NO ME PARECE IMPRESCINDIBLE RECORDAR LOS PORMENORES DE LOS HECHOS VIVIDOS. En cambio, sí considero medular recordar la atmósfera de lo vivido – una especie de escenario o sensación difusa de lo que experimentamos, mezclado casi siempre con lo que hubiésemos querido que pasara... A veces los eventos y los deseos coinciden, pero lo más habitual es que diverjan; y el recuerdo acostumbra, con el tiempo, “corregir” el pasado.
En esto no hay mala fe, ni siquiera deliberación: solo pasa. Como si el tiempo, en los recovecos inaccesibles de la corteza cerebral, se desdibujara para protegernos y cuidarnos y salvarnos de nosotros mismos...
Uno, pues, recuerda la atmósfera de lo vivido, la sensación general, pero los detalles son un circo, un lienzo, una memoria RAM: algo la refresca con el paso del tiempo y borra y sustituye cosas, colores, palabras, lugares... La atmósfera, en cambio, es más difícil de editar (de olvidar) y, al final, nos brinda una extraña sabiduría: nos engendra la certidumbre de que si volviera atrás la vida lo haríamos todo mejor...
A Paulina, si tuviera que decidirlo hoy, le dedicaría todo, a ella le entregaría todo, incluida mi ansia y mis escasas esperanzas… Porque a fin de cuentas ella es la única criatura en el mundo que comprenderá lo que hasta ahora he querido decir y no he podido.
Con todo, a mi memoria se le antoja arriesgar el albur de revivir una noche en que hicimos el amor al aire libre, de pie, contra una pared fría. Cualquier podría haber confundido esa por una tarde nublada: su oscuridad parecía insuficiente. El amanecer estaba lejos, pero un gallo cantaba ya sus nostalgias. La ansiedad nos había vencido. En el camino a su casa habíamos jugado en el auto a darnos roces y miradas, tentando a oscuras. No pudimos llegar ni a la puerta. Su vientre se plegaba y retiraba de la pared, caliza como la luna; nuestras sombras, dilatadas, parecían moverse con el viento; pero no había viento, solo una calma parecida a una fotografía en blanco y negro. Y su cuello delgado, y sus manos levantadas contra la pared, y un vaivén lento, como el de olas que no rompen. En el cielo y en su piel florecían constelaciones, unas luminosas, otras parduscas; a mi cuerpo todas lo llamaban a gritos...
No sé si transcurrió un segundo o varias horas. Sé muy poco; pero alcanzo al menos a recordar el abandono, el vacío incoloro que definiría la plenitud. Y es que si de alguna parte aprendí el silencio, fue de su mirada, marina o magnética o temible, reconociéndose en la noche como en un espejo…
Es demasiado fácil decir que el momento fue inolvidable. Casi –diría– es irresponsable decir algo como eso.
¿Qué es lo que no se olvida? ¿Acaso las sensaciones, los pensamientos, las circunstancias, el hecho bruto de que sucedió esto y aquello? ¿La tibieza de su vientre, el irse enfriando su vientre? ¿Su blusa, verde oliva, arremangada hasta la nuca, su espalda desnuda y blanca? Y cuando ya no hay palabras, ¿qué se recuerda: las imágenes, los olores, el tacto? ¿Pueden realmente recordarse las sensaciones? ¿O es que se recuerda el tipo de sensación pero no la misma sensación? ¿Y puede el recuerdo ser algo más que una especie de paliativo para la ausencia de experiencia, para la imposibilidad ontofenomenológica de repetir una experiencia? Nadie tiene dos veces la misma experiencia.
Por eso quizá no sea cierto que haya sentimientos inolvidables. Quizá de una u otra forma todo se olvida, y el olvido no sea sino la reinterpretación o recreación de bosquejos o intuiciones.
Quizá nada de lo importante pueda retenerse; quizá, más bien, en lugar de atmósferas solo nos acordemos de los hechos; pero los hechos, en sí mismos, son como fórmulas matemáticas...
El recuerdo es una película deslucida.
