11/10/08

18 de noviembre de 1999

—¿LEER DEBE SERVIR PARA ALGO?
—Para nada, a lo sumo para pensar.
—¿Pero pensar en qué?
—En nada en especial, solo pensar.
—¿Pensar en nada, pero eso es posible?
—La gente normalmente no piensa lo suficiente, se levanta y desayuna apresuradamente, sale y busca un taxi o coge un bus, llega tarde a la oficina, trabaja mecánicamente, se estresa mecánicamente, come a la carrera, vuelve a casa, deja los calcetines tirados por ahí, se rasca el culo y echa un pedo, revisa el contestador del teléfono sin poner demasiada atención, se tumba en el sillón con unas palomitas grasientas y ve en la tele las series de policías o de salvavidas voluptuosas o cualquier cosa semejante y luego se va a dormir para repetir el ciclo el día siguiente.
—¿Y entonces leer debiera impedirles hacer todo eso?
—Impedirlo no, solo hacer en todo eso una especie de paréntesis, o entremeterse en todo como una cuña... La vida es una suma de tropelías, la mayoría absurdas, y si se consigue hacer una pausa, pues bueno, ya eso es pedirle bastante a la lectura.
—¿Pero entonces sobre qué leer, libros sobre qué, cuáles?
—Eso importa menos. La lectura debe ser como la sexualidad. Eso, leer ha de ser como echar un polvo, o en su defecto, masturbarse. ¿Para qué se hace? ¿Te preguntás vos para qué te masturbás cada vez que lo hacés?
—Obviamente no, solo me dan ganas.
—Pues eso. Que leer sea una simple necesidad erótica, un ejercicio masturbatorio y, en su mejor momento, acompañado, ¡hasta orgiástico en los buenos libros! Una fiesta, eso es todo, una celebración sin objeto ni motivo, porque sí, ¿no hace falta a veces simplemente tomarse una cerveza con un amigo y hablar de cualquier tontería? ¿Y cuando simplemente nos volvemos hacia nuestra pareja, en la cama o en el baño o donde sea y empezamos a toquetearnos porque sí, porque repentinamente sentimos ganas de hacerlo? No se necesitan excusas para una fiesta, ¿o sí? Pues eso es para mí la lectura, una pausa en el tropel, gozar porque sí, decir mierda, estoy vivo, voy a gozar un rato sin motivo, sin interés, sin inversión, sin excusa, porque me da la gana, porque se siente bien.
—Pero eso no es pensar. ¿No decías que leer debe servir para pensar?
—Ya vas a complicar las cosas, ¡claro que es lo mismo! En comparación con la banalidad que es hoy la vida cotidiana, leer o hacer el amor equivale a pensar en nada. Claro que se piensa, se está consigo mismo pero sin razón, sin motivo económico, solo porque sí. Es en ese pensar que estoy pensando, ocuparse de uno mismo y darse una oportunidad de gozo impráctico, soberano, privadísimo y, sin embargo, poblado por todos los mundos y personas reales y posibles que seamos capaces de imaginar.

[11:07 a.m.]

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4/10/08

13 de noviembre de 1999

NINGÚN AMOR ES UNA SALVACIÓN DEFINITIVA. Que las personas lo crean sirve para venderles islas de la fantasía y cruceros del amor y tarjetas con niños llevando flores de rubí en un mundo en blanco y negro.

Es simple: el amor también podría hacernos prescindir de todos esos artificios, incluso del escaparate donde hoy acostumbramos morir anónimamente.

Algún día el amor solo existirá en salones desocupados como desiertos, en teatros vacíos, en lechos amortiguados por silencios.

[11:01 a.m.]

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20/9/08

12 de noviembre de 1999

CUANDO LO CURSI SE PONE DE MODA TODOS CREEMOS ESTAR EN EL EDÉN. Y una de las tantas ventajas de esta situación es que ahora todos somos poetas, pues para serlo, dicen, basta con hablar “subjetivamente”. La historia termina para dar paso al edén y entonces todo es arte, hasta los libros que queremos escribir pero no escribimos, y el hecho de quererlo y soñarlo o simplemente declararlo.

Quizá Dios nos expulsó del paraíso porque estaba harto de tener por criaturas a unos seres tan estúpidos. O simplemente tan inmaduros. Y quizá nos expulsó para forzarnos a madurar. Pero seguimos tan niños como cuando nos descubrimos por primera vez desnudos y deseantes.

Hoy, algunos creen estar de vuelta, pero tal vez lo único que hemos redescubierto del edén sea la estupidez: masiva e ineludible. Por ejemplo la estupidez de creer que los mejores son quienes más dinero tienen o, al revés —hoy día da lo mismo—, creerse mejor simplemente porque uno no tiene ningún dinero ni cree necesitarlo.

¿Y no soy también yo uno de tantos estúpidos, principalmente porque a veces pretendo ser capaz de explicar la estupidez o, peor aún, estar exento de ella?

[10:57 a.m.]

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30/8/08

11 de noviembre de 1999

UN SALÓN AMPLIO, desocupado y en penumbra. Entre sus paredes, reprimido, se contiene un desierto de ecos...

Lo cursi, ¿acaso es simplemente decir “te amo”? Tal vez decirlo solo como formalismo: una línea en un guión.

Una pareja aislada del resto del mundo.

Están en el salón desocupado o en un teatro vacío. Si deciden actuar solo lo harán para sí mismos. Pero nadie los mira: tienen la oportunidad de no actuar.

¿La tienen? ¿No es suficiente que mire el otro? ¿Y no actúa también uno ante sí mismo? Por eso precisamente es imposible afirmar que somos, cada uno, uno mismo…

Y si no estuvieran en un tablado, si por un momento se desvaneciera el mundo —incluso dentro de ellos mismos— y quedaran íntimamente solos, ¿podrían saber con certeza que se aman?

Tal vez solo somos para los demás y, por eso, la vida debe llegar a convertirse, tarde o temprano, en el tedioso esfuerzo por ser siempre los mismos, sencillamente para que los demás puedan reconocernos.

La pareja está aislada, libre para hacer lo que deseen. ¿Y qué hacen? ¿Bailan, quizá, desnudos en el salón de los ecos? ¿Se gritan acaso su amor, oyéndolo rebotar en las paredes al expandirse por ese desierto retenido? ¿Brincan como gorilas primigenios o se arrastran como bienvenidas serpientes?

Nada, están solos y se mueren de pena y hacen lo que han hecho siempre. Y dicen lo mismo, se dicen lo mismo.

Más adelante, en una playa desolada, bajo el cielo abierto como una flor.

Ahora están desnudos. La tierra entera es el mismo desierto que estaba contenido en el salón desocupado. No hay paredes, la ribera es inmensa, el mar, el cielo, no hay nadie más.

Una de las dos personas mira a la otra imparcialmente y se siente dueña no de ella sino de sí misma y la tierra entera la abraza. Es justo en ese instante cuando descubre que la ama o, más bien, que esa palabra puede significar eso que experimentó en ese instante.

La otra, dubitativa, baja la mirada. Acostumbrada a los escenarios, no sabe bien qué hacer cuando las butacas han sido eliminadas y queda solamente la tierra ante un cielo callado, un cielo para siempre callado.

