Nada nos acerca tanto a otros seres como el tener miedo juntos.
--Marguerite Yourcenar
MIENTRAS HACEMOS EL AMOR, muy cerca del abandono final ella dice que es mía, que puedo hacer con ella lo que quiera. Dice que me ama y yo me pregunto si es verdad y si hay modo de saberlo. Solo oímos las tandas del viento y algo así como un murmullo de motores. Sudamos, agitados. Hago una pausa minúscula y respondo que yo también la amo, pero justo después de decirlo ya no sé si la amo, o al menos lo dudo. Estoy sobre su cuerpo, lo siento desde mis tobillos hasta mi frente, y lo veo —al menos veo su trapecio derecho y la hondura clavicular, su cuello palpitante, las ráfagas de su cabello acanelado, su oreja sonrosada— y respiro su sudor y el aliento tibio de sus leves gemidos; pero sé que no puedo abarcarla completamente y sé que ni siquiera mirándola de lejos podría, porque a veces lo hago, para confirmar que la conozco, que es ella… ¿Cómo es que de esos fragmentos de olor, de anatomía inefable porque desconozco los nombres de todos esos músculos y huesos, de miradas y voces repetidas, la obtengo a ella, la derivo o la construyo? Ella nunca está simplemente allí, desvelada, ya descubierta del todo.
Y sin embargo sé que compartimos algo así como un mundo: una atmósfera imprecisa que nos rodea siempre, que nos sostiene en una burbuja de entendimiento mutuo, que nos mece a un mismo ritmo frente a los mismos paisajes…
Dichosamente, explicarlo no es una obligación ni lógica ni moral, porque de serlo no encontraría las palabras precisas y lo traicionaría al decirlo…
Al final del amor, esa agitación respiratoria que no sabemos si es un triunfo o un fracaso. Miramos el cielo raso, callados; en una esquina hay manchas de agua en forma de Mickey Mouse; se lo digo y ella sonríe… A veces, en efecto, todo esto me parece un triunfo; pero otras veces me deja un sinsabor agrio. La cama se enfría lentamente. Ella se vuelve hacia la pared, ofreciéndome la espalda o negándome su frente, su pecho, su rostro… ¿Y se puede amar un cuerpo sin rostro? Siento el deseo de un cigarrillo pero me da pereza levantarme a traerlo. Alguno de los dos suspira.
Luego, no sé cómo, llego a pensar en Descartes y pienso que su obra fue un crimen contra la humanidad: creyó e hizo creer que se podía pensar sin el cuerpo. Más bien a él debieran haberlo purificado con las llamas de alguna inquisición; pero esas vueltas de la historia: terminó héroe, fundador de civilizaciones.
Ella no vería el problema cartesiano; y no por estulticia, claro, sino por vivir solo aquí y ahora. Su defensa es no tener pasado ni futuro, y en ese sentido evade el tiempo como lo evade el eterno pensar de Descartes… Vivir sin nostalgia, hacer del cuerpo un vacío etéreo: ser lo que se es hoy y punto… Descartes creía que el pensamiento existía por sí mismo, separado de todo, del cuerpo y todas sus afecciones, de las cosas y todas sus cualidades. Existía puro, matemático, verdadero. Su crimen, pues, fue privilegiar una sobre todas las demás actividades que realizamos, hacer como si pensar teórica y descontextualizadamente fuera lo mejor de la humanidad —y de la realidad— y separar radicalmente nuestra consciencia no solo de la tierra sino también de la piel y de los frágiles huesos que somos.
Me pregunto cómo habrá sido Descartes haciendo el amor. Porque, ¿es acaso posible separarse realmente del cuerpo, como él decía hacer con el pensamiento? Cuando él meditaba estaba en una confortable cabaña, frente a una hoguera, seguramente arropado como un bebé, tibio, como en un vientre que lo aislaba temporalmente de los trajines cotidianos. Allí, al calor del fuego, reflexionó en silencio y apartado de las calles. ¿No afectaba eso sus meditaciones? Sus condiciones concretas, materiales, de vida, ¿no las definían en buena medida? Lamentablemente, no recuerdo nada más específico de la biografía de Descartes, y mientras miro embelesado y confuso la nuca finísima de Diana me pregunto por qué no enseñan más bien estas cosas en las clases de historia de la filosofía.