Y si nos emocionamos recordando quizá no sea porque sentimos de nuevo lo que sentimos entonces, sino porque en el momento de recordar carecemos de emociones y nuestra memoria es como un catálogo de emociones. Pero nadie puede saber cómo es un país mirando una guía turística. Las imágenes se ensombrecen, los sonidos se mezclan y se hacen difusos…
La única manera de recordar algo inolvidable es repitiéndolo. Es decir, y en rigor, no recordándolo sino volviéndolo a experimentar, aun si el precio es la traición inevitable de los sentidos: la imposibilidad de una copia fiel.
Aunque sea otra, la esperanza es recuperar la pasión original. Y quizá por eso se agota el amor cuando las repeticiones se vuelven ritos vacíos: el original ha desaparecido del todo o nunca existió realmente.
Lo que no hemos aprendido es a repetir las cosas para hacerlas nuevas.
O bien: en algunas cosas solo tenemos derecho a una oportunidad, una sola, y esa es nuestra condena: nuestros ensayos no tienen ni continuidad ni finalidad.
Aquella noche, P. dio vuelta y me miró fijamente en la penumbra. La piel de sus dedos adquirió de repente un señorío inquietante: había ternura en esa violencia de amarse a ciegas.
Quizá intuíamos las trampas de la memoria y quisimos de una vez repetir aquello para hacerlo en ese momento inolvidable. Pero ya no lo conseguimos, no fue lo mismo o, como dicen: el momento (la “magia”) había pasado. Decidimos que sería mejor esperar, aunque no sabíamos si esperar qué o esperar cuánto.
Nos abrazamos todavía durante un rato más, semidesnudos y callados contra la pared, ahora tibia; y la noche terminaba, el fresco, el gallo a destiempo; sabíamos demasiado bien que todo eso llegaría un día muy próximo a ser solo un retrato en la memoria: algo, pues, no inolvidable sino irrepetible y sujeto a la flecha irreversible del tiempo.
Y hoy, ¿qué puedo hacer con este recuerdo? ¿Cuánta fiabilidad puede otorgarle? ¿Puedo atesorarlo, quizá, como si fuera una especie de inversión? Sé que jamás deparará frutos, que su valor no crecerá. Es el recuerdo de una riqueza perdida. ¿Y qué puede significar el recuerdo de una riqueza? Quizá, en el futuro, una plataforma para no enfermar de soledad, nada más...
Y, sin embargo, soy débil: la inversión es a la vez nula y maravillosa. Quizá más que el recuerdo de lo que sentí, lo que ha podido arrastrar hasta aquí mi cuerpo sea el vacío mismo de aquella plenitud, aunque ya vaciado también de ella. Ahora el vacío también es paz; y la paz, como la indiferencia, nos evita sufrir. Aunque también nos priva de conocer otra vez el deseo.
Aquella noche sin tiempo, finalmente el gallo cantó un amanecer púrpura y frío; y el viento llegó con el día.
—Entremos.
—Sí —concordé. Hasta ese momento no habíamos hablado.
[2:47 p.m.]
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25/11/09
31 de agosto de 1999
13/11/09
30 de agosto de 1999
Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.
---FERNANDO PESSOA
EN MI NOVELA (O ALGO ASÍ) PAULINA SOLO SERÁ UNA INSINUACIÓN. No sería capaz de mezclar, en un mismo hilo narrativo, el amor férreo y claro de Paulina junto al amor (o desamor) ambivalente de Diana.
Y honestamente no entiendo por qué, hoy por ejemplo, recuerdo a P. clavada dentro del dolor provocado por haberme separado de D. Quizá Paulina ha sido para mí, hasta hoy, lo más significativo de mi corta vida, y quizá por eso su sentido cobra todavía mayor relevancia dentro del contraste de un sinsentido radical...
Es cierto que ambas, en sus respectivos momentos, decidieron no seguir a mi lado; es decir, en ningún caso la decisión fue mía. Pero P. se marchó sin violencia, incluso con cordialidad y, me atrevería a decir, con razones inteligentes; D., en cambio, no tuvo reparo en arrasarme y humillarme. Pero aun si mi dolor actual no se debe a Paulina, sí me hace recordar el que ella me provocó; su dolor y su paz, pues eso diría si tuviera que resumir lo que ella fue para mí: la confluencia improbable de dolor y de paz... O bien la consciencia de una paz casi posible.
