Lo que ha aparecido hasta ahora en esta bitácora corresponde, aproximadamente, a la mitad del libro titulado Agonizar en un escaparate (Ensayo de una novela). Pero la bitácora termina aquí, con esta entrada.
El texto completo está disponible en la plataforma editorial en línea Bubok. Allí es posible descargarlo gratuitamente en archivo pdf, o comprarlo en versión impresa (aquí). Adjunto la portada y la contraportada. Gracias por la compañía.
2/6/10
Publicación
4/5/10
17 de diciembre de 1999
ENSAYARÉ UNA TEORÍA.
Los solitarios se miran mucho en los espejos no porque sean narcisistas, sino para sentirse acompañados. Mirarse en el espejo equivale a hablar en voz alta.
Por otro lado, aunque algunos solo quieran ser mirados, también somos espejos para los otros. Y a veces, sin saberlo, somos para otro un espejo que no miente, y cuando huye de nosotros huye en realidad de sí mismo en su reflejo.
Este es el mayor riesgo en una relación: allí todo está en juego porque estamos más desnudos que de cualquier otra forma. Nos vemos como no podríamos vernos estando solos. Y esto solo sucede en el amor; o bien, sabemos que nos acercamos al amor cuando descubrimos que esto sucede o está a punto de suceder... Lo demás es un simple juego de cuerpos. Y a esto se debe, me parece, que el amor sea mucho más desconcertante que la promiscuidad. Porque en ésta, la suma y variedad de cuerpos no nos dice nada de nosotros mismos, o muy poco, y todos los cuerpos son finalmente el mismo, abstracto: a través de todos los cuerpos queremos abrazar uno único, pero ideal. La multitud borra las facciones particulares y por eso muchos promiscuos dicen no estar enamorados de fulano o de mengano, sino del “amor” mismo, o del sexo mismo, así, al vacío. Lo que pasa en estos casos, creo, es que solo pueden enamorarse de sí mismos y esa es su condena inconfesada. Y es por eso que siguen eternamente buscando a su pareja “ideal”: en los otros no buscan realmente a otro, sino a sí mismos, perfectos, ideales.
En el amor monógamo (o monoándrico o, en todo caso, exclusivista), al contrario, solo hay un cuerpo, ese en el que nos vemos y que nos duele y en el que aun con los ojos cerrados podríamos reconocer el más ínfimo detalle, todas sus gracias e imperfecciones, simplemente porque no es cualquier cuerpo, ni un cuerpo ideal, sino éste, este de cada vez, uno perecedero y, por eso, verdaderamente único. Ese cuerpo nos penetra con su mirada, una mirada que mira con las piernas, las manos, los labios y a veces también con los ojos, y que nos muestra a nosotros mismos vacíos o al menos difuminados, y que nos hace volver a él simplemente porque sentimos que solo vaciándonos en él nos llenamos.
En una fórmula: en el amor nos vaciamos en otro para llenarnos del otro. En la promiscuidad vaciamos al otro para llenarlo de nosotros mismos.
Se entiende así que en la promiscuidad estemos protegidos: no enfrentamos ningún demonio, ni a nadie más que a nuestra propia imagen embellecida; los cuerpos se desvanecen en el universo etéreo de ese deseo indiferenciado. Pero en el amor nos enfrentamos a nuestro propio demonio, el desvanecimiento de nuestra imagen deseada, para convertirnos en otra imagen: nuestro reflejo en el otro. La carne, entonces, adquiere una dimensión vertiginosa.
Podríamos, pues, decir que el amor es una obsesión con la identidad ajena: estar con otro completamente distinto de los demás, y más aún, completamente distinto de sí mismo, siempre diferente en su identidad; por eso recorremos su piel y entramos por su mirada con la intención irrealizable de extraer su secreto más íntimo. Esa obsesión es la de poseer finalmente su identidad.
La promiscuidad, al revés, es una obsesión con nuestra propia identidad: pasamos de un cuerpo a otro, pero sin que nos interesen en realidad esos cuerpos, sino solo el nuestro en ellos.
Defino, pues, como corolario de mi ensayo de teoría. Amor: un único cuerpo desgarrado en mil diferencias letales. Promiscuidad: mil cuerpos diferentes desvanecidos en un único cuerpo ideal. La promiscuidad, así, termina siendo nihilista, y por eso no resulta transgresora. Sin embargo, el amor, sustentado por un afán enfermizo de identidad y posesión de identidad, tampoco transgrede, más bien aburre y destruye y hace reventar los egos en esquirlas locas que al final ya no tienen curación...
De modo que quizá esta aporía solo se resolvería si uno se enamorara para violar los límites tanto del amor como de la promiscuidad. O para desencajar para siempre esa dicotomía histórica que nos hace asumir como contradictorios o excluyentes el amor y la promiscuidad. Es decir, lo transgresor sería hoy amar más allá de todos los rituales aprendidos, esto es, entre los dos extremos de la identidad: la propia y la del otro. Solo así el amor sería –como nunca lo ha sido– algo posible.
[4:19 p.m.]
_ _ _
24 de octubre de 1999
LOS SUEÑOS FÁUSTICOS QUE SE HACEN PÚBLICOS ACOSTUMBRAN CONVERTIRSE EN RECETAS, y es una ley universal que toda receta siempre fracasará si trata de convertirse en ley universal.
¿Escribir todo esto, entonces, hacer público mi desamor y mi amargura, agonizar en un escaparate?
¿No es acaso una traición, una rendición?
Sí: es mi debilidad, mi proyecto de figuración y por lo tanto mi fracaso... Si fuese capaz de conservar el amor tal como lo sueño, no escribiría nada.
No haber tenido que escribir nada: ese sí sería un triunfo.
No necesitar que el mundo nos apruebe, o al menos que nos vea el tiempo necesario para decidir ignorarnos y destruirnos.
La libertad es no requerir la aprobación del mundo, ni seguir sus órdenes asesinas.
Por eso solo imagino una opción sensata para vivir en el mundo sin ser parte de él: refugiarnos inadvertidos en medio del caos que nos lleva, flores hermosas encubiertas en esta tromba que hoy arrasa con todo.
Silencio, que el silencio se pose en los labios como una mariposa.
[4:14 p.m.]
_ _ _
28/4/10
23 de octubre de 1999
LA TIERRA ES UN ENCIERRO CASI PERFECTO. Afuera, el vacío de la eterna noche intergaláctica. Las estrellas aparentemente inaccesibles… Pero con el tiempo suficiente el cáncer se extendería hasta los confines del universo… O quizá solo hasta que dos o tres o varios construyeran en silencio otro mundo dentro del mundo, sin dejarse ver jamás; y respondieran susurrando, lejos de los ojos vigilantes y de las garras castigadoras; y defendieran la intimidad tanto como la vida, como necesidad de la vida... Harían de sus habitaciones tiernos universos eróticos, y a veces serían multitudes embelesadas ante la posibilidad arcaica pero nunca acaecida de quererse de verdad, liberados ya de toda psicopatología de la vida cotidiana y de trampas mortales como la envidia o los celos y los egos posesivos...
Su principal afecto será la ternura. Los veo en la distancia más próxima. Se abrazan, se acarician, se miran, se besan, conversan, duermen, se comparten casi sin ninguna violencia, y en las mañanas en balcones relucientes desayunan entre sonrisas, juntos, protegidos, animándose y animados porque no morirán solos. Aquí, por primera vez, sus vidas ya no serán desiertos.
Sueño. Al menos estarán de acuerdo en que tengo derecho de soñar lo que me reviente la gana. Ustedes, los jueces, pueden irse al diablo, o con él, que de todos modos aparece en cada esquina, evangelizando para el futuro, construyendo más autopistas hacia el progreso, expandiendo su averno virtual como un hormiguero hirviente donde todo está iluminado con la misma energía del fuego. ¡Ingenuos! ¿De dónde podría haber robado el fuego Prometeo sino del infierno? ¿Y no era Lucifer el ángel más bello? Hoy lo tendríamos apabullante en las pasarelas y en los comerciales, vestido con los mejores trajes, arrullándonos con una voz de querubín castrado y una mirada de luciérnaga. ¿A quién, más que a él, le convenía que aprendiéramos a diferenciar tajantemente entre el bien y el mal?
Refugios, entonces, pactos secretos: conciliábulos de amor contra el mundo.
Querernos entre todos sin tener que matarnos de tanto querer...
Cuando sepamos cómo lograrlo. Eso es todo, cuando sepamos eso. Muchas personas se unirán y se querrán de verdad y nadie sabrá qué quiere decir eso, solo ellas, pacíficas, con una ternura indecible en sus manos y en sus ojos, livianos y aliviados.
[4:12 p.m.]
_ _ _
22 de octubre de 1999
QUIZÁ SU CULPA PROVIENE DE SENTIRSE AÚN UNA NIÑA QUE NO SABE CÓMO DEJAR DE SERLO. ¿Y sería justo juzgar a una niña por su confusión?
Solo ensayamos, es cierto, la vida es como una flecha sin blanco; pero hay quienes no piden más que esa trayectoria, y quienes no pueden evitar padecer onerosamente por no detenerse jamás en un punto definitivo.
La pequeñita de mamá con sus expectativas aristocráticas y su garbo principesco... El pánico de seguir toda la vida teniéndose asco... Y entregarse a su asco para salvarse, como cuando los secuestrados se enamoran de sus victimarios... La trillada y triste historia de la cándida bebé a quien papá no le presta suficiente atención… La condena armagedónica de creer que todos los hombres son su padre repetido, semidiós y villano al mismo tiempo... Y destinarse a ser la delicada mujercita de un marido CEO de perfectas apariencias y con un pedigrí garantizado, rastreable, sin duda, hasta los sapiens que masacraron a los neandertales. ¡Qué desgracia llegar a ser propiedad del mundo!