Sus ojos como fosas o bocas acuosas... Nadie más la mira. ¿Pero qué se puede hacer cuando solo una persona nos mira? Una persona es casi ninguna persona, y es difícil o absurdo seguir actuando para nadie. No soporta tanta soledad… En cambio, para la otra, esta soledad es el único sentido de la palabra “felicidad”.

Luego se separan.

El salón ya no existe, el desierto se ha extendido fuera, ha salido a la calle. Los demás son un decorado deslucido. Una ya no oye ni mira nada, apenas habla. La otra sigue prefiriendo lo que ya está escrito: su vida es literalmente dramática; para ella, lo real es una ficción recibida.

[10:53 a.m.]

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23/8/08

07 de diciembre de 1999

(ENTREVISTA ESPECULAR)

He gozado momentos de una desnudez animal y tierna a la vez, y me ha dolido vivir cuando no he podido retribuir el deseo que alguien sentía por mí; esto lo digo sin miedo: he sido a veces infortunado e impotente, pero otras veces he sido perfecto.

También, alguna vez, me ha tentado el suicidio, creo que simplemente para poner fin a la incertidumbre y la ansiedad. Pero creer que la muerte es verdaderamente el fin también es un acto de fe, y prefiero el dolor que la fe. Para mí ya no se trata ni de creer ni de matarse, sino de resignarse a que vivir sea siempre alguna versión de enigma trágico.

Por ejemplo: no puedo decir que yo sea quien otros dicen que soy, ni siquiera el conjunto de momentos que podría rastrear con la memoria, una suma de escenas febriles y temores ridículos, de anhelos cumplidos y sueños frustrados, de actos cotidianos simples y algún incidente extraordinario.

Tantas veces que he querido decir algo y he callado… Tal vez soy esos silencios desvanecidos, esas palabras irrecuperables: una ceguera iluminada que siempre viene de otra parte, o de otros.

La conciencia siempre es fantasmal.

No sé qué he sido ni qué seré; hoy quisiera creer que soy las miradas entreveradas de todas las mujeres que me han mirado detenidamente, y de algunos amigos y familiares que sé que me han querido. Porque solo esas miradas me han sostenido… Y si son otros quienes me han hecho quien soy, no soy lo que cada quien ha creído que soy, ni tampoco la suma de sus opiniones… ¡Esta errancia de ser el otro lado de unas miradas que cambian tanto como las mías, y que cambian aún más con el recuerdo!

Mis verdades son los afectos que me han transformado, dislocando mis verdades anteriores: lo que daba por seguro, a lo que pretendía serle fiel.

Mis verdades no tienen nunca un punto estable, central, alrededor del cual girara todo sujetado por radios invisibles… Se desgranan, las siento caerse de mi piel y a veces también rozarla o quemarla o desgarrarla; y solo porque pueden morir son verdades tan verdaderas como la vida.

También es posible que ella vuelva a amarme. Los milagros solo son hechos con muy pocas probabilidades de llegar a ser.

Solo al deshacernos mutuamente nos hacemos quienes somos.

El amor debiera sostenerse en ese borde de abismo: entregados al viento, sin dejarnos caer.

[10:44 a.m.]

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26/7/08

24 de marzo de 1999

A VECES NO ES POSIBLE VIVIR SIN ALGUNA ILUSIÓN. A veces solo eso tenemos para no paralizarnos y poder guindarnos de los días como si fueran aves gigantes que alcanzáramos en pleno vuelo.

Immanuel Kant, el más ilustre filósofo de la temprana modernidad, pensaba que en la estructura misma de la razón humana subyacen las raíces irrevocables de las más grandes ilusiones; por ejemplo, el alma, o Dios. Esto quería decir que, por más que una persona quisiera evitar los errores de su razonamiento, por más que fuera precisa en sus silogismos, la razón misma eventualmente la conduciría hacia sofismas o equivocaciones, o ensueños, o finalmente ficciones de la razón…

Pero no caeré en digresiones filosóficas. Hoy me inclinaré por un realismo natural y simplemente pondré aquí a alguien que sufre, y que lo hace porque cree que ha sido feliz y que ya no lo es. Se me antoja llamarlo Víctor, aunque también podría haberlo llamado Juan o Apolodoro o Astroboy. Y Víctor, precisamente, tiene una ilusión: su amada, sin razón aparente, lo dejó, pero él aún la espera de vuelta, a pesar de que en múltiples ocasiones ella le ha dicho que jamás volverá. Es algo bestia, el pobre.

Pues este tal Víctor está en su habitación/oficina y son tal vez las diez de la noche. Timbra el teléfono y un nanosegundo después aparecen las siguientes palabras en su consciencia: “es ella, es ella”. Atiende y finge una voz indiferente, un “aló” más bien a lo Clint Eastwood, el de la época vaquera… Pero no hay respuesta. Repite su aló ahora más interesadamente, casi con candidez; pero al otro lado cuelgan sin decir palabra. A Víctor lo sobrecoge la certeza de que era ella, que debía ser ella, pero no se atrevió a hablar. Sí, seguro era ella.

Pero, ¿por qué haría algo así?

Vuelve a su trabajo —es traductor, y hoy está traduciendo un manual tediosísimo sobre el manejo de un montacargas: que nunca conducir hacia delante con las horquillas levantadas, que nunca descender pendientes con la carga por delante, que nunca esto, que nunca lo otro— tratando de olvidarse del teléfono y de las preguntas aguafiestas (“¿por qué haría algo así?”).

Al cabo de una media hora tocan el timbre y Víctor salta de su silla como un resorte de pronto liberado (el traducía, trabajaba, pero en paralelo y a la sombra su racionalidad más íntima y feroz había seguido su curso inexorable): “¡es ella, llamó para ver si yo estaba, vino sin avisarme para darme una sorpresa, es ella, es ella!”

Corre a la puerta y se prepara a abrir fingiendo la indolencia de un anestesiado.

Es la vecina.

Quiere saber si Víctor participará en la campaña contra el hampa, los vecinos están organizándose porque quieren que la comunidad esté protegida. No, a Víctor no le interesa. “Pero vecino, ¿no le da miedo que entren en su casa y le roben todo?” “No —contesta—, no me interesa, pueden robarme el alma si les da la gana.” Cierra bruscamente la puerta.

Es ella, la ilusión, ella, cerrar los ojos y oír su voz: “te prometo que volveré; no, Víctor, no volveré, no insistás”. Y luego abrirlos y verla caminando hacia. Y luego cerrarlos y tratar de dormir con. Y soñar despierto como un imbécil geométricamente perfecto y saber que es un imbécil porque a la vez despierta con ella sin ella y sin haberse ni siquiera dormido. Y todos los días creer que tal vez el nuevo día también será nuevo para ella, y creer que tal vez en este nuevo día ella tendrá un renovado deseo y que tal vez hoy se sentirá o sabrá equivocada, que tal vez hoy, por Dios, que tal vez hoy él sí le haga falta y ella finalmente lo busque para poner las cosas en su lugar, como si fuera él, precisamente, el lugar natural de las cosas de ella o incluso de ella misma.

¡Lo que piensa la gente para no tener que apuñalarse con furia!