Tal vez, para mí, P. fue la humanidad entera, trágica, sentida en su cuerpo único, solo suyo, en mis manos...
Sé muy bien que no gano nada con estos ensueños tardíos.
En todo caso, Paulina necesitará otra ocasión y otro ánimo para dejarse decantar en todo su esplendor. Y sin embargo diré, para no desperdiciar esta tentación de la memoria, algunas palabras que puedan tal vez fijarnos a ella y a mí en un marco externo a nosotros, un papel, por ejemplo, una entrega al tiempo, incluso a un tiempo en el cual ninguno de los dos esté vivo...
Paulina fue una tierra natal de la cual hubiera sido exiliado sin posibilidad de regreso; éxtasis y exceso: una incomprensión seductiva; hasta hoy solo con ella he sentido que es posible comunicarse con otro y amar a otro. Porque quise a Diana, sí, y tal vez ella también me quiso, pero no creo que nos hayamos comunicado. Porque comunicarse no quiere decir, como cree ingenuamente la gente, entenderse a la perfección o pensar lo mismo o estar de acuerdo en todo; comunicarse es entender al otro quizá mejor que él mismo y aceptarlo tal como es, es decir, como es para uno, en uno, y callar de gozo, en calma, sabiendo sin incertidumbre que uno quiere seguir con ese otro al lado, caminando a su lado y envejeciendo a su lado.
Comunicarse es caminar afines: caminar y saber con una mirada que ese camino tiene sentido para los dos.
Supongo que se debe a eso que en el borde de esta agonía Paulina no pueda faltar: es su margen indefinible, el telón que cubre y descubre las insuficiencias, es un criterio, un aura que alberga en su seno toda la agonía y toda la desesperación. Es la ternura necesaria y posible. Es saber que es posible...
Es el mar, la intuición de plenitud –porque no tenemos derecho a la plenitud pero sí a su intuición–.
Es la promesa de otro mundo posible aquí mismo: la posibilidad de convertir todo el dolor en un salto evolutivo; o la necesidad de aprender que ha de ser posible amar sin querer poseer.
Sin duda algún día escribiré su libro, pero solo cuando el recuerdo haya añejado aún más y mi historia incipiente haya conocido nuevas decepciones y nuevos bríos.
[2:44 p.m.]
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2/11/09
17 de octubre de 1999
QUIZÁ LA POSIBILIDAD MÁS SENSATA SERÍA SEGUIR ESCRIBIENDO SIEMPRE LA NOVELA, que, entonces, en sentido estricto, no “avanzaría” y solo crecería o se hincharía.
Podría probar estilos como se prueban zapatos en la zapatería cuando uno ya sabe de antemano que no va a comprar nada.
O abrir una puerta, ojear, y cerrarla con desgano.
O verme en el espejo y asustarme pero no romper el espejo ni dar media vuelta.
¿Tendría un sentido público, o un objetivo pragmático? ¿Podría llegar a ser algo más que un juego secreto?
Un texto que nunca cerrara las puertas que va abriendo, ¿se puede todavía llamar “novela”?
Hacer catálogos de contingencias, repetir matices de sueños, extender el dolor como si fuera la ampliación indefinida de un orgasmo.
O querer tocar los extremos a la vez para ver si es cierto que son lo mismo o diferentes...
Inventariar frases aparentemente vacías, o inconexas, narrar sin narración, contar sin hilos, recorrer a tientas un laberinto del cual no sepamos siquiera si lo es.
El marco de una novela, el reverso de una historia: hacer la novela de lo que se debe pensar para escribir una novela, pero que no se debe escribir en la novela…
Tomar notas al vuelo y hacer de la novela el borrador de la novela —el otro extremo del lápiz, como si fuera posible no borrar sino escribir con el borrador—, sin versión final ni completa; apuntar el ritmo atropellado con el que seguimos el recuerdo e ir moldeándolo un poco, tanto como sea posible improvisadamente; y apuntar el borde de los eventos pero no los eventos mismos…
Hacer, por ejemplo, un recuento de lo que “piensa” X mientras se lava el cabello en la ducha o lo que “anticipa” cuando camina hacia la cocina a prepararse el desayuno.