Y algunos, encima, nos enamoramos hollywoodescamente de personas que no existen, cascarones fascinantes, súcubos de un neón tan rítmico como la moda. Y a veces también salimos del engaño, si tenemos suerte, pero salimos con el dolor funerario con que se abandona un satori químico…
O tal vez nada sea su culpa.
A fin de cuentas, nuestros padres no solo nos hacen en el vientre, sino también con sus vidas patéticas o heroicas, con sus decisiones fascistas o su gusto por los cantos gregorianos y la paz del mundo.
A veces, pues, creemos que una criatura de humo podrá envolvernos y devolvernos con sus velos traslúcidos toda la pasión que nos desborda. Y a todos nos toca ser de humo para otros. Es el azar histórico, eso de que hoy los rostros aparezcan fuliginosamente, como si ya no hubiera personas, solo personajes; porque todo, también la realidad, es ficción o casi; yo soy una ficción, tan banal como ella. ¡Y tener que llegar a defender tales incongruencias!
Ay, separados por ficciones irreconciliables…
¿Habría que ser infinitamente necios y elegir la realidad?
Quizá ni una cosa ni otra, ningún extremo, sino aprender a vivir aquí de una buena vez, entremedio, entre esos extremos que no existen...
Y escribir, entonces, por ejemplo esto, un error sin historia, un ensayo entre millones posibles: la novela sin relato de mi realidad.
Hoy todo es repetido e igual, como estas páginas incesantes y estos dolores de fin de siglo; y al final, como al principio, todo parece un desfile de sombras al fondo de una caverna, y es inmensamente triste y también la tristeza es repetida e igual...
¿Es cierto que bastaría con volver la cabeza? Pero ¿adónde?
Tantos pasos que hemos dado más allá y no hemos dado todavía uno solo aquí. Uno solo aquí.
[4:09 p.m.]
_ _ _
05 de julio de 1999
SI NO FUERA CAPAZ DE SOÑAR, me lanzaría de un puente.
O escarbar con las uñas mis muslos para encontrar tras la piel el olor, o la simple hondura que abrió allí su cuerpo, su reciente eclosión... Redescubrir bajo mis músculos decaídos el sello de su más tímido deseo. (Recordar lo que le costaba decírmelo, “tocame”, o cogerme la mano y ponérsela entre las piernas. Y recordar lo que gozaba después, siempre después de la timidez...)
Será que solo con otro nos aliviamos de nosotros mismos. Por eso lo más aplastante de la soledad es creerse uno; y llegamos a salir a la calle vestidos de uno, con los mismos gestos de ayer, con las mismas palabras, con los mismos sueños, como un episodio repetido. Y la gente nos reconoce y nos olvida, nos olvida y nos ignora como llegan a olvidarse las estatuas en los parques: porque siempre son la misma.
Con ella era otro; ahora yo soy yo y padezco esta ilusión, escribo esta ilusión histórica. Yo. Y ella no está, no llama, no viene. Yo. Me olvidó, sin duda. Yo. Dejó de soñar.
Y sueño que también yo la olvido; y escribir que la olvido.
La olvido.
[4:05 p.m.]
_ _ _
27/4/10
04 de julio de 1999
Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose.
---E. M. CIORAN
LA LLUVIA. Acostarme y cerrar los ojos. Soñar. Soñar siempre para combatir la ausencia, intentando vaciarme. Y luego durar levantándome. Durar duro durante. Como si el tiempo no avanzara. Inventar palabras abras del viento ventar. Como si una hora o dos horas o un día o un año no me envejecieran. Fuerte. Creerme valiente soberbio sabio. Apretar fuertemente. Sentirme inmundo agonizante puñal en maño muerte al instante. Soñar que viene. Soñar que llama, al menos. Querer oír su voz, deletrear este deseo inútil, saborear cada sílaba como si fuera su lengua, sus dedos. Querer repetir los gemidos madrugadores, su respiración liviana y mi ternura, cuando ella dormía. Soñar que quiere verme y sentir que me está viendo. Sonreír, imbécilmente. Hacerle un gesto de invitación, recordarle la noche anterior, contarle secretos o inventarlos. Estirarse sobre el lecho. Soñar. Soñar que quiere abrazarme y acariciarme sin prisa, apenas mirándome atándome. Recordarle la noche tibia y pálida. Sus senos, tibios y pálidos. La parte baja de la espalda. O el labio inferior, redondo hondo su vientre. Soñar que viene, que le abro la puerta, sorprendido, ansioso, amado; soñar que abro la puerta y ella me abraza con las piernas, con todo el cuerpo, soñar que dice me has hecho falta. Romper a llorar, otra vez imbécilmente. Y escribirlo, más imbécilmente aún. Y oír que la lluvia no cesa. Dar vuelta. Abrir y cerrar de ojos, verla despierto y verla dormido. El invierno persistente, persistente. Eyacular entre palabras ardas la lluvia, tormenta la cama bochornosa y el escozor, la molicie, el insomnio. Dar otra vuelta, a saltos, tirar al suelo las sábanas gritar. Saber que todo el cuerpo grita. La casa sola interminable. Placer dolor. Los muslos tensos, necesitarla como a una droga, una violencia lingüística. Y mi susurro a nadie, mi absurda facundia. Puños. Peor que una droga, una droga uno la compra o la roba o se la convidan. Las manos ávidas, inquietas, celosas. Golpe cabeza pared. Soñarla en otras manos ávidas, inquietas, celosas. Cerrar los ojos y llorar sin lágrimas. Soñar. Soñar. Todo como un desierto sin dunas ni viento, ni nómadas, siquiera, que lo recorrieran sedientos. Nadie... Caminar para hacer más largo el desierto, ir erosionando aceras, calles, aulas, visitas, amigos, familiares. Ir extendiendo el desierto porque quizá las personas solo merezcan reinos de arena. Y siempre intentar volver al sueño y quedarse en el sueño. Quieto, pasmado ante el recuerdo, poseído por el tormento de ver crecer el yo como un gigante, ¡como si existiera así, monstruoso y total, definitivo, estático, henchido! Y abrir los ojos otra vez. Saber que todo es la ilusión en que caemos los solitarios que no queremos enloquecer, creer que somos esto, ya, de por vida, esta voz, estas palabras... porque ¿cómo no creer en mí, cómo no verme exagerado si aquí no hay nadie más que desdibuje mi rostro, que disemine mi cuerpo, que desvanezca la ilusión enferma de ser esto, solo esto, solo, esto, yo?
[4:04 p.m.]
_ _ _
16 de septiembre de 1999
LOS PERSONAJES QUEDAN DE VERSE EN UN BAR. Y no es un bar cualquiera, sino el centro de operaciones de algunos de ellos; es además de los lugares más de moda: allí solo asisten los más estirados y también muchos que, ilusos, no saben bien cómo fingir adecuadamente su falso estiramiento, aunque no por ello dejan de disfrutar del privilegio. Para un inconforme advenedizo, la frivolidad salta a la vista.
El personaje de esta página ve en los gestos y en las entonaciones de la voz y en la ropa y en los estilos de caminar, de estar parados, de pasarse la mano por el cabello, una cantidad equivalente de fórmulas que desgraciadamente él desconoce. Se siente fuera de lugar, y simplemente observa. Mira con cuidado cómo se debe mirar a quienes entran, cómo se les habla a quienes supuestamente ya son amigos, cuáles gestos son aceptados como expresiones de asco, de indiferencia, de ingenio, etc., cómo se coloca el cuerpo frente a alguien a quien se quiere seducir... Le parecen las danzas de cortejo de alguna especie exótica de aves. Las hembras levantan sus apretados traseritos en el momento preciso en que una gran ave melenuda y patiabierta se acerca con cuidadoso sigilo; los machos miran de reojo y abultan los bíceps y los pectorales, aun si son insignificantes; y todos cierran los ojos hasta la mitad e inclinan cinco grados hacia atrás la cabeza mientras discurren sobre las propiedades ergonómicas de los nuevos asientos de la serie XXX de BMW –el personaje no alcanzó a escuchar el modelo y entonces aguza el oído para escuchar atentamente otras conversaciones–; pero el ruido es ensordecedor, espinas auditivas horadando el cerebro, un tráiler bajando cuesta con freno de motor, turbinas de avión en píldoras y le llaman música, y creen que conversan, y mi personaje, escuchando al lado do, empieza za poco a poco coco a sentirse se un poco mareado o más bien aturdido do como si todo el ruido ido a su alrededor dor no fuera sino eso queso, ruido ido, nada más que ruido ido y la musi cacá bumbán bin bom a todo volumen y los gritos tos tos de la gente te te así no not o cómono como tesh sha tete tatá y el calor ta tatá ta y el humo sofocante te teté y los cuerpos puf porqueelocal empieza po apo llen arsé a sudor y los escot entre las som y querer aún pensar cuando todo se entrecorta hasta la voz voz interior –y el personaje empieza a buscar la ruta hacia fuera– e insistir en ser humano no y las voces ces ininteligibles no puedo do no se puede vivir pensar sar estoy mareado do esta niña de al lado no no es u novia mía ¿o sí? ¿sí? ¿tangas como en la playa? madre mía ya ya sí mi amor ¿tomar? ah son modelos pintadas ¿me das? no no un cigarrillo yo no uh ese de allá el más alto rica cali fusa asado tas no besos no más ¿qué? también ble con él a deja sí ¿cereza? osa da no me crea no sé él dijo ella vez tar cio veron a un cuarto pues un con ¡de quién es esta mano pegajosa! ¡Epa!