Cerca de la media noche, el desesperado humano pierde toda su dignidad y la llama por teléfono.

—Hola —saluda él con la ternura de un cachorro beagle.

Hay una pausa afilada: ese último instante antes de la caída en una montaña rusa.

—Hola, ¿cómo le ha ido? —contestan al otro lado de la línea con despótica y evidentísima indiferencia, y a él ese cambio del usual “te” por “le” lo deja capote abajo y alelado y con los miembros atacados de generalizada perlesía.

—Solo quería decirte que me hacés muchísima falta —pudo decir a pesar de todo, temblando y con una pausa dramática en “que”.

La indiferencia de ella se convierte en animadversión, alevosía, escarnio, y su voz suena como la de un energúmeno que agitara su puño en el aire queriendo noquear hasta las sombras.

—¡Ya vas a empezar! ¡Cómo podés ser tan necio! ¡Dejame en paz de una puta vez! ¡Cuántos meses vas a seguir con esa lloradera!

V. está convertido en un trapo, o en menos que un trapo: en la porquería que limpiaría un trapo.

—Perdón —se le ocurre aún decir como si en el lenguaje castellano fuera imposible formar las siguientes expresiones: “¿sabés qué? ¡Andate a la mierda y llevate con vos a todos tus pretendientes del carajo y por tu puta madre morite hoy mismo!”

Ella no responde, claro, pero bufa como un toro con los pitones aguzados frente a un torerito aterrorizado que solo pide perdón, perdón, toro, por favor, por favor, como si el impetuoso vacuno pudiera sentir compasión o culpa. De hecho, el toro y no el torero lanza la estocada final: ella cuelga sin decir más.

Historia repetida al infinito en escala de grises...

La noche finalmente cae como una telaraña. Víctor el pálido se siente como un insecto odiado por toda la raza humana, el del paludismo, quizá, o el necio aedes del dengue, o en todo caso un insecto apocalíptico y aterradoramente incapaz de cambiar su destino biológico… Todavía hace un mes o así ella lloró y lloró por teléfono como una desquiciada mientras le decía “te prometo que voy a volver”. Ahora, de nuevo, esto... Dice que me ama y me trata con desprecio; o bien: dice que me ama pero lo dice con desprecio... Y dicen algunos científicos que el misterio último del universo es el tiempo o las partículas subatómicas o el instante precisa e ilógicamente anterior al Big Bang… ¡Hay que cagarse en su bang y en su bing y en todos sus intentos de llegar a una teoría de la unificación de las fuerzas! ¡Big Bang Bum es ese teléfono colgado como una maldición escatológica! Esa mujer que como si nada pudo despedirse para siempre diciendo “te amo y no quiero perderte”. ¿Qué tipo de lógica esotérica sigue su hermoso cerebro?

No hay más nada que agregar, todo se reduce a esta estupidez común. Algunos insisten en arrastrar su adolescencia hasta que el cuerpo aguante. Algunos nunca superan este vicio.

V. cierra los ojos y vuelve a llorar, llora hasta aburrir a las hormigas, que lo miran de reojo mientras recogen las migas de su desayunador. El universo entero debe estar aburrido, en efecto, de tanta lloradera humana. Y el cabrón llora de verdad, tan de verdad como es prohibido decirlo según toda prudencia literaria, pero ya lo he dicho, qué diablos, y entonces llora cayéndose por un risco metafórico y mientras cae su razón más íntima e inaccesible empieza a trabajar de nuevo, tan campante y kantianamente como siempre y, por eso, después de unos pocos minutos, cuando el teléfono timbra de nuevo, sin tiempo siquiera para defenderse contra sí mismo, sus adentros gritan nuevamente desaforados: “¡es ella, es ella!” Perturbados por sus bramidos guturales, los infinitesimales microbios que viven en el auricular de su teléfono no necesitan formular ecuaciones diferenciales ni transformadas ni integrales en coordenadas polares para concluir que Victorito es un pobre payaso y ríen y ríen hasta literalmente morirse de la risa.

Lo sentimos, Víctor, número equivocado.

Las hormigas, puntualmente, terminaron su limpieza nocturna de boronitas.


[10:38 a.m.]


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18/6/08

Aforismos afectivos/temáticos para la "novela" o algo así, II

[página suelta, sin fecha]


I.
La verdad se mide por el número de páginas que dura. Hay clases de páginas que encuentran la manera de reproducirse como ratas, mientras que otras pasan inadvertidas y solo duran un respiro y, baldías, son como extensiones de piedra. Algo similar pasa con la realidad. Algunos creen que la realidad está en la guerra, en los asesinos en serie y las matanzas en masa, en el hambre y las epidemias. Olvidan así que también hay realidad en la ausencia de ejércitos, en la simple brutalidad cotidiana entre parejas, o incluso en el aislamiento patológico de un pensamiento particular. Hay países enteros cuya realidad es una descollante fábula, emperifollada con discursos siempre galantes y cubierta de velos (discursos, libros de texto, páginas, millones de páginas) para que no parezca mentira, para que parezca la única verdad del universo.

II.
Quizá escribimos solo por la necesidad de excretar desechos: sabemos que el cuerpo no puede mantener dentro de sí sus excesos, pues de hacerlo se le pudrirían dentro. Tal vez sea por dejárselo todo dentro que algunas personas apestan. Es que solo se llena uno vaciándose. Claro, no es lo mismo vaciarse escribiendo que vaciarse en alguien, así como no es lo mismo cagar que cagarse en fulanito de tal, aunque esto último es a veces más reconfortante que lo primero.

III.
No puede haber una filosofía que anteceda y explique todo lo que aquí —en los textos— se dice necesariamente sin límites definidos. Pero la filosofía siempre es el sueño iluso de querer explicarlo; y esto no lo explicará jamás nadie, o solo un dios, es decir, en efecto, nadie, pues también los dioses tienen la inútil tarea de ser para siempre lo que nosotros no podremos ser jamás.

IV.
A la literatura le piden crear ficciones que nos alivien de la realidad. ¿Pero qué ficciones crear cuando la realidad toda es mera ficción? Tal vez haría falta, más bien, que la realidad se aliviara de tanta ficción. Hoy las pantallas son nuestro cielo platónico. Incluso esta última frase está trillada y vista y revista y revisitada y ya no significada nada o casi nada — esforzarse para que nuestra cotidianidad se parezca a la reality que aparece en la televisión — los padres han aprendido muy bien que deben sentar a sus niñitos, desde recién nacidos, frente a las pantallas, para que después sepan cómo es el mundo real y puedan defenderse, solo así no estarán en desventaja — claro, Platón no podría haber sabido que no es necesario enseñar la contemplación, pues basta con tener acceso al control remoto — es que solo así pueden los nenes ir con tiempo haciendo la lista de todo lo que deben comprar para ser felices y, claro, para que ya a los siete u ocho años hayan entendido que lo más fácil, cuando un compañerito molesta, es pegarle un balazo en la sien para que deje de molestar.

