26/7/08

24 de marzo de 1999

A VECES NO ES POSIBLE VIVIR SIN ALGUNA ILUSIÓN. A veces solo eso tenemos para no paralizarnos y poder guindarnos de los días como si fueran aves gigantes que alcanzáramos en pleno vuelo.

Immanuel Kant, el más ilustre filósofo de la temprana modernidad, pensaba que en la estructura misma de la razón humana subyacen las raíces irrevocables de las más grandes ilusiones; por ejemplo, el alma, o Dios. Esto quería decir que, por más que una persona quisiera evitar los errores de su razonamiento, por más que fuera precisa en sus silogismos, la razón misma eventualmente la conduciría hacia sofismas o equivocaciones, o ensueños, o finalmente ficciones de la razón…

Pero no caeré en digresiones filosóficas. Hoy me inclinaré por un realismo natural y simplemente pondré aquí a alguien que sufre, y que lo hace porque cree que ha sido feliz y que ya no lo es. Se me antoja llamarlo Víctor, aunque también podría haberlo llamado Juan o Apolodoro o Astroboy. Y Víctor, precisamente, tiene una ilusión: su amada, sin razón aparente, lo dejó, pero él aún la espera de vuelta, a pesar de que en múltiples ocasiones ella le ha dicho que jamás volverá. Es algo bestia, el pobre.

Pues este tal Víctor está en su habitación/oficina y son tal vez las diez de la noche. Timbra el teléfono y un nanosegundo después aparecen las siguientes palabras en su consciencia: “es ella, es ella”. Atiende y finge una voz indiferente, un “aló” más bien a lo Clint Eastwood, el de la época vaquera… Pero no hay respuesta. Repite su aló ahora más interesadamente, casi con candidez; pero al otro lado cuelgan sin decir palabra. A Víctor lo sobrecoge la certeza de que era ella, que debía ser ella, pero no se atrevió a hablar. Sí, seguro era ella.

Pero, ¿por qué haría algo así?

Vuelve a su trabajo —es traductor, y hoy está traduciendo un manual tediosísimo sobre el manejo de un montacargas: que nunca conducir hacia delante con las horquillas levantadas, que nunca descender pendientes con la carga por delante, que nunca esto, que nunca lo otro— tratando de olvidarse del teléfono y de las preguntas aguafiestas (“¿por qué haría algo así?”).

Al cabo de una media hora tocan el timbre y Víctor salta de su silla como un resorte de pronto liberado (el traducía, trabajaba, pero en paralelo y a la sombra su racionalidad más íntima y feroz había seguido su curso inexorable): “¡es ella, llamó para ver si yo estaba, vino sin avisarme para darme una sorpresa, es ella, es ella!”

Corre a la puerta y se prepara a abrir fingiendo la indolencia de un anestesiado.

Es la vecina.

Quiere saber si Víctor participará en la campaña contra el hampa, los vecinos están organizándose porque quieren que la comunidad esté protegida. No, a Víctor no le interesa. “Pero vecino, ¿no le da miedo que entren en su casa y le roben todo?” “No —contesta—, no me interesa, pueden robarme el alma si les da la gana.” Cierra bruscamente la puerta.

Es ella, la ilusión, ella, cerrar los ojos y oír su voz: “te prometo que volveré; no, Víctor, no volveré, no insistás”. Y luego abrirlos y verla caminando hacia. Y luego cerrarlos y tratar de dormir con. Y soñar despierto como un imbécil geométricamente perfecto y saber que es un imbécil porque a la vez despierta con ella sin ella y sin haberse ni siquiera dormido. Y todos los días creer que tal vez el nuevo día también será nuevo para ella, y creer que tal vez en este nuevo día ella tendrá un renovado deseo y que tal vez hoy se sentirá o sabrá equivocada, que tal vez hoy, por Dios, que tal vez hoy él sí le haga falta y ella finalmente lo busque para poner las cosas en su lugar, como si fuera él, precisamente, el lugar natural de las cosas de ella o incluso de ella misma.

¡Lo que piensa la gente para no tener que apuñalarse con furia!

