26/9/09

11 de octubre de 1999 (cont.)

2. Vulpes dissimulata

Algún autor anónimo maledicente —posiblemente, se cree, un macho (es decir, un varón no necesariamente rubio) feo y mal cogido— bautizó así a los ejemplares femeninos de esta especie. Traducido literalmente, el nombre técnico es “zorra disimulada”, es decir, que simula no serlo, que se oculta o se disfraza. A los machos, sin embargo, se les acostumbra llamar “perros”, a secas y en castellano, pues, supongo yo, sus actividades son tan poco periciales, tan escasamente elaboradas estratégicamente, que no merecen siquiera un nombre científico. Además, los machos se ocultan menos y son, por eso mismo, más parecidos a perros (canis lupus familiaris) que a zorros (vulpini).

En general, yo prefiero llamarlos “pseudojipis”. Las zorras y los perros, aparte de la improbabilidad biológica de apareamiento, que entorpece la analogía, arrastran una cantidad tal de estereotipos que no merece la pena sostener tales nombres solo para darle gusto al cínico reprimido que empezó a popularizarlos por vez primera.

El objetivo primario y, a veces lo parece, único, en la vida de estas criaturas principalmente nocturnas, es dar rienda suelta a su sensualidad. Igual que los velati, estas personas dedican gran cantidad de tiempo y dinero a convertir su apariencia física en un reflejo lo más fiel posible a una idea platónica. Cómo han podido contemplarla para comparar es algo de lo que no tengo ni puta idea.

Sin embargo, se diferencian de los velados en que aquellos observan una moral más rígida, pues, por supuesto, según su “visión de mundo” hay que mantener las apariencias morales además de las físicas, y hasta llegan a creer que de verdad deben ser “proper” y casarse de blanco y tener un matrimonio tradicional con chiquitos tradicionales y autos tradicionales como bemedobleús o audis y otros tradicionales etcéteras. En otras palabras, los velados son conservadores que se esfuerzan por dar la imagen de liberales; y, al contrario, los pseudojipis no se preocupan por dan la imagen de liberales, ni siquiera lo son en sentido estricto, se acercan más bien al libertinaje y la indiferencia política y, aunque lo disimulan, no se avergüenzan de ello, lo cual, al menos, es totalmente respetable.

Esto, claro ha de estar, no quiere decir que no tengan sus propios códigos, sus mores y tabúes y todas esas boberías. Los tienen, aunque es difícil descifrarlos pues en eso son un poco herméticos: tienden a no dejarse conocer a no ser que uno sea también uno de ellos.

Pero, ¿cómo saben cuando alguien lo es? No está claro, quizá tienen la habilidad extrasensorial para leer las mentes y en ellas los currículos sexuales y recorrer así detenidamente las perversiones de cada quien. El asunto es que misteriosamente se atraen entre sí y si uno es suficientemente perspicaz podrá ver cómo en los bares y las reuniones se van acercando poco a poco mientras se desnudan poco a poco sin quitarse la ropa.

Ahora, ¿por qué pseudo-jipis?

Fácil: en el jipismo clásico había cierta nobleza, un florido candor que hacía creer en el amor y la sinceridad y en la naturaleza y en la paz. Pero estos nuevos jipis se pasan todo eso por ya saben dónde y van al grano, es decir ya saben adónde.

¡Cuál amor, cama, cama!

Algo paradójico es que a pesar de no compartir algunos postulados fundamentales del jipismo, comúnmente se visten y hablan jipescamente. Han de ser las vueltas y revueltas de la moda, las maravillas del mercado, lo que permite que hoy, casi en el año 2000, una de las “nuevas” modas sea el retorno de los ruedos de campana, los pañuelos en la cabeza, las flores bordadas y todo tipo de motivos espirituales (sic) chinos o indios. Esta es la moda oficial, y que sea oficial quiere decir, nada más, que así lo han decidido las grandes casas de la moda en Nueva York y París y Londres y sus respectivos tentáculos textileros y maquileros en Asia; y acaso también algún sociólogo oportunista que trabaje como asesor de Pierre Cardin o Yves Saint-Laurent.

En suma, que del amor libre de los jipis les queda lo libre, que no el amor, pues el amor, suponen o proponen, entraña compasión y cariñitos e hipotecas e impuestos municipales y todas esas mariconadas que inhiben la consecución de los más puros y diversos placeres.

Es evidente que estos pseudojipis, dissimulatae o no, están ubicados a lo largo de todo el escalafón social, desde las clases más bajas hasta las más altas y las superaltas, lo cual no es de extrañar, claro está, porque tanto los empobrecidos como los más fructuosos tienen TV y es por TV por donde se enseña primariamente este catequismo particularísimo: la sinrazón de reprimir cualquier tipo de inclinación sicalíptica.

Es que en el fondo es un asunto de actitud y no de recursos, si bien obviamente no es lo mismo la sensualidad acompañada de Perrier-Jouët en la Costa Azul que aliñada de guaro de contrabando en un balneario rural. Pero bueno, no pasa nada, los pseudojipis menos privilegiados, por decirlo de alguna manera, aprenden a pasarse esos detallitos por alto e ir al grano, es decir, otra vez, ya saben dónde, lo cual, sobre decir, los diferencia también de los velados, pues estos jamás podrían pasar por alto el asunto del “status”.

Por último, supongo en mi puritana ignorancia que esta identidad está en segundo lugar simplemente por motivos de aburrimiento: no tan ingenuos como para creerse todo el cuentito pop de los velados, esta gente al menos ha optado por divertirse más sabrosonamente, que la vida es corta.

[2:28 p.m.]