V (o IV bis).
¿Por qué habría de ser responsabilidad de la literatura crear una realidad que nos aliviara de la ficcionalidad que desde hace décadas viene sistemáticamente embruteciéndonos? La realidad es una ficción generada y mantenida a diario por esa masiva publicidad que pretende hacernos creer que estamos de vuelta en el paraíso: ya no hay más historia por hacer, ya nada se puede lograr, ahora solo queda gozar en la mascarada del espectáculo. En el mal cine, por ejemplo, la violencia extrema coincide perfectamente con los finales felices, y es eso lo que se nos pide tomar por realidad, a pesar de que de este lado la violencia jamás coincide con un final feliz sino con más violencia.

VI.
La idea más nociva de la historia ha sido la de que podemos regresar al paraíso construyéndolo. (Otra manera de evadir el hecho de que nunca hemos estado en un paraíso.)

VII.
Quizá sucede que no somos ni usted ni yo ni el de más allá, sino la vida misma quien padece de trastorno bipolar. La tristeza y la felicidad son como el rostro de Jano: lo mismo y lo otro que de alguna manera siempre encuentran la manera de enredarse. Dos rostros excluyentes que solo pueden existir juntos… O quizá no la vida, pero sí el mundo, es decir, la Tierra infestada de humanos: la historia del mundo ha sido quizá la historia de un trastorno bipolar sufrido a saltos. Una prueba adjunta sería que solo nuestra cercanía con el sol —y el contexto desde el cual lo percibimos: la rotación de la Tierra— nos ha hecho creer que es posible la luz pura; pero la noche y el día siempre coinciden, sin ser lo mismo, y solo parecen sucederse uno a otro dependiendo de nuestro punto de vista. Nuestra enfermedad ha sido creer religiosamente en la unicidad o privilegio absoluto de nuestra perspectiva.

VIII.
Dichosamente todavía es posible quererse con ternura y abrazar la tierra desnuda y visitar los cuerpos como si fueran litorales o desiertos o junglas o cañones o cascadas. Pero mientras sucede esta historia mía, o este remedo de historia, aquí a lo largo de los días infructuosos, me dedicaré a no olvidar la noche del mundo, simplemente para combatir como mejor puedo esa insistencia que tienen en hacer de mí mismo una ficción genérica. Tal vez algún día tendré una historia que contar; eso, supongo, querrá decir que casi estaré acabado. Pero ¡cómo contar una historia ahora, por Dios, si solo soy un niño! Un niño como el mundo. No: la historia apenas comienza.

IX.
El castigo a Adán y Eva —inmerecido, por supuesto— por su infracción amorosa, fue doble: padecer el amor y escribir por siempre el libro, el libro único, el que Él había escrito: por querer leerlo nos condenó a no leerlo, es decir, a escribirlo por todos los tiempos motivados por la ruptura del amor edénico, en un desesperado y destructor intento de recuperar el silencio perdido, es decir, de finalmente ser capaces de reescribir Su libro, ese que nunca nos dejó de leer.

X.
La libertad no es hacer lo que a uno le venga en gana, es que la sanidad no dependa de lo que digan de uno los demás.

[10:24 a.m.]

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30/5/08

27 de agosto de 1999

SE FUE SIN VOLVERSE UNA SOLA VEZ A MIRAR, como un sol arrogante.

Aunque es cierto que también el sol sufre una condena: tiene que iluminar siempre el mismo mundo, sin poder elegir, y sin poder él mismo ser iluminado. El movimiento del sol ha de ser el más desolado.

[10:18 a.m.]

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24/5/08

26 de agosto de 1999

CADA PÁGINA ME ALEJA MÁS DEL SABER, me cubre de incertidumbre. Cada mirada que ha pretendido ser de amor me ha perdido más dentro de estos miasmas que me rodean y parecen incluso exudar de este papel y de todos los papeles que leo o que tan solo caen en mis manos.

Hoy resumo así la vida: papeles y miradas, algunas palabras y algunos gestos, promesas, rostros escritos, sonrisas infinitamente interpretables, espirales y más espirales en un juego que sabemos juego aunque no conozcamos sus reglas.

Y todos los días el resultado debe repetirse y, a la vez, ser otro. El extremo de mi dolor no parece ofrecer una salida posible de este juego (Pavese: “del fondo del dolor se puede emerger de un salto”). ¿Pero cuándo? ¿Cómo diablos se reconoce el “fondo”?

Cada día debo empezar en cualquier parte, creyendo que si logro derivar las reglas lógicas del camino podré arribar finalmente en el punto de partida, cerrando el círculo, acabando la repetición de lo mismo en su origen perfecto, único, en su regazo, en el abrigo de su mirada cuando alguna vez me dijo que me quería y le creí como si fuera Dios mismo dándome a probar del árbol de la vida: dándome la verdad que me salvaría para siempre.

Esta es mi condena, este es mi sueño, aquí me hundo en la nada. ¡Como si estuviera condenado a ser un niño para siempre!

¿Pero cómo dar con nuevas palabras, o historias verdaderamente nuevas? O con rostros más que nuevos imprevistos, inimaginables, cómo encontrar a la vuelta de una esquina o de una página una verdadera sorpresa, una mirada realmente única, innovadora, una mano, un gesto definitivo, el abrazo que deshiciera toda la historia y mostrara finalmente un principio nuevo que pudiéramos desear. Esto es lo único que debemos inventar.

Estoy harto.

Saldré a caminar, es allí afuera donde están todas las miradas, las esquinas enigmáticas y acaso también las páginas más reales y vacías.

[10:17 a.m.]

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17/5/08

25 de agosto de 1999

este buen corazón se va ensayando

--Alfonsina Storni



SOÑÉ CON UN GIGANTESCO ANDAMIO CUYA ARMAZÓN NO ESTABA HECHA DE TABLONES SINO DE BRAZOS Y PIERNAS. El sueño, estoy seguro, duró muchas horas; al despertar no solo estaba exhausto sino fuera de mí, alterado en mi juicio.

En el sueño, una secuencia se repitió múltiples veces, cada una con mayor dolor y ansiedad. Desde un deslustrado cielo amarillo me llamaba una voz. Era grave pero femenina. Yo intentaba escalar la estructura agarrándome como mejor podía de esos miembros mutilados; pero estaban cubiertos de alguna sustancia viscosa que me hacía resbalar. La voz insistía, apurándome, y yo me lanzaba de nuevo hacia arriba con creciente desesperación, como si alcanzando la cúspide fuera a recibir algún obsequio maravilloso, o el cumplimiento de alguna promesa —esas cosas se saben así en los sueños—.

Cuando empezaba el ascenso, los brazos y las piernas se endurecían para darme apoyo, llegaban a parecer troncos, columnas, pero al cabo de unos pocos metros empezaban a aflojarse como si se cansaran de soportar mi peso. Al cabo de un rato, en todos los intentos siempre sucedía lo mismo: todas las extremidades sin dueño se abalanzaban sobre la tierra y me caían encima. La voz reiniciaba sus llamados y la estructura volvía a formarse, vigorizándose de nuevo. Sentía que apenas era posible respirar. La sensación general era de pavor. Luego, tras comenzar por enésima vez la escalada, la voz se alejó, se hizo cavernosa, como de alguien que estuviera muriendo. A medio camino, de imprevisto cayó sobre mí una red glutinosa que me envolvió como en un capullo. Los brazos me rodearon con mayor fuerza a través de esa telaraña. Supe —otra de esas cosas que se saben así en los sueños— que estaba dentro de Diana y que su pecho era la cápsula que me asfixiaba y que jamás lograría llegar a la cima, por más que su voz me invitara a hacerlo.