Diana cerraba mucho los ojos mientras hacíamos el amor, y creo que por ese mínimo lapso se olvidaba de sí misma. Más, más, no salgás nunca. Y quizá solo allí, cuando dejaba de ser lo que era siempre, era cuando más cerca estaba de la realidad. Yo entiendo la realidad como ese fondo del abandono que solo sentimos con otros. Solo allí, desdibujados y sin protocolos, ella era quien era y yo era quien soy y estábamos más cerca que nunca; quizá por eso cotidianamente nunca la reconocía, porque ella era esa pérdida de sí misma que me perdía, arrastrándonos. Nunca, no salgás nunca. Y éramos solo eso: un cuerpo en otro y al revés, la agonía del pensamiento en un lecho y unas sábanas húmedas —nosotros: un mundo—, trozos de cuerpo entrelazados con otro cuerpo. Nunca, decía, y después solo zureaba…
¿Por qué se dice hacer el amor? ¿Es que el amor solo es verdadero mientras se hace? Tal vez la verdad del amor, de una manera incomprensible, solo pueda existir aquí y ahora. ¿Pero entonces los cuerpos no tendrían verdad más que mientras hacen el amor? El azar del cuerpo es mudo, el cuerpo también es tiempo, y el lenguaje está detrás o delante o a través del tiempo. Yo no puedo reproducir mis experiencias, se contienen deficientemente dentro de límites que yo no definí, que no me pertenecen ni me pertenecerán nunca, palabras, un lenguaje que no puede nunca ser mío. ¿Somos eso, un nudo que no se puede soltar, siempre capullos que no se abren?
En la inmediatez del amor... Esos claroscuros, la verdad, los cuerpos que miran y saben que miran. ¿Es por eso que nos fascina el amor, más bien porque nunca estamos en su presencia, entregada plenamente?
El amor es un camino tortuoso, el amor es un texto abigarrado. Y entonces solo quedaría en claro que el amor hay que hacerlo, que no es, no existe solo, aparte, separado de quienes lo hacen. Por eso el amor es fantasmal y no es capitalizable: hay que hacerlo. Amor solo existe si se hace una y otra vez, si dura, si se extiende entre dos o tres o varios, en todo caso no solo uno, nunca solo uno… Porque no hay un amor hecho, no hay un hecho del amor y solo por eso no se puede vender el amor aunque sí se puedan hacer con él rebeliones y anarquismos y simples rabietas y gritos contra el mundo.
Como bestias ciegas, recorremos la historia buscando e inventando la verdad —porque es la verdad lo que nos mueve— y no la encontramos nunca. O solo en fogonazos iridiscentes —no salgás nunca, decía, ¡pero es imposible!— y en fugas súbitas; su posibilidad se insinúa y nos tienta, o nos hace volver como a una promesa solo cumplida a medias, deseándola aún más. La verdad es que el amor hay que hacerlo y rehacerlo para que exista y solo existe mientras se está haciendo. Por eso el amor a la verdad no es la filosofía sino el martillo que deshace la verdad para que podamos amar otra verdad y luego otra y luego otra, haciéndola y rehaciéndola como hay que hacer y rehacer el amor, para que exista, entre varios, para que finalmente exista aunque sea por unos instantes que siempre parecen finales pero no lo son, nunca lo son y esa, tal vez solo esa, es la última verdad… que se escapa, se va, difiere de sí, siempre es la misma y otra… ¡No puede haber una ontología del amor! O bien: la verdad es el amor porque en el amor el hacer no está arrancado de lo hecho. O bien: es la única verdad que sirve para unirnos.
Tristemente, los hombres hemos inventado siempre verdades sustitutas como paliativos o como respuesta a la incapacidad —no reconocida— de poseer una única verdad —o no poder extraerla del fondo de los cuerpos—.
Pero hay una entraña donde confluyen la luz y las sombras, donde la realidad no es un dualismo sistemático. ¡La piel al borde del habla!