El DJ anuncia minuto para miar y recargar líquidos.
La novia de mi personaje lo tiene tomado de la mano mientras ¿habla? con su amiga la encantadora hija del gran-señor-presidente-de-alguna-gran-corporación que de paso la trata como a un zapato viejo pero ella pobrecita es tan buena tan linda y con tanto dinero y el cerebro lleno de nubes que parecen animalitos mirá un elefantito con el moco parado ¡ay qué lindo! hablan y hablan hay que apurarse porque ahorita vuelve la música de lo buena que estaba la película esa del avión presidencial secuestrado pero bueno es cierto quien dice que está buena no es ella sino un pobre tipejo que no ha oído aquello de lo del mono vestido de seda porque tiene hasta los calzoncillos de seda es un mono hiperbólico piensa mi personaje seguro le costaron un ojo de la cara o los dos porque parece que el tipo es ciego cuál película habrá visto en esa película ha de ser otra se dice ingenuo mi personaje pero resulta que no es la misma y la niña a-su-lado-pintados-los-ojos-de-azul-pastel-toquecito-casi-imperceptible-de-escarcha le dice no la que está buena es la de Sharon ¿Stone? sí ¿con Stallone? sí ¡ah la del asesino! sí sí interstone ¿verdad? ¡qué chistazo! la venganza y todo eso sí sí la alquilé anoche y mientras tanto la novia de mi personaje solo se ríe no dice nada por ahora se ríe porque son sus amigos sus mejores amigos tan buenos tan lindos tan amigos estarían ahí para ella en cualquier momento pase lo que pase especialmente si algún personaje no invitado aparece en escena y pretende borrar del escenario a su amiguita qué se cree el cretino ese vení vení no te dejés convencer por ese hermitaño aunque bueno no hermitaño no porque no conocerían esa palabra tan de domingo y ni siquiera se les ocurriría por qué no la encuentran en el diccionario si la buscaran tras leer esta página y así siguen y el personaje lee esa amenaza en los ojos enemigos de los amigos de su novia que no sabe lo que hace porque nunca lo ha sabido y no sabe lo que dicen los otros porque eso menos lo ha sabido ni lo va a saber porque ya eso es hipnosis o lavado de coco pobrecita y sin embargo sí está consciente de que su novio mi personaje está que se vomita o recae en un ataque de pánico pero siguen así como todas las noches conversando acémilamente per secula seculorum hasta que la muerte felizmente felizmente para la muerte claro los separe…
Pero mi personaje no quiere esperar a que la muerte haga su merecida aparición, y como él no puede simplemente sacarse una guadaña de la manga y empezar a cortar cabezas, decide, en cambio, lo que es más fácil, cuestión de mero pragmatismo –y está en su derecho, además– salir un rato para fumarse un cigarrillo a solas y al aire libre, de todos modos la música empezará de nuevo en cualquier momento. Pero bueno, no resultó tampoco tan fácil porque antes tuvo que atravesar esa multitud de cuerpos esbeltos y bronceados y aceitosos con sus vasos o cervezas y cigarros y rituales de apareamiento que los hacen estorbar todavía más porque se inclinan y se manosean y se alzan de pronto y hacen como que se caen y gritan y se empujan pero no importa porque todos van así juntitos, qué solidarios.
Aire, ahora sí, aire.
Callado, con su cigarrillo, fuera del bar, mi personaje se siente desposeído; mira de lejos el tropel y cree que en ese momento lo comprende todo, algo impronunciable que ellos no han comprendido ni podrían comprender aunque se los dijeran en la cara. Es demasiado tarde, piensa. Y es que en esos instantes –lo que duró su cigarrillo– se sintió ajeno al espacio y al tiempo, aislado de todo, como metido en una burbuja transparente: podía ver hacia afuera, podían verlo, pero no había manera de tocarse, ninguna manera.
Terminó de fumar y regresó.
Ella nuevamente lo tomó de la mano y lo besó en la mejilla, con delicada ternura. O al menos lo parecía. ¿De qué encuentra ella alivio, aquí? ¿De qué atroz condena huye, para preferir esto a cualquier otro lugar? ¿Por qué necesita tanto este ruido ensordecedor y esos amigos acartonados? Ella sostuvo la mano en la suya, pero él ya no estaba allí ni en ninguna parte; estaba poseído por una especie de vértigo indefinible, simplemente una sensación de abandono, como si todo fuera absurdo, incluso él mismo, todo, ella, esa mano, ese beso, la vida. El mundo entero podía desvanecerse y no hubiera importado. Él mismo podría haberse esfumado y habría estado satisfecho. La humanidad entera le pareció de pronto una fantasmagoría de mal gusto, un chasco de la naturaleza para entretenerse mientras el tiempo hace de la tierra otro planeta de polvo.
Con todo desdibujado ante sus ojos, el personaje suspira sintiéndose extrañamente libre, desengañado, y por un instante minúsculo cree sentirse feliz a pesar de todo, aislado de todo y en el más radical sinsentido. Pero ella interrumpió sus cavilaciones.
–¿Estás aburrido?
Él despertó –o más bien volvió de bruces al sueño que vivía en ese momento– y le mintió.
–No, amor, solo estoy cansado –de pronto los rostros volvieron a tener consistencia, y asustaban. Eran como espectros, no tenían solidez, eran babosos y gelatinosos y sus gestos eran muecas incomprensibles, pero estaban allí, vivos, tan vivos como él, respirando y bebiendo y coqueteando y hablando, hablando, por Dios, hablando como si las palabras fueran eso, como esa música estridente, el ruido onomatopéyico de animales que solo ayer hubieran dejado de ser reptiles o bichos paseriformes.
Ella percibió la mentira. Porque sabe que de alguna manera él comprende su demencia (ella la llama necesidad de diversión) y su tendencia a enajenarse (ella la llama distraerse); pero sabe que él aunque la crea de alguna manera distinta, aunque la haya visto distinta, no puede acompañarla en estos mogollones. Y lo sabe con tristeza, casi con decepción, contrariada por su peso, es decir, contrariada por tener a la vez que quererlo y odiarlo por eso.
Se fueron, finalmente, despidiéndose afablemente de todos.
Camino a la casa de ella, a él lo absorbió una tristeza innombrable que casi no era tristeza sino más bien indiferencia, o cansancio, ahora sí cansancio, y la desesperación por no poder explicarle a ella lo que pensaba, lo que sentía, porque tal vez si lograra explicarlo bien ella entendería. Durante el camino –él exageraba la atención que le prestaba a los semáforos y a los otros autos– no se dijeron nada, cada uno ensimismado en su propio mundo o ausencia de mundo, mundos o ausencias ahora inconmensurables, casi diría opuestas, al menos discordes. Él se sentía vacío, pero era un vacío que ya no dolía; y se sentía, con razón o sin ella, como una especie de vidente, al menos como alguien que podía –o, al menos, quería– ver cosas que ella ya había decidido no volver a ver. Se sintió, sin embargo, desconsolado. Pero un desconsuelo sin angustia. Supo con colmada certeza que ella lo dejaría y que elegiría seguir ahí donde estaba para no sufrir, en ese refugio virtual que había encontrado para su dolor; y que no sería capaz de cambiar ese refugio por uno nuevo, con él, y no porque pensara que el suyo sería peor, o que no le gustaría, sino simplemente porque no tenía valor para vencer el miedo de cambiar lo que ya conocía tan bien por algo que apenas empezaba a descubrir, y que más por desconocido que por nuevo, como dicen, le provocaba un pánico irrefragable. Él, para sí, decidió no volver jamás a esos sitios, ni volver a pretender ser capaz de vivir a ese ritmo, aun si eso quería decir perderla a ella. Cada uno había elegido su paz, su vicio, su verdad.
Llegaron a su casa. Ella lo besó con tibieza, acariciándole el rostro. Era obvio que quería decir algo, pero no dijo nada.
–¿Qué pasa? –preguntó él.
–Nada. No pasa nada –pero ambos sabían que en esa nada se estaba decidiendo todo, y cobardemente callaron. Quizá los dos, mientras se besaban con un deseo cierto, se sentían infinitamente solos. Pero la soledad apenas empezaba. Era solo un anticipo. Querían comunicarse algo pero no pudieron o no se atrevieron siquiera a intentarlo. Y son esas pequeñas decisiones las que, a fin de cuentas, deciden todo en la vida.
Sus silencios eran en el fondo afectos contradictorios, lo contrario a los silencios homólogos del amor. Porque el amor es quizá solo eso: compartir un mismo silencio. Y la imposibilidad del amor aparece no cuando chocan palabras adversas, sino cuando los silencios que las sustentan se oponen tan claramente como el frío y el calor o la noche y el día. Las palabras de los enamorados solo son el vehículo que intenta llegar a un destino inalcanzable con palabras: el silencio ajeno –habiendo partido del propio silencio–. A veces los caminos se encuentran. Lo común es que se pasen de largo.
En adelante, mientras mantuvo su relación con ella, las veces en que volvió a encontrarse en ese mundo que lo hería, que lo incomodaba, él siguió actuando como si nada, como si no supiera nada, como si también él fuera parte de la gran comedia. Pero algunos cuerpos se cansan de fingir, y por eso era necesario que en un día futuro él dejara de fingir y que ella lo odiara por ese gesto tan poco fingido.