El cuerpo puede más que cualquier decisión; esas distintas voluntades que nos pueblan realizan complots a oscuras y deciden, arrastrando a su paso a quien esté más cerca. Lo demás, la consciencia, es una ilusión o una justificación siempre posterior.

¿Pero sabía o pensaba todo esto en el sueño? No todo, o lo sabía sin las palabras que lo cuentan o explican, pero sí sabía que estaba dentro de su pecho, y recordé que siempre le había dicho que su pecho era mi único refugio: la huida que me correspondía a mí, la que yo creía merecer.

El error, claro, es tratar los pechos como huidas o refugios y no simplemente como pechos; el sueño retrataba mi ingenuidad.

La inocencia es una especie de vergüenza velada de la humanidad, como si las personas prefirieran en el fondo ser malvadas, al menos complicadas o siempre inclinadas a la desconfianza y la traición.

Luego su voz calló súbitamente, a mitad de camino dejó de llamarme y su silencio y su pecho se convirtieron en pesadilla; todo era lóbrego y frío y viscoso y yo no podía moverme; sofocado, cegado, inmóvil, pasé el resto de la noche ya no oyendo, sino imaginando su voz o deseándola; rodeado de brazos y piernas anónimas, de un capullo que se me pegaba al cuerpo con lascivia; y el miedo, luego el miedo en estado puro, la noche interminable de un niño sumido en el pavor; su voz empezó a burlarse de mí, se despedía una y otra vez con descarnada indiferencia y sonreía ante mi martirio. Vete, decía, vete, no siento nada por vos; pero el capullo me apretaba y no me dejaba escapar.

Al despertar, apesadumbrado y agitado, sentí en mi boca un beso agrio, una lengua agranujada y unos labios gruesos y álgidos que se pegaban a los míos, cubriéndome obscenamente desde la nariz hasta la barbilla. Me despertó el asco y me levanté exangüe tras esa moridera que a mi juicio —ya en la vigilia— me parecía inmerecida. Había sobrevivido otra noche con ella velando mis pesadillas, gozando mi ruina.


Aún así, pude volver a mi cuaderno y escribir el sueño. Supongo que pensé que la única manera de acabar con él sería si lo reescribiera de mil maneras distintas. Tal vez fue en ese preciso momento cuando decidí agotar una a una las palabras majaderas que su recuerdo me obligaba a repetir como un simple enamorado impúber, como si fuera el primer enamorado del mundo —como si el desamor no tuviera ya miles de años de historia, infinitas repeticiones, enciclopedias poéticas, psicoanalíticas, etc.—, para ver si así, en ese proyecto frenopático de agotar las palabras de amor podría agotar también la evidencia del amor, o más llanamente, lo que en ese momento experimentaba como amor: esa violencia desordenada que primero su presencia y luego su ausencia —de modos distintos— habían producido en mi ánimo, en mis vísceras y en mis sueños...

Creo que en aquel momento creí que obviando la literatura, la filosofía, la historia, los mandamientos y las enseñanzas de decenas de siglos de escritura, que empezando por el principio —¡cuánta ingenuidad!— y reconociendo en mí lo más cursi y lo más elegante, lo más sensiblero y lo más auténtico y lo más incomprensible y todo, en realidad, todo lo que se ha dicho y lo que no se ha dicho, lo mismo, lo mismo de siempre porque siempre a fin de cuentas ha sido lo mismo, esa colección de espejos superpuestos como dominós... creí pues que era posible empezar por el principio: reiniciar la historia habiendo dejado atrás la ilusión del amor. Sencillamente no caí en cuenta de que es imposible, porque siempre empezamos sobre algo ya comenzado y siempre terminamos donde apenas todo comienza:
nihil novo sub sole, no hay otra manera.

En aquella época, la escritura se multiplicó como un virus o un cáncer: envenenaba las páginas de infinitos cuadernos, una tras otra, que caían al instante como cadáveres encolerizados.

Y a los cadáveres hay que enterrarlos en alguna parte...

Este es un buen lugar: quedan aquí como entidades fantasmales, siempre latentes, ausentes mientras nadie lea una palabra de sus cuerpos vergonzosos y pudibundos, infantiles, necios; pero a la vez reales y duros al ser pronunciados.

Ni existen ni dejan de existir, las palabras se suspenden aquí como espectros, no tienen la realidad dura de unos ojos vivos; tampoco la simple inexistencia de los muertos; son y no son, dejan de ser y se rehacen en el instante –improbable pero siempre posible– en que alguna mirada los reviva.

Aquí los textos son espectros a la vez quietos para siempre y a la deriva.


[10:15 a.m.]

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10/5/08

13 de abril de 1999

¿CÓMO, pues, sin levantar una “ficción pura”, se puede hacer una novela de una vida plana hasta la desesperación?

Mi gran atrevimiento ha sido quedarme en cama lloriqueando en lugar de trabajar; mi gran aventura ha sido creer que en este mundo horrible el amor es lo único decente que queda; para buscar el sentido de la vida solo he podido pensar, y no, en cambio, vivir de hecho como otros viven: viajando a la deriva, asumiendo riesgos, cazando criminales ecuménicos, enamorando doncellas prohibidas.

Durante tanto tiempo mi imaginación ha estado guiada por el dolor, centrada patológicamente en mi dolor. ¿Seré el único enfermo de este mal, o seré yo, más bien, signo de un mundo que viene o que ya está aquí, ejemplo del nuevo siglo, un yo absurdo, innecesario, totalmente superfluo, uno más, llano y ridículo y anacrónico entre billones que mueren de hambre o soledad, como moscas, víctimas de esta catástrofe que algunos aún llaman historia?

Y saber que no hay dónde huir para poder ser importante, para ser “esencial”… Cada día menos seré yo esencial. Yo ya estoy muerto. De todos modos, no creo que la evolución, la historia, la civilización capitalístico-cibernética me necesite. ¿Será esta la sensación que llaman “fin de la historia”?

Quizá por esto he creído fanáticamente que solo podía salvarme que para ella fuera yo imprescindible. Yo —pensaba— sobreviviré si alguien me ama, y solo seguiré teniendo sentido si alguien me ama singularmente, en la especificidad irrepetible de mis pensamientos y de mis experiencias.

La ambigüedad de saber que muy probablemente todo sería mejor sin “yo, yo, yo”, y sin embargo la nostalgia del yo y no poder dejarse ir… Y no estaba tan perdido: la especie, ciertamente, debe madurar. El culto al “yo”, ¿no es una enfermedad de mancebos?

Hoy todo es simplemente probable, y aún no sabemos como hacer historias con probabilidades.

¿Cómo será ese que viene a superarme?

[10:04 a.m.]

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30/4/08

05 de junio de 1999

¡Qué decir de cuando por primera vez me vi junto al mar! Sería imposible describir ese instante; hay solo una palabra: el mar.

--Reinaldo Arenas


LOS LUGARES COMUNES SON UNA CONDENA. Uno quisiera tener o crear sus propios lugares, para poder decir con propiedad soy alguien.