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12/9/09

11 de octubre de 1999

La vida es la farsa que hemos de
representar entre todos.
ARTHUR RIMBAUD

CUANDO LA CULTURA SE CONVIERTE EN UN SUPERMERCADO DE IDENTIDADES, necesariamente habrá una lista de superventas. Bosquejaré un muy breve inventario de las personalidades más apetecidas al día de hoy, 11 de octubre de 1999.

1. Velatus candido

De acuerdo con su etimología, este carácter supone que quienes lo han elegido se han cubierto por un velo, es decir, se han velado.

El verbo latino velo demuestra por qué los entendidos han escogido este epíteto para estas personas: sus acepciones incluyen velar, cubrir, adornar, ocultar y disimular, las cuales le vienen de maravilla a esta identidad, número uno del mercado.

Por otra parte, el candido expresa que estos velati se han cubierto con un blanco deslumbrador, espléndido, y por esto su apariencia se reconoce por ese halo de felicidad radiante que los caracteriza.

Según las últimas investigaciones patrocinadas por la Foundation for Cultural Statistics, organización con fines de lucro con sede en Las Vegas, Nevada, esta identidad lleva ya varios años en el primer lugar de ventas, especialmente dentro de la clase media-alta latinoamericana. Uno de sus rasgos fundamentales es evadir la realidad mediante el mayor número de artificios posible. Coherentemente, el primer artificio es no creer en la realidad, así, en abstracto, aunque también en concreto, claro, por ejemplo cuando se refiere a la realidad del propio país. De ahí en adelante la vida se les convierte en un tobogán por el cual, mientras más descienden, más sofisticados llegan al suelo, o al penthouse, porque ellos bajan en toboganes que suben, curiosamente.

Quienes compran esta identidad —que de momento es la más cara y, consecuentemente, ya está acompañada también veladamente de coyotes especializados en colar a los más atrevidos— obtienen un cuerpo atlético que insalubremente raya en la anorexia —cuando se aplica a una hembra— o un cuerpo insalubre que atléticamente raya en un schwarzenneggerismo con doble al miocardio —cuando se aplica a un macho—.

Pero ningún sacrificio es demasiado para ellos; resisten felizmente los castigos físicos porque su premio es el “estatus” y la aparición en las revistas del jet-set criollo, que cada día son más populares y ganan más suscriptores, o, cuando tienen versión televisa, pues más televidentes. Ellos cumplen disciplinadamente con rituales cerveceros, ladies nights y parrilladas bajo la luna, que para ellos, dichosos, sí es de queso y azul de verdad como los príncipes y sus princesas y ellos se imaginan en una corte de fábula y arman romances nobles en orden ascendente según sus cuentas de banco. Ellos no viven como actores, son actores sin contrato y de por vida —actores de por vida, quiero decir, pues siempre es posible que con tanta práctica algún día los contrate un agente despistado de este dios jolibudense de nueva ola—.

En fin, y para no hacer cansino el cuento, se ponen el velo blanco en sus bellísimos rostros todos aquellos que se creen privilegiados simplemente porque no conocen la tristeza, y porque creen, sencillamente, que no la merecen, que la tristeza, como los piojos o el hambre, es cosa de pobres.

Claro, si uno hila fino descubre que no es que no la conozcan, eso es un decir, sino que simplemente evaden todo lo que en el mundo parezca de veras un poquitín feo: el dolor emocional tanto propio como ajeno, la explotación globalizante, cualquier "te quiero" que se diga en serio, la caca —con y sin metáfora— de miles de niños que mueren anémicos a diario y aproximadamente siete millones doscientas setenta y seis mil cositas más por ahí.

Ellos, en cambio, siempre tienen pegada una sonrisa en sus labios. No soportan que alguien les diga que se siente mal. No comprenden por qué esas turbas de miserables sencillamente no se despabilan y se ponen a trabajar en lugar de estorbar y asustar en los semáforos. Y les parece de mal gusto que la gente se deprima y sufra y que en la televisión tengan que sacar tan a menudo a esos grupúsculos de precaristas, drogadictos y criminales que se ponen a llorar porque la policía los desaloja por la fuerza de lotes que no les pertenecen...

Sobra pues decir que estas personas son felices de sobra, y lo son porque lo dicen y lo dicen a todas horas y hasta en sueños se lo dicen y se lo creen, que es lo peor, o lo mejor, no sé. La felicidad es su credo. Y no solo son felices, también son infinitamente responsables y eruditos: sus pasiones —de corazón te lo digo, me lo dicen— son el ecologismo y el orientalismo y el holismo y, faltaba más, ¡la lectura!

Se comprende –fuera de sus propios círculos, claro está– que sus paraísos privados susciten envidia y rabia entre quienes no tienen acceso a ellos. Bah, es normal, dicen ellos, pobrecitos, y luego entre sí se ufanan de haber donado 100 pesos a la iglesia tal o de haber llevado setenta y cuatro kilos de ropita que ya no usa alguno de sus veladitos al asilo cual...

Lo que no saben ni entenderían es por qué, para legiones de esos pobrecitos, sus utopías amuralladas solo parecen ser monumentos a la gazmoñería.

Eso sí, no se vaya a creer que son tan indiferentes... Si estas palabras o cualesquiera otras de verdad los pusieran bajo amenaza, ellos no se quedarían tranquilitos paseando su cara de beatos por el mall, qué va, saltarían siete veces seguidas con un mazo en la mano y me darían por la cabeza hasta aplastarme, aunque a escondidas, claro, porque primero el glamour y las apariencias, es decir, aquellos velos más reales que lo real y más finos que el diamante –razón por la cual nuestros simples ojos mortales no pueden verlos– con los que de la noche a la mañana y hasta el día de su muerte amén se convierten a sí mismos en reyes y reinas que actúan como si no fueran a morir de veras.

[2:24 p.m.]

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