Él sabía que ella, por ejemplo, nunca aceptaría que sus propios colapsos psicológicos –esos que emergen como vapores volcánicos en las grietas momentáneas de su fantástica cotidianidad– no se deben simplemente a desajustes personales pasajeros, sino en parte a las plagas fisiológicas y sociológicas de un país empobrecido en vías de ser globalizado a empellones y favoritismos; y tampoco aceptaría jamás que la amargura de él sea también la amargura del mundo, como él le decía: “si ando con el ceño fruncido es porque el mundo es una mierda”. Para ella, las personas como él son enfermas irredimibles: si creen que el mundo es feo y eso les duele, eso se debe a que no tienen suficiente dinero o a que no hacen lo suficiente por tenerlo; o a algo de solución más sencilla: a que no se “distraen” lo suficiente. Ella y sus amigotes “siempre-felices” creen que ese dinero que ellos sí tienen les garantiza de por vida una identidad inmaculada y una diversión perpetua, y creen que ese es el secreto de su libertad absoluta. Él antes pensaba lo mismo, obviamente, como todo el mundo o casi, secretamente, y seguro por eso en nada le parecía extraño haberse enamorado tan atropelladamente de ella, de su liviandad y su alegre frescura, su desinterés ideológico y su festividad. Sin embargo, ahora para él todo eso es una especie de marca velada de esclavitud. Y por las mismas razones u otras similares, él ahora insiste en dudar de todo, incluso de su propia identidad, y hasta se empieza a esforzar por no querer tenerla ni depender de ella, no necesitarla o hacerlo cada día menos: cree que así será más fácil que el mundo aparezca ante él tal como es, sin tanto velo prefabricado ni tantas expectativas aprendidas. Ella, en cambio, insiste en ser la misma siempre: el retrato intemporal de una Venus rubia y tropical.
En el fondo, es así de simple. Desde aquella noche él tenía estas intuiciones, aunque no podía verbalizarlas. En la puerta de su casa, mientras se despedía de ella sin saber qué decir, besándola para no tener que decir nada, abrazándola con impaciencia, como si anticipara ya su pérdida irremediable, solo llegaron a su mente unas palabras que en ese momento no sabía de dónde venían ni por qué. Solo después lo entendería: ciertamente ni la vida de ella ni la de él tienen un sentido último, pero al menos él sabe ya que no lo tiene. Ha llegado a una lucidez glacial en la cual el absurdo de todo no es obstáculo para vivir, en donde ya no necesita asentarse en el sentido que le dé algún grupo, o las convenciones sociales o el dinero. Él podría vivir sin nada de eso, simplemente con ella en ese absurdo inocente de simplemente amar a alguien porque sí, porque está bien sin argumentos ni verdades, ni economías ni factores de riesgo, como si fuera esa la única luz en un mundo de creciente oscuridad. Eso era lo que quería decir con lo que dijo, pero aún no lo entendía del todo.
–La vida no tiene sentido –eso fue lo que dijo esa noche, en una exhalación de agotamiento–, pero no importa, la vida no es asunto de sentido, es un asunto de valor, como dijo alguien.
–¿Quién lo dijo? –preguntó ella.
–No importa... no me acuerdo, digamos que lo digo yo –contestó el personaje, ya casi convertido en persona.
[4:00 p.m.]
_ _ _
08 de enero del 2000
SÉ QUE TODO LO QUE ESCRIBO Y ESCRIBIRÉ PODRÍA ENCERRARSE EN UN ÚNICO ENUNCIADO. ¿Podría todo el amor encerrarse en un único rostro?
Escribo porque no doy con él.
[3:46 p.m.]
_ _ _
26/4/10
29 de noviembre de 1999
El agua anda descalza por las calles mojadas.
De aquel árbol se quejan, como enfermos, las hojas.
---PABLO NERUDA
SI FUERA CUESTIÓN DE BUSCAR, buscaría; pero ya ni siquiera sé qué quiero. Solo sé que un silencio implacable me llama, y yo voy incierto, pero fiel.
Ese silencio es una canción desesperada.
Hoy, la noche se vino de bruces. Otra vez la lluvia es inminente. Bajo el quicio de mi puerta abierta escribo casi a oscuras. El rocío humedece el papel.
Y escribo que hace solo un rato, mientras caminaba por la noche inmensa, me topé con una muchacha morena, espigada, vestida de plata. La niebla la envolvía y parecía una traslúcida sábana danzante. La joven paseaba a su perro, negro como la noche, y grande, como un novillo. Pasé a su lado y le sonreí, buscando la mirada de sus ojos luminosos. Ella desvió la vista. La noche, inmediatamente, se hizo más inmensa sin ella. Aunque el perro sí clavó en mí sus grandes ojos fijos.
¿Qué nos espera cuando incluso una sonrisa resulta amenazante?
Pensé que si yo también tuviera un perro –¡y saber que en noches como ésta lo tuve!– al menos hubiera tenido una excusa para empezar una conversación. Pero ella paseaba con su compañero lobuno y yo solo venteaba mi soledad de náufrago; lo cual, supongo, era para ella harto sospechoso. ¿Cómo empezar algo así, sin nada común que ante sus ojos eliminara la intimidación que represento, caminando solo, a deshoras, cabizbajo, por esta noche de piedra transparente, a la espera de nada más que del tiempo mismo? ¿Cómo, qué decir para borrar los miles de noticieros que paulatinamente han acrecentado su espanto?
La vi, de pronto, aún más distante; creí, luego, ver que me veía con ojos de luto; soñé que me oía desde lejos, callada, y quise más que nada en ese instante poder callarme con su silencio, y ya no con el mío. Cerrarle la boca con un beso...
En realidad, hubiera bastado con una sonrisa; pero la esquina siguiente la consumió como una vela soplada.
Sé que es mi vecina; ¿pero lo sabe ella? Definitivamente, esta noche calinosa no es un buen lugar para armar amores, y menos aún si la única posibilidad va paseándose con un perro que no me conoce.
Hoy es como si la noche pudiera echar raíces en el alma. Como si pudieran incluso sucumbir las flores y los pájaros, deshacerse como humo, como letras de humo enredadas en el viento de esta noche turbia. Ya ni siquiera importa si el alma no existe.
La muchacha de plata me hizo recordar el candoroso perrito que Diana y yo teníamos. Era un salchicha azabache apenas más largo que mi bota y apenas más alto que mi tobillo. Es increíble la ternura que puede suscitar un animal, por definición inocente. Cuando nos separamos, ella se quedó con él... ¡Pensar que ya no lo tengo, que lo he perdido! ¡Extraño a ese pequeño y valeroso animal como extrañaría a un hijo! Cuando dormíamos juntos, apenas amanecía se ponía inquieto y me lamía los brazos y el cuello, y gemía con una abnegación difícilmente posible en un ser humano. ¡Cuánto disfrutaba yo terminar con la boca mordida! ¡Adoraba sus dientes hambrientos de ternuras infinitas, leves como el agua! A veces, él quería orinar y por respeto a mi sueño aguantaba. ¿Cuántas personas respetan así el sueño de otro? Al momento en que yo abría los ojos su cola empezaba a menearse desaforadamente, daba volteretas en la cama y emitía unos ladridos minúsculos que yo imaginaba como el sustituto perruno de las risas y las caricias. ¿Cuándo alguien que haya dicho amarme ha entrado en tal estado de excitación simplemente por verme despertar? Si yo aparentaba que seguiría durmiendo, él bajaba la cabeza, sollozaba más agudamente y finalmente se ovillaba junto a mí como si tuviera miedo, y esperaba. Yo veía en su paciencia un signo de amor: solo los enamorados esperan sin exasperación la llegada de tiempos mejores, y acompañan a sus amados a través de cualquier tempestad y cualquier ansia.
Me pregunto si detrás de las montañas nocturnas, también ella, como mi vecina, sale con nuestro pequeño, y si también encuentra, en su indeciso camino, paseantes facinerosos.
No lo creo.
Seguramente ella prefiere salir de día, cuando los ojos del mundo puedan verla y sostenerla en su identidad –conmigo, a ella solo le gustaba salir cuando había niños riendo en las calles–, cuando todas las miradas y todas las voces puedan decirle sí, sos vos, la misma de ayer, bella, y tu cuerpo claro y tibio es un pedazo del sol poniente...
Ella vive de día. Se parece a las certezas del mundo. Yo, en cambio, me ofrezco cada vez más a las noches interminables, estas noches de calladas luchas donde da vueltas el corazón como un volante loco. Y quizá no sea sino este umbral de sombras trémulas lo que nos separa: ella quiere ser luz y yo huyo de la luz.
Soy un perro herido que rueda a los pies del recuerdo.
Y debo apurarme, el viento empieza a girar en el cielo. Sus aullidos dispersan mi ensoñación, y la noche, errante, empieza a huir en ráfagas como un mar de olas ebrias.
Tiritan las hojas de mi cuaderno.
La quise, es cierto, y mucho.
A veces ella también me quería.
Y tal vez todavía la quiero. ¡A veces se me viene todo el amor de golpe, como un remolino de furia!
Pero a la vez la fatiga sigue, y empiezo, también, a cansarme de buscarla en todo lo que escribo.
Las palabras se adelgazan; el dolor se adelgaza.
¿Ha pasado la hora de la venganza?
Quizá, sea ya la hora de partir. Quedar abandonado, como los muelles en el alba. Seguir el camino que se aleja de todo; un camino que pueda alejarme de ella como se aleja uno de la juventud.
Tal vez el dolor no sea infinito. Tal vez sea cierto que un día llega el último dolor. Sí. Pero el último dolor, como enseña el poeta, debe ser también un verso.
Este es un puerto.