Si algo debiéramos envidiarle a Adán y Eva no es su desnudez ignorante, sino tener un lugar que no podía ser común. Después de ellos todo es repetido, el sol, los árboles, la desnudez. Porque ellos pusieron los primeros nombres. Y tal vez el paraíso sería solo eso: nombrar sin nombres ajenos, bautizar la realidad. Pero nosotros no tenemos sino lugares comunes.

Yo fui con Diana a una playa apacible donde nos desnudamos sin nadie. ¿Un lugar común? Lamentablemente sí, varios, por ejemplo: había luna llena… El resplandor blanquecino sobre la arena; y el mar, mecido por sueños serenos. Era de noche y podíamos vernos; a mi juicio –y se lo dije a ella esa noche–, ese claroscuro es la imagen más fiel a la vida, pues siempre vemos y vivimos entre sombras. De hecho, solo hay vida en claroscuro, aunque es cierto que las religiones y la electricidad nos incitan a olvidarlo.

–¿Alguna vez has corrido con los ojos cerrados?

–Nunca.

Cerramos los ojos y nos tomamos de la mano y corrimos por la playa, sin miedo a tropezar con nada. Corrimos hasta cansarnos y luego nos abrazamos en silencio, luego los besos obvios, el flujo y el reflujo, y el ansia creciente; estuvimos abrazamos durante algunos minutos, callados, recorriéndonos los cuerpos con las manos; la luna opulenta y el mar ronroneante, y la noche era un piélago y yo le dije todas esas cosas que decimos cuando sentimos algo que solo podemos torpemente nombrar con la palabra enamorados, pero en ese momento era cierto, es decir, lo vivía o lo vivíamos; no dije nada porque hubiera que decirlo, por suponer que hay que decir tal y cual cosa cuando nos sentimos así, no pude evitar decir lo que dije, así como no podía evitar desearla hasta el dolor…

Aunque aún nada me dolía, claro, porque ella estaba allí entregada, al margen de una desnudez que gritaba mi nombre, sus pechos eran lunas, la luna era un ojo, el mar una fuente o un barranco, la arena era el polvo enamorado del poeta… Sosteniéndome la mirada, ella escuchó todas las tonterías que le dije, infantilizado y sublime, erotizado y núbil. Le aseguré que siempre era posible querer más; le prometí que jamás la dejaría; que por estar así con ella, sin nadie, bajo esa luna, estaba dispuesto a bajar al infierno, el suyo y el mío; no recordé entonces o no podía interesarme que Orfeo hubiera perdido a Eurídice incluso tras ir a buscarla en los infiernos; le repetí varias veces que la amaba, y ella no dijo nada. Miró hacia el mar cosmológico y lloró escondiendo su rostro en mi pecho; el aire invisible no se convertía en viento, todo estaba quieto, hasta el mar parecía haber callado para escucharnos; y la luna –tan común y tan inverosímil a la vez como el cielo o el mar– también se convirtió de pronto en una mirada a tuertas, indolente; y le dije a Diana que creyera que era cierto; le dije que solo se acababa lo que uno quería que acabara; le dije que solo hacía falta entregarse sin dudar; le dije que olvidáramos las historias de cada uno, todo eso que quisiera forzarnos a seguir un camino determinado e indeseable; le dije que siguiéramos juntos a pesar de todo, como si fuera cierto eso de amar así, tan enteramente, como si los cuerpos pudieran percibir algo infinito; y todo se lo dije así, como en las malas películas…

Supongo que a veces lo más fácil y feliz es volverse imbécil, ¡creerlo todo! Pero no era una película: le dije todo eso así como podría haberla besado hasta adormecernos los labios. Yo sí lo creía todo y por eso era imbécil y feliz. Pero ella siguió callada, abrazándome. Temblaba. Parecía llena de ternura y de miedo. Y le dije finalmente que ya no había opción, que esa luna reinante y lejana ya nos había desposado a espaldas del mundo y que su trámite celeste era más inquebrantable que cualquier ley humana…

Luego el mar volvió a su ritmo absurdo y sin fin. Yo me sentía extático, ya no podía hablar más, ya no hubiera servido de nada, las únicas voces fueron el viento y el mar, atravesándonos en un abrazo condenatorio.

Reconozco, obviamente, que decir todo esto ahora es un exceso incomprensible. Quizá a la vez indispensable e incomprensible: es el amor, hablar de amor cuando no está. Un esfuerzo casi siempre ridículo. Allá tuvo sentido; aquí, aparte de la evasiva huella de los cuerpos, solo puede haber aburrimiento y sensiblería; y si aun así lo digo es para nunca volver a sentirme inclinado a decirlo de nuevo.

Yo no puedo saber lo que ella sintió entonces; ni siquiera lo supe en ese momento. Yo me sentía a tono con todo, incluso con no comprenderla.

Ella sollozó con un llanto tímido y abrupto.

–No puedo creer que sea cierto –confesó.

–¿Y si lo es?

–Me da mucho miedo –su abrazo empezó a dolerme; quizá ella comprendía menos que yo, pero yo aceptaba la incomprensión, hasta me regodeaba en ella, era como la noche inabarcable, como el mar a oscuras, la evidencia más rotunda del universo.

–Lloro de felicidad –exclamó. Su voz era de pánico.

¿Es que mi amor era demasiado real? ¿Una amenaza velada, algo que, incluso para mí mismo, escondía cierto carácter patológico, enfermizo?

Ella no sabía qué hacer, como si de su decisión dependiera el futuro del mundo. A veces lo real nos cae de pronto, en una gota de lluvia, en una caricia inesperada, en un gemido del cuerpo cuando de pronto sentimos algo sin tiempo para representárnoslo. Su vida había sido padecer la mentira, aprender de la mentira, de la ilusión, de las promesas incumplidas. Su padre le había mentido. Su madre le había mentido. Sus antiguos amantes le habían mentido. Tal vez lloraba como un niño temeroso ante lo desconocido. Diana se había acostumbrado a vivir para evadir el miedo.

Al amanecer, la luna todavía estaba en el horizonte, ciclópea y blanca sobre el cielo blanco. La noche anterior Diana me había contado un mito sobre el sol y la luna. No recuerdo los detalles, pero en la historia los dos astros, alguna vez unidos, habían sido separados por los dioses como castigo por un exceso de vanidad. En esa mañana improbable, durante unos breves minutos el sol y la luna compartieron el cielo como dos ojos aviesos, desgajados de un único rostro incompletable. Yo salí a caminar por la arena, solo. La tierra se abría lentamente, como si la noche hubiera sido un párpado gigante. Las colinas, los pastos dorados, el brillo hipnótico del sol. El atractivo de la tierra inhumana me parecía una exageración. En esa soledad caminé remisamente hasta el final de la playa. El silencio de la tierra deshabitada, tanta inhumanidad y sin embargo yo allí, solo y sin sentirme solo –tanta animalidad, tanta vida latente y oculta: el mar es toda la vida posible– hablando entre dientes. Pensé que si solo existiera yo nadie reconocería mis huellas en la arena: serían un rasgo más de la playa, y por extensión del universo mismo; no serían signo de nada; nadie habría para seguirlas hasta encontrarme y yo estaría condenado a caminar solo sin fin.

