golpes eléctricos ni verse obligado a alimentarse hasta el vómito de Hollywood, para ensordecerse, para no ser nadie precisamente, es decir para ser solo palabras, vanidad, escribir para enloquecer de esta locura simbólica, menos físicamente grave, menos letal… y aún así tener que preguntar con cada nueva oración para qué diablos, para qué pierdo el tiempo así, aquí no hay nadie, jamás podrá haber alguien, y peor cuando se está casi seguro de que a nadie podría interesarle esta recargada locuacidad, si no es, tal vez, para un historial clínico de las megalómanas aberraciones filosóficas...


¡No sé cómo podía resistir estos ritmos!

[7:12 a.m.]

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