Aquí te amo.
[3: 42 p.m.]
_ _ _
15 de septiembre de 1999
ESCRIBIR ES SOÑAR DESPIERTO; y como cualquier sueño: con censura, desplazamientos y condensaciones, partiendo siempre de algún deseo o al menos de un impulso hacia algo, pero sin final, sin interpretación definitiva: sin cura.
Entre los extremos imposibles de la realidad y la ficción puras; a tono con los tiempos, solo esta virtualidad de ensueño: oleadas de palabras que no se dejarán atrapar por ningún género irreversible...
La escritura siempre es espectral: ni de aquí ni de allá enteramente, un pie de ausencia en el mundo de los presentes y, por eso, ni simple ausencia ni simple presencia.
Los grandes poetas son grandes porque nos hacen olvidar los nombres de las cosas y nos dan, a cambio y sin que nos demos cuenta, lo invisible de ellas, su cercanía más inadvertida, para que ya no veamos en ellas los objetos que vemos o usamos a diario sino su fondo innombrable, nosotros mismos desde la muerte, en ella y con ella vacíos de nosotros mismos y reventando también de silencio...
Supongo que algunos secretos se muestran en la imposibilidad de decirlos. [LW?]
[3: 25 p.m.]
_ _ _
11 de abril de 1999
SIMPLEMENTE, tratar de evitar los tecnicismos, la artificiosa intelectualidad, el énfasis neurótico en lo formal, la estructura, o el recurso sumiso a las expectativas comerciales del momento, todas esas construcciones elevadas solamente para disimular, a la vez, nuestra sanguínea inseguridad y nuestra más vergonzosa cursilería. Porque también es cursi el deseo enfermizo de triunfo por encima de la mera escritura...
Cuántos aparejos para tapar con mil ficciones esta nuda condición: quisiéramos que todo fuese simple, que pudiéramos querernos y respetarnos y simplemente decir las cosas como las sentimos; y que no hubiera que disfrazar nuestra ignorancia sentimental tras ochocientos volúmenes de enciclopedias y formalismos.
Hiere pensar que el lenguaje en su mayor parte es un desperdicio.
[3:18 p.m.]
_ _ _
8/4/10
12 de diciembre de 1999
TODO LO QUE SE APRENDE Y SE CONSIGUE EN LA VIDA, si no se devuelve a la vida, se aprendió en vano y se pierde.
Es cierto que todos empezamos de cero y que muy pocos nos preocupamos por retribuir. Algunos escriben libros, otros hacen canciones. Las escuelas, en general, enseñan cosas innecesarias y exigen saber asuntos inútiles. En revistas y discos y pantallas los niños aprenden cómo andar por la calle y qué esperar de la gente. Algunos piensan que también aprenderán a amar. Pero el amor es sorpresivo siempre y escapa de cualquier pedagogía. Los primeros labios que besamos nos devuelven al día de nuestro nacimiento. Y entonces el sol nos conmueve con su tibieza gratuita, ontológica; y concebimos la luna como un ojo vigilante pero alcahuete, y cuando ríe hasta le sonreímos de vuelta…
Pero lo realmente irrenunciable, desde un punto de vista psicológico, es el miedo. El miedo que no perderemos jamás, ni en los mejores momentos, cuando tan solo accede a bajar la cabeza y disimular su jerarquía.
Acaso lo único verdaderamente esencial sea lo que se pierde para siempre cada vez que alguien muere, pues casi siempre lo más valioso que sabemos es justo lo que nunca logramos decirle a nadie. A veces esos silencios se filtran en actos, en gestos que alguien recuerda difusamente, o en palabras enigmáticas registradas a la carrera en servilletas o tarjetas postales...
La tarea más gratificadora e imposible sería escribir la historia del silencio. Porque cada quien es su propio silencio.
[3:17 p.m.]
_ _ _
26/2/10
18 de octubre de 1999
LA LITERATURA ESTÁ AGOTADA. Agoniza. Para mí, dichosamente, ya no hay literatura, solo afectos.
[3:15 p.m.]
_ _ _
18/2/10
14 de septiembre de 1999
¿Y CUÁNDO EMPEZARÉ POR FIN UNA HISTORIA CON LA COMPLEJIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS, el detalle de aventuras y de conversaciones, alguna mezcla ingeniosa de tragedia y enigmas y reflexiones pasajeras?
–¿No es también esta una huida patética?
Pero no puedo contar mi historia.
Hoy en día es muy difícil saber cuál es la realidad propia, incluso saber si la hay.
Hay, por ejemplo, eso sí, golpes al hígado, sucesos horribles como orfelinatos quemados y madres vapuleadas a muerte; y hay también el desasosiego de algunas noches solitarias y de algunas frases indelebles; a veces el rastro de una mirada subterránea, o el residuo de un desprecio inmerecido; y los besos, ¡todos los besos insustituibles!
Aún así, no sabría decir cuál es mi historia.
Creo tener tan solo un sinfín de afectos y memorias casi desvanecidas, y anhelos y palabras sueltas al viento desde bocas prohibidas u olvidadas. Trozos, un catálogo hipertextual de trozos que solo por una retrógrada necedad podría insistir en sistematizar, a sabiendas de que cualquier estructura que pudiera esbozar se convertirá en polvo en las propias palabras que la levantan...
¿Narrar, qué significa narrar?
Sin duda mi cuerpo arrastra una historia, pero las historias nacen un instante después de la vida, cuando pasa por ese filtro infranqueable que ordena las palabras y produce pensamientos como si fueran frutos de un árbol irónico o malicioso, muy distinto del idealizado árbol del conocimiento. Y algo se pierde allí para siempre.
La vida es a la vez autoconocimiento y disipación.
Por eso me niego a contar una historia. Incluso si no es la mía.
De todos modos, la vida no aparece ni en los cuentos que inventamos ni en la descripción objetiva de los hechos. La vida se parece más a una nube, o a un río que se desplaza siempre entre los cuentos y los hechos. Quizá los hechos son las piedras que la vida rodea para ser lo que es: ni hecho ni historia cabal.
No quiero, por ahora al menos, cometer ese fraude literario. La excusa de toda literatura.
Y ciertamente es probable que esta decisión entrañe, para mí, quedarme sin opciones, condenado a esto, ni una cosa ni otra: el impulso cotidiano por comenzar algo y la necesidad inmediata de abortarlo.
Me domina este extraño conato que no pasa de ser conato, una reduplicación incansable de los mismos matices, aunque siempre, también, de algún modo distintos...
Y, sin embargo, aunque supuestamente una historia siempre me está ocurriendo –esa que reconozco por las huellas apodícticas que deja en mi mirada, o en la lividez de mi piel– aun si no puedo reordenarla con fidelidad a la realidad, veo con gusto, eso sí, que los afectos de alguna manera sí consiguen filtrarse y acomodarse entre las letras y las oraciones o, más exactamente, reanudarse como letras y oraciones... Es cierto que de una manera empobrecida, como se filtra la luz a través de una pantalla traslucida, sin dejar ver los objetos, aunque sí sus siluetas...
Las palabras muestran que todo es a la vez ausencia y presencia, luz y sombras, y que nunca habrá nada sin su otro, nunca, ni un instante presente, ni una identidad matemática, ni un átomo ni un fotón ni nada, ni el paraíso, ni la agonía ni la felicidad y ni siquiera un ser humano totalmente solo, aunque por ratos su única compañía sea la ausencia de otros seres queridos y extrañados.
A veces, desorbitado o místico, no lo sé, pienso con una convicción espeluznante que solo podemos ser felices porque vamos a morir.
[3:12 p.m]
_ _ _
11/2/10
28 de noviembre de 1999
Cuando tengas dinero regálame un anillo
Cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca
Cuando no sepas qué hacer vente conmigo
Pero no digas después que no sabes lo que haces
---ÁNGEL GONZÁLEZ
Y SIN EMBARGO, me gustaría deambular por las calles de todas las ciudades del mundo con vos a mi lado, y en silencio admirar las petunias iridiscentes en parques helados y en las aceras desconocidas de avenidas interminables; o poner a los policías a posar para nuestras fotos como payasos de uniforme y fotografiar palacios prohibidos; o meternos en mares australes a temperaturas bajo cero y visitar casas de personajes famosos e incluso sitios donde digan que haya habitado el mismo diablo; o visitar zoológicos y acuarios y subirnos en teleféricos y hacer gozosamente todas esas cosas que hacen los niños.
Juntar las manos esmorecidas y no saber dónde estamos ni por qué.
Detenernos en una esquina cualquiera y mirarnos largamente a los ojos y decidir espontáneamente si seguimos a la derecha o a la izquierda, o si aprovechamos la indecisión para darnos un beso fugaz y porque sí.
Prodigar horas en elegir un lugarcillo cualquiera.
Me gustaría amanecer a tu lado sin saber claramente cómo llegamos hasta allí, ni qué hemos venido haciendo ni qué haremos en el día; y no tener desayuno y tener que improvisar el desayuno; y pasar los dedos entre tu pelo liso y sonreír como si en realidad afuera no hubiera nada, ni ciudad desconocida ni conocida, ni nadie, ni tiempo siquiera, ese rey ingrato; y vivir así, de aquí allá, sin más premura que volver a los roces gratuitos y las noches largas en lugares que nos asusten.
Y no decir nada, solo acercarme más a tu cuerpo cuando me despierte antes de tiempo y sienta frío; y esperar a que despertés, mirándote, esperando quizá un gemido y tus brazos apretándome sin estar aún consciente.