En la punta de la pequeña bahía había un farallón enorme, parecía una pared erigida para cortar el viento. Allí me detuve. Y el viento, antes ahijado, ahora se debatía conmigo como si quisiera llevarme consigo; si no hubiera nadie más –pensé– quizá no habría otra opción que dejarse llevar por alguna corriente. Abrí los brazos y grité sin palabras, crucificándome en el aire, agónico de alegría. Los pasos y mi voz seguían hablándole a nadie, y por lo tanto mi voz ya no era voz sino un ruido más de la tierra, como las olas o el aleteo de los gavilanes: mi voz se deshacía rompiéndose contra ese silencio humano. –Hablo para nadie –me dije–, ¿es esto aún hablar?

El cielo nítido e impenetrable, una muestra de melancolía; callé de pronto, aún con los brazos abiertos: fue difícil soportar simplemente estar vivo, las cosas me parecían signos vacíos que habría que llenar, el agua transparente entre los escollos, los diminutos caracoles y los erizos y los pequeños peces saltarines, los estallidos del agua en los roquedales y el murmullo de la espuma mientras se reconvertía en agua; quise ponerle nombres a todas las cosas, a lo que sentía con arrobo y asombro, pero sabía que era un propósito absurdo.

En los escollos, las babosas de mar eran el sentido de la vida.

Volví a nuestro campamento. Diana estaba en el mar. Entré consumiéndome en el vientre frío del agua, nadando hacia ella. La besé: tenía los labios helados.

–Te vi allá, en la punta, ¿eras vos, verdad? ¿Qué estabas haciendo?

¿Y cómo explicarle lo que hacía, cómo decir lo que sentía? Si ella pudiera comprenderme sin decírselo –pensé–, si pudiera compartir conmigo ese silencio.

–Sí, era voz –ella no captó el juego y me miró con extrañeza; seguí–, caminaba, me levanté tempranísimo, es que no tenía sueño.

Tal vez en ese momento la tierra era para ella solo una colección de objetos ajenos: una extensión de agua, una bola de fuego candente, el calor incipiente, un paisaje agradable, y yo. Pensé que algunas personas viven encierros desesperados, y en las playas abiertas y vacías están igualmente encerrados, cargan el mundo consigo. Diana siempre lo cargaba consigo.

–En el amanecer la luna aún se veía en el horizonte –le conté.

Ella asintió y sonrió. Y eso fue todo. Nadé queriendo que el agua fría me devolviera al mundo de todos, donde hay que comunicarse y hablar y hacer cosas y querer a la gente y ser normal y maduro y dejarse de sentimentalismos. Y no niego que ella tuviera razón: yo no sabía vivir como adulto. Miré de nuevo hacia el horizonte y volví a besarla, en la frente y en los ojos, en el cuello y en los hombros. Por debajo del agua le metí la mano dentro del bikini y a ella le sorprendió o le avergonzó mi impremeditada pasión. Ya había más gente en la playa, pero a mí siempre me ha gustado ser algo impertinente con los contextos. Elle me riñó y retiró mi mano.

–No se ve nada bajo el agua –le aseguré.

–¿Y eso qué importa? –lo real se me pareció entonces demasiado a la tristeza.


[10:01 a.m.]

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12/4/08

06 de diciembre de 1999

¿SERÁ QUE SOLO NOS ENAMORAMOS DE UN MINUTO DE ALGUIEN, uno solo de sus gestos, alguna cualidad incierta?

Decimos conocer a quien amamos, pero pasamos la vida entera encontrando en esa criatura seres extraños. Nos pasamos todo el tiempo buscando en ella el gesto, el relámpago, la huella rediviva de esa persona de quien nos enamoramos; y cuando no la hallamos y esa persona parece otra, es otra, no entendemos por qué la amamos pero la seguimos amando igual, con la fe de poder ver u oír de nuevo, imprevisiblemente, aquella expresión, aquella modulación de voz, aquella silueta que nos fascinó un día. Hasta que llega un momento en que ya no vemos más ese gesto, esa identidad que siempre bosquejamos sobre un lienzo que lo absorbe todo, y entonces dejamos de amar, así, como si tal cosa, como si hubiera muerto alguien dentro de quien está allí, al frente, aún dispuesto y amable.

Todos tenemos una multitud de rostros: uno en el trabajo, uno familiar, uno con los amigos y otro con los desconocidos, uno para el amor y otro para el desaire. Basta con fijarse en cómo cambia súbitamente el rostro de alguien que camina por la calle cuando encuentra de improviso a un amigo. Y hasta es posible que hayamos fabricado sin saberlo un rostro distinto para cada persona que hayamos amado. Nuestro nombre es un rótulo iluminado sobre la entrada de una carpa de circo.

X, por ejemplo, se enamoraría de mí si conociera el rostro que pongo al amar; pero no podría enamorarse de mi rostro de trabajo. El amor depende de tan minúsculas casualidades. En consecuencia, claro, lo idóneo sería no trabajar nunca.

[9:49 a.m.]

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9/4/08

12 de abril de 1999

¿ES POSIBLE HACER UN LIBRO SIN HISTORIA?

¿Cómo contar una vida sin historia, sin trama, plana hasta la desesperación? Por ejemplo, la vida de un personaje cuyos eventos sobresalientes hayan sido solamente un amor difuso y fugaz y un desamor –real o imaginario, no importa– siempre presente y pesado. Una vida a la vez vacía y desesperada, una planicie calcinante, aparentemente infinita, como el mar, quizá.

La historia, de todos modos, ¿no es siempre una inercia enfermiza de amores imposibles, ingenuos e inmaduros? Tener fe en la gente como se ha tenido fe en Dios. O amar la perfección, el paraíso, amar la verdad, la pureza. La historia es el desamor necesario, inevitable, es un desengaño: solo podremos ser criaturas radicalmente históricas cuando nos olvidemos del todo del paraíso, en cualquiera de sus versiones.

Sueño un libro igual de inercial, tan irresoluto y provisional como una vida plana hasta la desesperación, una vida común y corriente, una de esas millones de vidas que no merecen salir en los noticieros ni en las novelas. Una vida siempre a punto de hacerse vida, de realizarse, pero que, en rigor, nunca pasa de ser energía potencial. Sueño, en fin, un libro que siempre pudiera estar a punto de hacerse novela.

En efecto, hay miles o millones de libros sobre asesinos y detectives, sobre magos y criaturas fantásticas, sobre marineros heroicos, sobre violadores en serie, sobre dictadores genocidas, sobre exiliados arruinados, sobre personas desahuciadas; hay libros sobre todo tipo de víctimas y verdugos; ¿por qué no puede haber libros sobre gente común y corriente?

Seguramente porque las gentes comunes y corrientes estamos tan hartas de nuestras vidas comunes y corrientes que nuestro gozo más preciado es evadirnos, precisamente, en vidas espectaculares y trágicas o heroicas.

Todavía me parece sensato aquel propósito, aun si nunca llegué a cumplirlo. Es que aparte de la simple curiosidad, a mí no me interesaba en aquella época conocer todos los detalles de la vida de un brujo, de un vulcanólogo o de un tirano, pero sí me interesaba enormemente que alguien me dijera cómo soportar sin enloquecer la vida común y corriente de un adolescente cualquiera. Nadie supo decírmelo.