¡Nosotros, nosotros los hombres, culpables, culpables! ¡Siempre hemos querido saberlo todo o poder decirlo todo! Pero querer saberlo todo es el motor más eficaz de la destrucción…
Diana duerme sosegadamente, después de hacer el amor, y yo malgasto mi tiempo en estos pensamientos infecundos... Me pregunto, pues, cuáles son sus más íntimos gestos, quién es ella verdaderamente. Pero soy incapaz de aislar en ella lo que quedaría después de eliminar todos sus accidentes. Y entonces decido que solo somos eso: una colección de accidentes que van formando poco a poco algo que se sostiene gracias a un encadenamiento de semejanzas, un arrastre de rasgos variables pero que solo varían muy lentamente… E inmediatamente me riño: sería preferible no hacer ejercicios cartesianos con el amor, ¡otra desventaja de la filosofía!
Ella, simplemente, es la forma de ser —de hacerse— de ese cuerpo que envejece mientras duerme y rejuvenece mientras se contorsiona tenso, eréctil, cuando tiembla de pasión y luego descansa plácidamente; y yo también me siento ahora desprovisto de toda verdad más que de esta verosimilitud huidiza de la piel húmeda, algo así como el delirio de creerse capaz de sentir la pureza del tiempo, del pasar, una agonía demasiado lenta, una impureza lúcida solo allí intuida, deseada —más, más, no salgás nunca— y ya no soportarlo, y soportar menos la vuelta a este otro y único mundo donde el tiempo se ocupa pensando, como si ya de verdad no hubiera cuerpo o pudiéramos prescindir de él, cuerpo que es otros cuerpos, cuerpo que también es mundo, verdad siempre velada, tiempo. Tiempo.
¿La deseo tanto justamente porque nunca la tengo, ni siquiera cuando la tengo? ¿La desearía tanto si las palabras me bastaran para decirle mi amor?
Me vuelvo de nuevo a nuestro cuerpo.
—¿Qué tanto pensás? —me pregunta, adormilada.
—No lo sé —miento, y al instante rectifico—, pienso en el amor y en la verdad.
—¿En qué?
—Nada, es que no podía dormir.
Y mientras tanto la miro sin reposo, acostada y semidormida, su torso trapezoidal, su cuello ahora relajado, las nalgas rotundas con sus diminutos y blondos vellos.
—No pensés tanto —murmura entre dientes—, hace daño —y da vuelta y me besa y me acaricia el pecho y yo le devuelvo su beso, ahora mío, y mi lengua recorre su boca como si fuera mi boca y sus manos recorren mis muslos como si fueran los suyos. Mudo, el mundo vuelve a huir y otra vez somos ese juego interminable de claroscuros, otra vez sin saber durante cuánto tiempo, en nuestros susurros entretejidos, ni palabra ni silencio, murmullo de viento que se ahoga, voces que no dicen, gemidos, gestos demudados, y mientras busco sus piernas con las mías pienso que la realidad es esta pérdida, que no somos nada sino esto, sombras en un lecho que hay que tender en las mañanas del mundo, un lecho apenas iluminado, somos esta animalidad y esta furia de ser, la paz entre esas piernas que también deben caminar y correr y morir… ¿Descartes? Descartes no existe… Y quizá el amor duele tanto al cesar porque nos arranca lo único que dábamos por verdadero, aunque cada mañana dejara de serlo; y porque después no queda nada más que el tiempo obscenamente desnudo: el miedo, la muerte.
El amor es abrazarse de miedo juntos, porque solo así se vence el miedo… Lo más real es lo que sentimos con otro… Esas siluetas informes que quedan de nosotros en esos momentos siempre irrepetibles, esas formas sombrías... Desvestirse para hacer el amor es solo un preámbulo, el anuncio de otra desnudez: descubrir de pronto que no somos esos vestidos ni todos nuestros gestos ni todos nuestros pensamientos, y ni siquiera nuestro rostro ni nuestro nombre, sino ese cruce con otro, esos encontronazos que al desplazarnos nos hacen conscientes de que somos esto que somos: ni siquiera nuestras propias palabras ni nuestras manos sino las palabras que le decimos a otro y también la piel que recibe nuestras manos: casi nada, un abandono de sombras, un abismo de fugas enlazadas...
Llega uno a ahogarse, literalmente, en el aliento de otro. La vida es una sofocación viscosa donde nos confundimos como si solo fuéramos, burdamente, carne, carne indiferenciada, carne viscosa escalando las fosas nasales… La realidad es un hecho compartido e inasible… La incertidumbre es ver una mirada que nos mira, hacernos deshaciéndonos… Este flujo me lleva hacia los otros, y siempre todo puede empezar de nuevo.