Verte inédita, amarte todos los días sin conocerte, volver a empezar con el desayuno improvisado, con el mundo entero abierto tras nuestras puertas casi siempre cerradas. Y me gustaría que mi soledad y la tuya fueran nuestra soledad, soledad al fin, irremediablemente, un susurro siempre en duermevela, ante ese cielo que calla sin nunca explicarnos nada.
Y me gustaría verte a veces arrebatada, perdida en mi mirada y en el aliento tibio que nos salvaría del frío de las calles. Quedarnos dentro, decidir de pronto no salir este día, quedarnos haciendo nada, porque a veces esa nada es la saciedad misma para quienes se aman así, sin prisa ni destino, con el único afán de no perder el instante, el deslizamiento por los días y las avenidas y los parques como si todos fueran infinitos.
Y me gustaría que después de besarme desearas otra vez mis labios, y que sostuvieras mis manos cuando estuvieran temblorosas de tanto sostenerte; y que desearas mis preguntas tanto como mis respuestas.
Que nuestros cuerpos fueran juntos como los labios de un niño sonriendo embelesado ante lo prohibido: una conciencia lúcida y terrible, una inocencia a punto de depravarse. Toda la piel, las vísceras y las miradas y deseos reunidos en un solo impulso de ternura y de rabia: olvidar el mundo, olvidar que nos pide que nos separemos, que pensemos demasiado y que trabajemos demasiado y que comencemos lentamente a odiarnos; olvidarnos de eso, poder olvidarnos y vivir así, desasosegados en nuestra calma, como protestando en silencio contra esa manía tan demasiado humana de romper las cosas, de avanzar destruyendo; olvidarnos de todo eso y simplemente ser un par de tórtolos que acostumbren besarse y no pensar por separado.
Y me gustaría, también, ser viejo y que vos fueras vieja y poder entonces mirarnos como viejos amigos tras el ventarrón que habríamos dejado atrás; y romperle la cara a la muerte, cuando llegue, diciéndole cada uno: es cierto, muero solo, me llevás solo, pero no viví solo; y entonces morir en paz, como en el poema de Nervo: tras haber amado y tras haber recibido en el rostro las indescriptibles caricias del sol... ese mismo sol que conocimos en cueros cuando apenas empezábamos a ser esos que soñábamos con todo lo que nos gustaría, todo esto, todo esto que no tenemos.
La vida tiene las reglas que queramos darle.
¿Por qué conformarnos con algo corriente, con eso que todos tienen? A mí ya no me importa lo que el mundo entero pueda decir de mí. Soy sordo y solo me interesa lo que pueda salir de tus labios o, si no, abrir tus labios con un beso, es decir cerrarlos.
Estoy aquí, ya lo ves, y me gustaría finalmente que estuvieras conmigo, para poder callarme de una buena vez.
Estos son mis fragmentos, algunos, y también mis fragmentos te llaman y te quieren.
Me gustaría, en fin, que te olvidaras de todo y que nos encontráramos por allí, como sin querer, desmemoriados y vírgenes, ansiosos y tontos, sin dinero o con dinero pero con la esquina de nuestras bocas, y sabiendo que no sabemos lo que hacemos y que no nos importe; es decir, tan sabiamente tontos como para querer empezar de nuevo a hacer juntos todo eso que nos gustaría.
[3:08 p.m.]
_ _ _
2/2/10
16 de octubre de 1999
¿Quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, de la realidad? El que sufre de ella. Pero sufrir de la realidad significa ser una realidad fracasada.
---F. NIETZSCHE
SÉ QUE CORRO EL RIESGO DE SEGUIR HABLANDO SIEMPRE DE VOS. Porque es imposible no hablar de lo que nos hace falta. Y es cierto que a veces escribo decenas de páginas sobre lo mismo que ayer ocupó otras tantas decenas.
Sin embargo, hoy haré un esfuerzo por no hablar de vos. Intentaré hablar de otros. Para empezar, le daré un nombre a cierto personaje que no cesa de llamar mi atención. La llamaré Yocasta. Para ella, estar triste es demodé. Cree, en general, que la tristeza supone siempre debilidad. Por eso su superoptimismo se manifiesta en una sonrisa sempiterna. Mediante un proceso psicológico ligado, supongo, a las instigaciones del mercado, Yocasta y las criaturas semejantes han desarrollado la habilidad de estar siempre felices, a pesar de cualesquiera desgracias que caigan sobre ellas. Su madre podría ser torturada y violada por un asesino rabioso frente a sus narices y aún así ella encontraría motivos para defender su alegría, es decir, para no permitirse siquiera un momento de llanto y desesperación contra las injusticias del mundo. Yocasta se cubre el rostro con un invisible velo blanco con el cual consigue evadir la realidad, o sustituirla. Para ella todo es pulcro o debe serlo, nítido, oportuno y celestial; y si algo no lo es, dice, es porque no ha sabido verlo. Su credo dice: no importa lo que pueda pasarme, siempre estaré feliz, siempre estaré feliz, siempre estoy feliz... Para ella la felicidad es algo totalmente deliberado. Todas las miserias de la humanidad son incapaces de afectarla; prácticamente no existen dentro de sus juicios y considerandos. Preocuparse u ocuparse del dolor del mundo, de las cuitas de sus amigos e incluso de las posibles agonías propias, es una proclividad anticuada: símbolo de fragilidad emocional; en fin, un defecto que puede ser superado con la repetición del credo mil y una veces por día y con la práctica cotidiana de hacerse la vista gorda ante todo, especialmente ante uno mismo. Yocasta anda por allí como si el mundo fuera lo que dicen las publicidades y los discursos oficiales; y se lo cree, pues a quién puede importarle que no sea real cuando todo se comporta como si lo fuera. Esta actitud implica tener siempre una respuesta para todo, un recetario a la mano para poder definir y corregir el error de los otros, las causas de sus tristezas –por definición– retrógradas o absurdas. Para Yocasta vivir es risiblemente fácil. El sufrimiento –repite o predica– es para los imbéciles; el sentimiento trágico no tiene ninguna cabida en su vida ni en el mundo: simplemente no existe, es una ilusión psicológica.
Desde hace muchos años, Yocasta tiene un amigo a quien dice apreciar mucho. Le llamaré Tribilín. Él, en cambio, es pesimista y pusilánime, un lío de pies a cabeza. Sus días transcurren entre la chismografía y el disparate, los titubeos inacabables y las intrigas y los temores y esas decisiones supuestamente definitivas que solo duran unas horas. Como está seguro de ser un maldito, espera siempre lo peor, y desconfía hasta de su sombra. Incapaz de actuar, pues cree que todo saldrá siempre mal, vive esperando que otros decidan por él y que el curso impersonal de las circunstancias determine su vida. Nunca ha sobresalido, ni estudiando ni trabajando ni relacionándose con nadie, pues, bajo la premisa de que nada saldrá bien, de que él no podrá hacer jamás algo valioso, el resultado es un conformismo irremediable, y exasperante para quienes por alguna razón esperan algo de él.
¿Cómo es posible que Tribilín y Yocasta sean tan amigos? Se debe al instinto maternal de Yocasta. Tribilín es el torpe retoño de una madre sobreprotectora, papel que Yocasta adora representar, pues le permite poner en práctica toda su pseudofilosofía vital. Tribilín se equivoca a diario. Tribilín sufre. Tribilín se lamenta. A Tribilín le pasan cosas terribles (terribles para Tribilín) y Yocasta está allí, siempre, para mostrarle y demostrarle cuál fue su error y cuáles pasos debe seguir para evitar otra tristeza y adueñarse de su vida, convirtiéndola en otro templo vivo de felicidad.
Tribilín es uno de esos desgraciados que se han malogrado –sexualmente– debido a un exceso de pornografía y de fabulaciones eróticas. El despliegue mercantil de tanto seno y tanto falo lo redujo al ridículo de poseer siempre un deseo desmedido, imposible de satisfacer. Tantos años de ilusionarse y frustrarse al mismo tiempo lo transformaron en un gran falo muerto, humillado.
Hace poco parecía que las cosas girarían de rumbo. Gracias a un misterioso empuje, y a mucho cálculo y estrategias guerreras y a quién sabe cuántas espatulomancias y gurús, logró finalmente conseguir una novia decente. Fue como si por primera vez la luz del sol hubiera alcanzado su rostro. Pero la beatitud duró solo un respiro, el tiempo de una anticipación o una promesa. Aparentemente, en el momento de la entrada triunfal, su pene, atacado por el síndrome de no creerse capaz de realizar las expectativas publicitarias del amor, se rindió en el umbral cual pichoncillo que de tanto soñar que volaba solo es capaz de volar en sueños. Después de veintisiete intentos fallidos, su novia decente se decidió por la indecencia y lo abandonó a sus excusas profilácticas. Él, de hecho, buscó la bibliografía necesaria para explicar y justificar sociológicamente la causa de su traumática blandura. Y no solo encontró una etiología sociológica, sino una fisiológica, otra antropológica, lógica, metafísica, religiosa, psicoanalítica, y terminó culpando a la inquisición medieval y a la dinastía de los Borgia —cualquier cosa desde Los Duques de Hazzard hasta tantos años de tomarse demasiado en serio a Mafalda— antes que volverse al espejo y recorrer en sus arrugas prematuras toda su cobardía, pues a fin de cuentas es solo eso: la costumbre de dejar en manos de otros todo lo que debería acoger en las suyas. Como siempre, su pesimismo visceral se combinó con un autoengaño ingeniosísimo, y los otros y el mundo y su novia decente –ahora “indecente”, claro, según él “como todas las demás”– terminaron culpables de que él, pobrecito, hubiera tenido toda la suerte en contra. Justificado, respiró un poco más aireadamente, pero en el fondo no soportó la deshonra y recurrió, como siempre, a Yocasta, la sabia amiga con respuestas y soluciones para todo. (Sobre decir que es a Yocasta a quien le debo el relato de esta lamentable película.)