O interesarse por repeticiones mecánicas y masoquistas del amante abandonado y llevarlas hasta el asco con la intención de animalizarse o maquinizarse como salvación
O simplemente contar lo que no cuenta para ver la vida desde su punto cero: contar el recuadro huidizo de las cosas, ese que las define esencialmente sin ser parte de ellas mismas: de su enjundia o médula o meollo; y por mera diversión o supervivencia hacer pues eso: encadenar sinónimos como golpes al mentón o retortijones en la tripa…
Escribir cuatrocientas páginas acerca de nada pero hacer atractiva la nada.
¿Es posible?
¿Qué rodea los acontecimientos, psicológicamente cuál es su sostén, si lo hay y si podemos percibirlo y describirlo?
Aunque luego habría que soportar, maquiavélica y fulminante, a la crítica. Que eso no es literatura. Que dónde está la trama trepidante. Que dónde están los personajes de densas pero invisibles psicologías e historias impredecibles. Que dónde está la acción apabullante y los diálogos cotidianos. Que sin “tensión dramática” no hay narrativa que valga, que en la literatura no hay tiempo ni razón para hacer reflexiones explícitas —porque los personajes no deben pensar demasiado, ¿qué se creen, personas?— y menos aún para hacer lamentaciones necias, sostenidas, fenomenológicas, ¡recién púberes como tantos millones de individuos desamparados! Ay, que la literatura es una escritura donde debe esfumarse o encubrirse el autor. Que hay que narrar historias y no dar opiniones, mostrar y no decir...
Y bueno, concederlo todo, ni modo, y justificarse: “a mí, por ahora al menos, no me interesa la literatura, solo los afectos”.
Además, ¿dónde está escrita le ley que normalice u ordene que solo se puede o se debe escribir “literatura”?
¿No es la escritura en general más bien la puesta en cuestión de cualquier legalidad posible?
Tal vez para mí la novela sea imposible; y es muy sencillo, en realidad: es que no tengo historia, es que me han dejado sin historia.
¿Seguirá, hoy, siendo imposible?
Es cierto que de entonces acá he vuelto un par de veces a hacer el intento. Es decir, he vuelto a desear narrar, a pesar de que aquellos años de diarios entristecidos y resentidos y cargados de esta prosa vacía o vaciante me habían dejado seco, o carente de todo deseo de narración seria, o lavado en general de palabras, de la intención de registrar palabras de algún modo ordenado…
Pero lo he vuelto a intentar: recientemente he terminado un par de borradores que, prudentemente, descansan meditativamente en una gaveta…
Durante varios años creí que aquella época de anotaciones diarias –agrias o sosas– a pesar de la vitalidad negativa que me daban (me impedían matarme simplemente por el vicio de sentir ese deseo enfermizo de querer matarme), me iban a imposibilitar volver a tomar una pluma y querer escribir como se debe, según toda madurez literaria. ¡Es que durante tanto tiempo la escritura estuvo asociada con el dolor y la muerte! Y luego, cuando recuperé mi vida —al menos cierta jovialidad o inclinación a la alegría, o cierta serenidad que todavía habita mis tardes—, creí haber perdido del todo la necesidad de escribir. Pero después, no podría decir exactamente por qué ni cuándo, de nuevo me volvió a llamar el papel y me atreví a volver. He terminado esos dos borradores que quizá, algún día, serán dos novelas, en un sentido más... ortodoxo, digamos, o convencional.
Hoy, en esta tarde de nostalgia, o tan solo de inofensiva añoranza, ya me sé, al menos, libre de la obsesión de escribir hacia la muerte o el vacío, e igualmente del miedo de no ser capaz de escribir ni publicar nada.
Los meses que siguen serán decisivos.
[2:42 p.m.]
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