Nadie ha estado nunca en presencia del amor.
[9:30 a.m.]
_ _ _
27/2/08
20 de agosto de 1999
18/2/08
19 de marzo de 1999
El horror es una lucidez.
--Francisco Umbral
CONTAR LA VIDA PRESENTE ES MUY DISTINTO DE CONTAR HECHOS DEL PASADO. El presente es lo que menos conocemos. Lo conocemos incluso menos que las vidas ficticias que imaginamos al narrar. Por eso contar el presente solo puede ser errar por los momentos. Seguir lo que hoy acontece, la historia en cada momento actual del cuerpo. Al menos, hoy, ya no temo que eso sea algo muy distinto de hacer “literatura”. Ya no necesito, digo, hacer literatura. ¡Como si esa fuera la única manera de escribir! Y es un alivio. De todos modos, en el debate de qué es y qué no es ficción, la cosa parece estar cada vez menos clara. Algunos imaginan situaciones ingeniosísimas, personajes improbables y complejos e historias intrigantes y necesariamente “cinematograficables”. Pero detrás de tan arduos trabajos siempre sigue acechando la autobiografía. En personajes e historias se filtran los deseos y las frustraciones del autor, por decir lo menos. Y hay también quienes, por el contrario, creyendo escribir su autobiografía no logran más que ficciones mediocres, o cuentan su pasado manipulándolo con gula por alguna neurosis, por un patológico autoengaño o por llana megalomanía.
Errar por momentos afectivos o especulativos me parece algo poco ambicioso; pero en ello precisamente encuentro su valor. Ciertamente lo que diga hoy de mí puede contradecir lo que dije ayer; pero ambos testimonios bien pueden ser verdaderos. Quizá resida allí el atractivo de los diarios, incluso cuando son anónimos. Es que en ellos, al leerlos, a uno no le importa mucho quién fue el fulano que vivió todo eso, pero sí le importa que haya sido un Fulano de Tal y no simplemente una ficción o fábula.
Por supuesto, también es válido contar ficcionalmente la propia biografía, siempre que se sepa que es eso lo que se está haciendo, sin pretender ni la verdad objetiva ni la verdad subjetiva. Todo ese asunto de la verdad —incluso la personal— me parece de lo más deshonesto. ¡La vida de las personas es infinitamente más relevante que la verdad! Pero, entonces, para ser consecuentes, también debe ser infinitamente más relevante que la ficción, es decir, que las modas escenográficas actuales con su catálogo de personajes prefabricados...
Además el cuerpo debe acostarse cada noche sin certeza alguna sobre si amanecerá de nuevo al mundo que dejó; y debe levantarse, algunas veces, apresado por los pánicos más influyentes, como cuando nos sentimos horrorizados, en sueños, sin razones aparentes; o cuando nos descubrimos de pronto hasta las narices de culpa o de arrepentimiento. Y luego percibimos, esos infaustos días, la claridad del alba como una desnudez malediciente que solo se nos impusiera para que podamos ver mejor nuestra aflicción. Y encima tener que soportar, como primer pensamiento, de nuevo despierto solo. Y no encontrar en ninguna ocurrencia gramatical la manera eficaz de decirlo con fidelidad. (Ni encontrar la respuesta a la pregunta: ¿para qué decirlo?) E intentar dormirse de nuevo y solo conseguir ahondar en la desdicha. Y no poder evitar ver en la memoria los rostros amados y perdidos. ¡A veces no se pueden cerrar voluntariamente las puertas de la consciencia! Y tener que verlos sabiendo que corre el tiempo y nos esperan en el trabajo. Y padecer la añoranza como un naufragio siempre repentino. Y sentir un combate de escorpiones en la boca del estómago y aún así tener que desayunar. Y abrir los ojos, finalmente abrir los ojos al horror y no escatimar esfuerzos por conseguir llegar más hondo en la miseria que nos puebla, tratando de comprender, rastreando de nuevo lo que pasó y lo que no, como todos los días, una y otra vez, cada segundo. ¡Y todas esas ficciones tejidas y leídas para ocultarnos el hecho de que no somos lo que queríamos ser! Porque es así de simple: finalmente nos damos cuenta, en la cima de esa sombría lucidez, que vamos perdiendo el combate, este devenir agonal. Y aprendemos, así, que tendremos que morir, y sabemos, sin embargo, que es así como aprendemos a vivir.