Yocasta, incapaz de compasión, insensible y tan dogmática como solo puede serlo alguien que se crea absolutamente lúcido, en lugar de apoyarlo y consolarlo, lo hizo trizas con sus críticas, creyendo que era ése y no otro su deber de amiga. ¿Cómo pedirle otra cosa a quien nunca ha querido enfrentar sus propios agravios ni oír siquiera su propio silencio? Porque solo conocen la compasión quienes saben escuchar los silencios ajenos, y para esto hace falta haber escuchado durante mucho tiempo los propios.
Primero, pues, y con una amanerada tonalidad médica, Yocasta le desglosó a Tribilín lo que hizo mal. Seguidamente cambió su tono a uno apostólico, aunque no romano, y le recetó detallada y técnicamente lo que debe hacer para componer la situación. Y en tercer lugar, como gran triunfo de su sabiduría inquebrantable, pretendió obligarlo a reír, pues, arguyó, no reír es símbolo –o, más aún, evidencia– de ser un fracasado: las personas deben reír aunque estén muriendo de dolor. Habiendo terminado la consulta, Yocasta sintió que había cumplido su deber de amiga, ante lo cual, le dijo, “no volvás jamás a hablarme más del asunto”. Si su amigo no resuelve pronto el problema y sigue sintiéndose desamparado, ella se lavará las manos, dado que ya le dijo lo que debía hacer. Así se lo explicó a sus demás amigos –y a mí entre ellos, aunque yo no sea, en rigor, uno de sus más íntimos sino tan solo un “allegado”–, “yo le dije lo que tenía que hacer y si no lo hace es porque es un imbécil, y además ya me tiene harta”. Y bueno, se entiende, ¿a quién no le hartaría andar por ahí fingiendo gestos de solidaridad?
Tribilín resolvería sus problemas con un poco de ternura. ¿Es Yocasta capaz de ofrecérsela? Yocasta no tiene idea de qué pueda ser la ternura. Para ella sería otro mecanismo, otro formulario. Tribilín está devastado. Y aún falta más: la amistad de Yocasta no termina allí. Como ya anuncié, el cuarto paso de su labor samaritana es burlarse de Tribilín en privado, con sus verdaderos amigotes: su gremio de siempre-felices. Entre todos se mofan de él hasta la saciedad, y es comprensible si pensamos que ellos nunca tienen problemas, aun si eso se debe únicamente a que nunca arriesgan nada de sí mismos, como la misma Yocasta, que no llega jamás a hacerse vulnerable. Obviamente, este tipo de gente nunca le dirá a nadie las cosas que en su intimidad les afecten; lo cual solo es parte de la táctica seguida para que llegue un día en el que ya ni ellos mismos las oigan, porque no es que no tengan traumas ni pesares, obvio, sino que han aprendido a vivir como si no los tuvieran. La suya, pues, es una evasión terapéutica: empiezan sabiendo que lo hacen, pero con la intención de que llegue un día en que ya ni siquiera eso sabrán. Y son tan hábiles que llegan efectivamente a engañarse a sí mismos y llegan a creer realmente que la imagen de sí mismos es la realidad. Y entonces obviamente no sufren; aunque en realidad no sienten ni dolor ni alegría. Su felicidad, para mí, no es más que una farsa que viven en común, que construyen entre todos: su felicidad es, exactamente, un velo blanco, una pantalla, una imagen reflejada en piedra. Ellos tienen rostro y se mueven, eso es indiscutible, y hablan, pero como estatuas que hablaran. Uno los ve caminando por allí, siempre sonrientes, reyes emperifollados, con la mirada luminiscente y un aire de superioridad que generalmente ni disimulan, con el saludo en la boca y justo detrás la pregunta “cómo estás” esgrimida como un sable, esperando una respuesta sincera del tipo “no estoy muy bien, me pasó esto o aquello, he estado un poco deprimido”, etc., para saltar triunfantes y burlarse del pobre mortal que pasa por un momento difícil.
Es asombroso. Uno los ve y casi parecen personas; pero sabemos que son productos, espías que nos acechan para arrastrarnos a su bando apenas caigamos en un momento de debilidad. Sobra decir que sus relaciones son artificiosas, mantenidas siempre al nivel de la cirugía plástica: escogen una pareja hermosa, i. e. que se vea bien en público, i. e. que cumpla con los criterios públicos de belleza, y entonces la toman de la mano y caminan por las pasarelas, i. e. pasillos, del Mall, y le dan besos en los brazos y en las orejas y en el ombligo en los sitios más concurridos y hablan de ellas como si fueran estrellas de cine y las andan allí, siempre al lado, prácticamente maniatadas, enarboladas como afiches tridimensionales portátiles multimedia pasarelas de Milán o Nueva York…
¡Y lo han intentado, pero aún no han podido convertir a Tribilín! Mi tesis es que si tanto lo intentan es porque la tristeza de Tribilín no les muestra el dolor de Tribilín sino la vacuidad de sus propias vidas: acostumbrados a evadirlo todo, ya ni siquiera en otros soportan el dolor. Al evadir a Tribilín y al mismo tiempo tratar de “convertirlo”, huyen de sí mismos, pues enfrentar el dolor de otro es enfrentar el propio dolor, o al menos el propio fondo, y ya sabemos que para ellos ese es el pecado capital.
El pobre Tribilín, tan taciturno, tan canijo, vive además, para su mayor desgracia, entre tales monstruos, que siendo sus amigos lo único que logran, sádicamente, es aumentar su desdicha y su confusión. El pobre ni de eso se da cuenta. Para él, por supuesto, la Tierra sí es un valle de lágrimas, uno en el cual él no podría ni siquiera saltar al otro lado, cubriéndose con el velo blanco, pues no sería aceptado si antes no renunciara a sus angustias metódicas y se forrara como un regalo, con sofisticados vestidos, disfrazándose de Valentino finisecular, es decir, qué fácil, poniéndose a la moda...
La vida de Yocasta me parece a veces una recopilación práctica de todos los manuales de autoayuda y superación; pero a pesar de que uno pensaría que tal literatura podría proveer algunas luces para aprender a sentir y practicar la empatía, el resultado paradójico es más bien la tesis irrefutable de que el sentimiento, cuando es valiente y desinteresado, es un defecto, casi como un retardo mental. En su catálogo imagino títulos tan diversos como: Cómo hacer amigos que nunca pongan en riesgo tu felicidad, Cómo abandonar a una pareja sin sufrir ni por ella ni por uno mismo, Cómo reírse ante las adversidades, Cómo ser promiscuo y dar una imagen de santidad, Cómo joder a los demás y disfrutarlo. En estos libros de cómo-dificación de la vida, el sentimiento trágico es por supuesto una prohibición capital. Y bueno, ni siquiera hay que llegar a la tragedia, simplemente está vedado —no traspasa el velo— cualquier sentimiento de disgusto hacia el mundo, alguna queja ante la vida, el más mínimo desasosiego: el velo blanco hace que quien lo lleve puesto mire el mundo bajo una luz angelical; todo es blanco y bueno, todo es feliz, la realidad es lo que cubre el velo y lo que el velo produce, es decir, no es el mundo, no es la vida, sino las imágenes que cubren el mundo y la vida como una película multicolor...
Y ya ves, D., ahora debo volver a hablar de vos, como si fuera cierto que no puedo evitar hablar de vos a pesar de no estar hablando de vos; y hasta tengo que hablar de vos cuando hablo del mundo, como si yo y vos y las cosas del mundo fuéramos extrañamente inseparables. Y vuelvo a vos, es obvio, porque también en vos Yocasta y sus sacerdotisas han trabajado para lavarte el cerebro, obsequiándote el velo blanco más exótico de todos, de filigrana, y con ese esmero de jet-set de mentirillas te volcaron a sus mundillos y te dejaron allí, aislada completamente de todo lo que no fuera fiesta, velocidad, escenarios, evitando así que tuvieras que enfrentarte conmigo, es decir con vos. Yo ya tenía, en tu esquina, todo dispuesto para que pudieras entrar en el ring a darte de golpes en la cara, a humillarte y ganarte de knock-out con un jab directo al mentón; pero nada, ya ves, tu pelea con vos se canceló, la cancelaron las putas esas y te cubrieron de oro y halagos para que volvieras la cara mientras te ibas, haciéndote creer que el enemigo era yo… Los engañaste a todos, les hiciste creer que ganaste; pero yo sé que el combate nunca se llevó a cabo. Yo me quedé en tu esquina, esperándote; pero en realidad perdiste por no presentación y ganó ese remedo de vos que ahora anda por allí pretendiendo ser alguien con su velo blanco de último modelo. Y vos, tras ese cendal de lujo, no tenés idea de quién sos, pobrecita, aunque te sentís bien porque te dicen a diario que sos la más bella, y tenés por supuesto una lista de pretendientes que a cualquiera haría verdear de envidia. Por allí te he visto en el Mall con Yocasta y sus asistentes y bufones, desfilando todos juntitos, marchando optimistas, seguros y hermosos como osos en un perpetuo show de variedades. Ignoran, por supuesto, que mientras tanto Tribilín se encierra en su habitación y duda entre guindarse con su faja o chuparse entero un frasco de veneno para ratas; porque, claro, al pobre no le alcanza el dinero ni para comprar un revólver, ¿cómo le va a alcanzar para ir al Mall a realizar un viaje de autodescubrimiento y volver al mundo renovado, airoso, heroico, hecho un rey que no tenga tiempo más que para entretenerse hasta hincharse y morir?