Cerca de la media noche, el desesperado humano pierde toda su dignidad y la llama por teléfono.

—Hola —saluda él con la ternura de un cachorro beagle.

Hay una pausa afilada: ese último instante antes de la caída en una montaña rusa.

—Hola, ¿cómo le ha ido? —contestan al otro lado de la línea con despótica y evidentísima indiferencia, y a él ese cambio del usual “te” por “le” lo deja capote abajo y alelado y con los miembros atacados de generalizada perlesía.

—Solo quería decirte que me hacés muchísima falta —pudo decir a pesar de todo, temblando y con una pausa dramática en “que”.

La indiferencia de ella se convierte en animadversión, alevosía, escarnio, y su voz suena como la de un energúmeno que agitara su puño en el aire queriendo noquear hasta las sombras.

—¡Ya vas a empezar! ¡Cómo podés ser tan necio! ¡Dejame en paz de una puta vez! ¡Cuántos meses vas a seguir con esa lloradera!

V. está convertido en un trapo, o en menos que un trapo: en la porquería que limpiaría un trapo.

—Perdón —se le ocurre aún decir como si en el lenguaje castellano fuera imposible formar las siguientes expresiones: “¿sabés qué? ¡Andate a la mierda y llevate con vos a todos tus pretendientes del carajo y por tu puta madre morite hoy mismo!”

Ella no responde, claro, pero bufa como un toro con los pitones aguzados frente a un torerito aterrorizado que solo pide perdón, perdón, toro, por favor, por favor, como si el impetuoso vacuno pudiera sentir compasión o culpa. De hecho, el toro y no el torero lanza la estocada final: ella cuelga sin decir más.

Historia repetida al infinito en escala de grises...

La noche finalmente cae como una telaraña. Víctor el pálido se siente como un insecto odiado por toda la raza humana, el del paludismo, quizá, o el necio aedes del dengue, o en todo caso un insecto apocalíptico y aterradoramente incapaz de cambiar su destino biológico… Todavía hace un mes o así ella lloró y lloró por teléfono como una desquiciada mientras le decía “te prometo que voy a volver”. Ahora, de nuevo, esto... Dice que me ama y me trata con desprecio; o bien: dice que me ama pero lo dice con desprecio... Y dicen algunos científicos que el misterio último del universo es el tiempo o las partículas subatómicas o el instante precisa e ilógicamente anterior al Big Bang… ¡Hay que cagarse en su bang y en su bing y en todos sus intentos de llegar a una teoría de la unificación de las fuerzas! ¡Big Bang Bum es ese teléfono colgado como una maldición escatológica! Esa mujer que como si nada pudo despedirse para siempre diciendo “te amo y no quiero perderte”. ¿Qué tipo de lógica esotérica sigue su hermoso cerebro?

No hay más nada que agregar, todo se reduce a esta estupidez común. Algunos insisten en arrastrar su adolescencia hasta que el cuerpo aguante. Algunos nunca superan este vicio.

V. cierra los ojos y vuelve a llorar, llora hasta aburrir a las hormigas, que lo miran de reojo mientras recogen las migas de su desayunador. El universo entero debe estar aburrido, en efecto, de tanta lloradera humana. Y el cabrón llora de verdad, tan de verdad como es prohibido decirlo según toda prudencia literaria, pero ya lo he dicho, qué diablos, y entonces llora cayéndose por un risco metafórico y mientras cae su razón más íntima e inaccesible empieza a trabajar de nuevo, tan campante y kantianamente como siempre y, por eso, después de unos pocos minutos, cuando el teléfono timbra de nuevo, sin tiempo siquiera para defenderse contra sí mismo, sus adentros gritan nuevamente desaforados: “¡es ella, es ella!” Perturbados por sus bramidos guturales, los infinitesimales microbios que viven en el auricular de su teléfono no necesitan formular ecuaciones diferenciales ni transformadas ni integrales en coordenadas polares para concluir que Victorito es un pobre payaso y ríen y ríen hasta literalmente morirse de la risa.

Lo sentimos, Víctor, número equivocado.

Las hormigas, puntualmente, terminaron su limpieza nocturna de boronitas.


[10:38 a.m.]


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