Dichosamente, el paciente se vuelca hacia su veladora y de la gaveta extrae un cuaderno azul. Y un bolígrafo. Y respira pausadamente y empieza a contarse su vida en su proximidad inasible.
La otra opción es a diario vestirse de prisa y salir corriendo a alguna oficina sabiendo y casi siempre olvidando que efectivamente nos espera la muerte.
[9:15 a.m.]
_ _ _
9/2/08
18 de marzo de 1999
SI TAN SOLO PUDIERA MANIPULAR LOS DÍAS, variar el orden en que sucedieron, aunque fuera un poco, recrear la propia vida repasándola en palabras lanzadas a un papel, en desorden pero con un desorden propio, trabajado, dolido. Un reacomodo que emergiera suscitado por el ánimo de cada día presente, como si cada día, individualmente, recogiera a su manera toda la vida vivida... Como si cada día fuera una vida entera y pudiera uno, por eso, volver a vivir su vida en un solo día, y cada día de manera distinta... ¿Pero no descubriría inevitablemente– y, supongo, entrelíneas– que cualquier orden daría igual, que a fin de cuentas va uno a morir un día y que el orden de sus días será reducido a ese último, categórico, duro, y que todo tendrá sentido solo si uno aprendió a dejar de vivir centrado en uno mismo, más tarde o más temprano, es decir, si uno aprendió a ganarse? Solo en ese caso el orden novelesco que construyera uno con su memoria habría sido algo así como un triunfo, es decir, un aprendizaje.
Había olvidado este pasaje. Fue a partir de ese día, 18 de marzo del 99, que acogí la costumbre de retomar, un día cualquiera, los cuadernos con todo lo escrito y vivido antes y releerlo en desorden, o simplemente recordar toda la vida, azarosamente, callado y tumbado sobre la cama y dejando llegar las imágenes... Hoy, por ejemplo, es eso precisamente lo que hago, y es cierto que cada día en el que repaso así la vida, la vuelvo a vivir de otra manera, la rearmo según el azar del momento y la suerte en la elección de los papeles, las páginas de mis cuadernos, o simplemente los recuerdos. Es como si cada día vivido pudiera ser una repetición a la vez igual y diferente de la vida entera. Por eso no tiene mucho sentido hacerlo en orden.
[9:10 a.m.]
_ _ _
3/2/08
14 de marzo de 1999
AQUÍ NO DEBE HABER NADA EN QUÉ CREER, nada que pueda servir de salvación, refugio o excusa para nadie. Esta es mi propia fantasía, y lo es porque solo soy yo quien aquí se desvanece. Estos textos serán mi desaparición, yo los escribo, yo los padezco, son mis heridas las que se ventilan, aquí soy yo y solo yo quien ya no quiere estar. Aquí soy solo yo quien agoniza. Esta es mi fuga, mi olvido, mi silencio, y que nadie pretenda robármelos. El que quiera que construya su propia treta, su propio desvelo; pero si lo hace que lo haga con su dolor y con su agonía, con las cuitas y hazañas de su cuerpo y no con las mías… ¡Mi más fundamental propósito es saturarme de mí para explotar en mil esquirlas que no sean propiedad de nadie!
¿Trivialidades? Cualquier autor se pierde en su texto y cada lector se encuentra en un texto ajeno. Todos los intentos de pureza son en última instancia vanos. El texto de uno siempre es de otro, el de otro siempre puede ser de uno. Esa, de hecho, es la condición de existencia de todo texto: aislado, cerrado, individual, no sería texto. Y no puede ser de otra manera, aun si solo ahora estamos en capacidad de asumirlo. Decir que los textos no son de nadie es decir que son de todos. Si aquí, por ejemplo, no hay nadie, es porque estamos todos, aunque indefinidos: aquí somos juntos sin identidad… Esto es una especie de nube afectiva... –¿El texto se parece a la justicia?–
O bien: para los seres humanos el texto es lo común o invariable en nuestras experiencias: la velocidad de la luz de nuestras relaciones.
[9:07 a.m.]
_ _ _