En el mito griego, Casandra siempre decía la verdad pero nunca era creída. Hoy, las personas se acostumbran a ser Casandras invertidas: condenadas a que se crea siempre en su radical falsedad, viven felices en su condena. Y todos, de un modo u otro, creemos.
¿Acaso a vos, Diana, no te hace feliz que los demás te piensen feliz, acaso no te hace hermosa que los demás te vean hermosa, acaso no depende tu sanidad de que los demás te crean segura e independiente? ¿Acaso importa que llevemos en los huesos un infierno, si por fuera parecemos ángeles beodos? ¡No, qué va a importar! ¡Gozar, gozar! ¡Ruanda no existe, ni Kósovo, ni siquiera existen los dieciocho kilómetros cuadrados de tugurios a la vuelta de casa; el África entera es un mal chiste publicitario; nada de eso existe, es solo una trampa, una necedad amarillista, esos aguafiestas! ¿Cuál es su idea, echar a perder la diversión? ¡Que se mueran! ¡Que se los lleve el viento, un huracán, eso, eso, que se los lleve un huracán o un tsunami o un loco con una bomba amarrada al pecho!
Y aquí hay que avanzar con sumo cuidado... Estamos en terreno minado. Porque siempre puede uno descubrir en sí mismo los mismos gestos idiotas. No hay que olvidar que Hollywood está en todas partes… Por ejemplo, quizá vos me estés leyendo no de izquierda a derecha sino de arriba abajo, de reojo, juzgando desde quién sabe qué estrado mis pobres palabras plebeyas... Kitsch, decís, o cursi, o soso... Sí, seguramente, pero cuidado... Quizá también yo esté escribiendo de reojo, imaginándote de arriba abajo, juzgándote sin conocerte siquiera, sin intuir siquiera qué tipo de lector me ha caído en suerte... Ah me ha tocado un lector kitsch, diré, ah desocupado lector de juicio inopinado… O diré o sabré, ay, han descubierto mi estrategia… Quizá sea yo, quizá sos vos… ¡Es que quizá somos todos y entonces quizá en estos extremos lo único que se pueda ya sentir verdaderamente sea el vértigo de un remolino que arrasa con todo sin piedad, sin miramientos, sin nada más que una violencia ciega hacia ninguna parte, acaso hacia la nada misma o el fin! Por ejemplo, hoy, que la mediocridad y el plagio pasen por genialidad, que la costumbre pase por alegría, el exhibicionismo indiscriminado por erotismo, la indiferencia por inteligencia, la brutalidad por entretenimiento y que siguiendo ese ritmo avasallador ya nada distinga la ficción de la realidad... ¡Saber que incluso decir todo esto equivale a no decir nada, absolutamente nada! Es decir, saber que decirlo no cambia nada. ¡Y la desgracia de no poder evitar decirlo, de ser un títere más, un eco desafinado o un disco rayado, y todo disimulado tras la duda enfermiza de si esto es finalmente una novela, un ensayo, un diario, un anecdotario, mera melancolía, etcétera! ¡Y qué triste llegar a decir etcétera de pura pereza de buscar mejores argumentos, imágenes, contornos, posibles historias! Y al mismo tiempo saber que preferiría entregarme a la vida como a una mujer letal, queriendo que su abrazo me ahogara y me llevara hasta el fin del aire, así, con esas palabras. Y pensar también que tal vez todo esto no sea sino la elección de mi propio velo... No lo sé, ya no sé nada, ya no confío en nadie, ni mucho menos en mí. Ni mucho menos en mi voz…
¿Y finalmente qué pasó con Yocasta, Tribilín y Diana?
Nada, precisamente, no pasa nada, todo es lo mismo y da lo mismo. Si lo cuento o no da lo mismo. Si le invento una trama, da lo mismo. Si no se la invento, da lo mismo. Si quiero decir la verdad, da lo mismo. Es igual que nada, igual que cualquier otra verdad y cualquier otra mentira. Todos agonizamos en los mismos escaparates y en ellos somos efectivamente idénticos, con colilla de precio idéntica, o sin precio, desechables, imprescindibles… Y nadie –aunque agonizara de hecho en un escaparate, aunque yaciera pleno a la vista de todos e incluso de Dios cualquiera que sea todopoderoso y omnividente–, nadie puede mostrarse tal cual es, jamás... Esto es pues una cuchufleta, una joda, mierda, todo ha sido un engaño y es triste, solo la oportunidad de lucir palabrillas como “cuchufleta”, pero ya no me da ni risa... o sí, es la risa nerviosa del llanto…
Y entonces finalmente en otro giro de honradez, sentir que el aire que todos respiramos está lleno de partículas de miedo y querer enloquecer como única respuesta, e intuir que ni siquiera eso respondería a nada, porque solo sería otra forma de preguntar, es decir, de huir...
Vivimos desgajados.
Lo cotidiano es un abismo.
Y entonces sentir que me pierdo, deductivamente, que me pierdo como me perdía en sus muslos pálidos cuando rodeaba con mi aliento su vientre; que me pierdo entre tanto texto y tantos besos que he dado y recibido; y escribo a pesar de todo, como si en medio de tanta locura asomara por aquí la posibilidad de regresar a un punto cero, a una respuesta simple, incierta quizá, pero simple, deseada, impredecible... ¡No más ficción! ¡La vida ya es suficientemente irreal! ¡Afectos, una orgía de afectos! Y sin embargo no saber qué hacer en ella…
Escribo entonces a la deriva, entregado a un inventario de mujeres, y a la nostalgia, añorando porvenires más tiernos, volviendo también a esas épocas en las que había perdido todo el deseo y ni siquiera mi cuerpo respondía, y a esas otras en que era solo deseo y casi moría de ansiedad y entrega… me pierdo, me pierdo siempre en cada pliegue, al desnudar cada cuerpo de sus tejidos, al poner allí en un trozo de piel mi lengua como un signo sagrado y absurdo, una lengualetra impresa con hierro candente sólo para comprobar después que nada queda marcado, que en el amor, al irse el cuerpo, se desvanecen las letras que allí dejamos, como aquí mismo las lenguas al leer… como en la historia de siempre… y me pierdo y me lleva un río no sé si hacia el mar o hacia el centro de la tierra — y me lleva en un vaivén incontrolable y me pierdo en esos ojos que me miran en cualquier calle, de improviso, esas mujeres posibles que aún no he conocido y que tal vez esperan que me acerque... me pierdo y me pierdo en tanta posibilidad y tanta duda, tanto pasado que se agolpa en mi cuello y a veces no me deja tragar — y simplemente quisiera perderme en alguien, ahora mismo, en este instante, perderme para siempre y que ustedes no volvieran a saber de mí, ni yo tampoco—, ¡perderme, perderme para siempre en un desierto de papel!
Lo demás es el pantagruélico pasatiempo que hemos levantado para encubrir ese deseo mínimo y suficiente, es decir, para ocultar la desventura de no saber cómo conformarnos con lo único que podría finalmente apaciguarnos…
¿Y si fuéramos como hojas llevadas por una corriente, o nubecillas arrastradas por el viento a través del cielo, adornando a veces el azul, ocultándolo otras, cubriendo de gris los mundos solo para luego llovernos y descubrir de nuevo el azul?
La vida es una catarata explosiva.
¡Miles de páginas de amargas letanías y delirios! ¡Llega a hacerse insoportable!
¿Por qué me era tan difícil escribir páginas más reposadas e inteligentes?
[3:02 p.m.]
_ _ _
21/1/10
16 de abril de 1999
DE TARDE EN TARDE Y CON EL FIN DE ROMPER LA QUIMÉRICA CALMA QUE EXUDA EL UNIVERSO, disfruto la autotortura de imaginar a Diana trasmutada en un ave demasiado frágil para este mundo recio y malagradecido...
Un ser fantástico, infantil, un ave desprotegida a quien la anchura de sus alas nunca le permite mirarse en los espejos. (Lo cual no impediría que los demás podamos verla, aunque ella no pueda saber cómo la vemos: de una belleza sencilla y definitiva, irresistible en la práctica diaria de mirarla y mirarla.)
Aparenta inocencia; se muestra, se ofrece sin el más mínimo gesto de malicia; casi no es posible creerla real.
Uno solo quisiera protegerla, como si fuera una rara especie en extinción, salvarla...
Pero cuidarla de ese modo le impediría volar. Es la paradoja de la protección... A no ser que el refugio que la resguardara fuera tan grande como el cielo... Ella huye: no quiere que nadie le impida volar, aun si es recluyéndola en un cielo inmenso.
¿Sabe acaso que nunca podrá evitar que otros quieran tenerla cerca y admirarla y tocarla y seguramente poseerla?
Siempre habrá alguien a punto de devorarla.
Yo la quiero. Pero el precio de su afecto es tenerla entre los brazos solo el tiempo que dura un aleteo. Después, solo queda verla alzar vuelo, sin que siquiera ella sepa dónde va... Su fragilidad, simulada o no ante sí misma, se convierte en una imperiosa tiranía: sabe, esto sí, que desde lejos nadie podrá jamás doblegar su ímpetu; esa brecha es su guarida.
Un soplo mínimo de aire levanta sus alas y se va. A una distancia imposible de recorrer veo aún el esplendor batiente de su envergadura. Me pregunto, no sin envidia, hasta dónde será capaz de volar.
[2:50 p.m.]
_ _ _