Dichosamente, la ausencia de historia no impide pensar.

Aunque –siempre hay una doble o múltiple cara– tampoco impide herirse con adjetivos candorosos o arrullarse con estilos variopintos... ¿La llana inercia de seguir vivo porque sí?

[9:48 a.m.]

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2/4/08

16 de enero del 2000

DOS VOCES, una entrecortada. El viento armado de polvo.

Una mano suelta otra mano.

Silencio. Tres trazos sobre el papel blanco. Una letra o un símbolo.

Amenaza una lágrima. El aire parece serrín.

La mirada fija en el espacio entre las cosas. Las manos se empalman de nuevo. A él lo vence el sueño. El autobús avanza entre la niebla de polvo. El sol, apenas un manchón naranja. El bochorno. El cuaderno se resbala y cae al suelo. Algo pasa: la algarabía de la multitud, las palabras explotan en su sueño o se visten o bailan, una joven se enmascara, es un carnaval, la rodean títeres enfervorizados y abusan de ella, ella no reconoce su propio dolor: cuál es la mano del verdugo, cuál es la suya.

Él sostiene su mano a través de la noche. El viento silba como una flauta tocada por alguien que no sabe tocar.

Despierta abatido. Ella no duerme, su mirada es un agujero. Una laguna, el reflejo del cielo. Amanece: ráfagas de luz entre colinas ennegrecidas.

[9:46 a.m.]

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27/3/08

08 de noviembre de 1999

CAMINO POR UNA GIGANTESCA AVENIDA. Hay ocho o diez carriles en cada dirección. En medio se extiende un bulevar con los cipreses y las bancas y las fuentes de rigor; pero ni allí hay descanso. Las aceras están superpobladas, la gente corre y se apeñusca sin mirar por dónde, con quién, cómo. Miles, millones, todos sin detenerse a mirar; y de música de fondo el ensordecedor estrépito de los motores: un susurro que desde cualquier sitio elevado se oye como el ronquido monótono de un gran animal. Me detuve un segundo en media avenida, viendo esa ominosa multitud en su verdadero carácter: una única y terrible soledad.

Un amigo me dijo el otro día que él solo se siente acompañado cuando llega a su apartamento y enciende el televisor. Es que entonces el miedo cede —me dijo—, se oculta. El miedo, supongo, a ser devorado por ese animal que nunca muestra el lugar donde se abren sus fauces, aunque siempre sintamos su aliento.

Me senté. Miré con detenimiento e imaginé un día en el que los niños creerán que el ciprés de un parque es una copia imperfecta del ciprés nítido y aséptico que ven en la pantalla de su computador. Ese día futurísimo los niños creerán, en efecto, que la realidad es una reproducción vulgar de la realidad inmaculada de las pantallas y los mundos virtuales. Pensarán, pues, que Platón fue un ingeniero anacrónico. Porque los niños sabrán que el original es la imagen del árbol, quizá, incluso, la gráfica matemática de su código genético guardada incorruptiblemente en la memoria de alguna supercomputadora cuántica; y creerán que el árbol de la calle, cubierto de polvo y de musgos y plagado de parásitos sépticos y mecido por el viento y sujeto al tiempo, ese pobre árbol que envejece también y que pierde hojas repetitivamente, es solo un producto fallido.

Y luego pensé que ese día, de estar aún vivo, correré a la casa de algún conocido y le pediré que hablemos del pasado. O me lanzaré sin miramientos a las manos huesudas y fruncidas de algún amor adolescente; ya no nos conoceremos, es cierto, pero sabré que quizá ese amor habrá guardado más de mí que yo mismo. Es decir, como última opción para salvarme del tiempo, espero que esas mujeres que he amado no me olviden del todo, y que algún día, en su ancianidad, quieran dejar de sentirse tan lejos de sí mismas.

Porque no es cierto que las personas se desvanezcan del todo de la memoria, quedan allí latentes y surgen gracias a cualquier nimiedad insospechada. Así es como volvemos a momentos que casi habían dejado de existir. Yo espero volver a existir tal como soy ahora o como he sido cuando alguien que me haya amado me recuerde, al borde de la muerte. Por mi parte, sé indubitablemente que volveré a Diana muchas veces —a ella y seguramente a otras—, como se vuelve siempre al animal que esconde sus fauces, estas ciudades crecientes y amadas y sus calles interminables, al borde de un futuro sin árboles ni realidad; estaríamos seniles y locos con todos nuestros amantes en un circo de fantasmas erotizados, pero estaríamos juntos, callados y heroicos ante el ronquido del animal que siempre quiso tragarnos y nos tragó.

Lo terrible es nunca saber si los otros querrán también recordar.

[9:44 a.m.]

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24/3/08

01 de mayo de 1999

HABRÍA QUE MORIGERAR EL ÁNIMO, amaestrar el espíritu hacia la indiferencia. Cuando vemos aparecer esplendorosa a la belleza, desplegándose como faisán o como caída de agua, cubierta de arreboles y aureolada de frescura azul y verde; cuando vemos que desfila por el mundo como si fuera suyo y nosotros fuéramos simples espectadores impotentes —lo cual casi siempre se cumple—; cuando quiere dictar la cadencia del tiempo en nuestros ojos y en nuestra piel, avejentando a unos y rejuveneciendo a otros, esos pocos privilegiados. Cuando esto pasa, y cuando pasa aún más y nos lanzamos temerarios hacia esa belleza sospechosamente encarnada, es ahí donde no hemos aprendido: ante la brutalidad y el ímpetu con que cierta belleza penetra el mundo y a nosotros en el mundo, deberíamos dejarla reposar, como flotando allí en ese cielo que parece encubrirla, y mirarla con cierta distancia, observando sus más tenues movimientos y cambios de color, y su consistencia a través de los días. Porque la belleza confía en nuestra violencia, en nuestra premura, y esa es su arma letal contra nosotros.

Además, toda belleza humana es solo piel perfumada y agasajada con diversos obsequios que desproporcionadamente reparte la tierra: bellezas de marfil ondulado, bellezas de ópalo, ojos como estrellas selváticas y dorsos y muslos y cuellos pulidos y tersos como regazos o lechos para dioses, si existieran; bellezas imprevisibles de largas cabelleras aciculares y endrinas, labios de ébano con fuerza de titanes y melenas largas y cortas y rojizas y acarameladas, un jardín alucinante rebosante de perlas en flor y senderos fosforescentes y riachuelos dorados. Todo desplegado para conquistar la paciencia, para enervar las resistencias y provocar el desorden de los cuerpos y ensañarse contra los vencidos; porque la belleza siempre es signo de guerra, y cuando vence destruye y si no devora, poco a poco digiere a su víctima hasta dejarla convertida en un manojo de ilusiones, de nostalgias, de pesadillas.

La belleza siempre es guerrera.

De allí que sea casi imposible encontrar la conjunción de cruda belleza e inocencia. De allí el atractivo de las vírgenes y las santas, cuando son bellas, majestuosas, a veces etéreas; porque en ellas se combinan supuestos enemigos: la templanza y la voluptuosidad, la humildad y el poder. Y entendemos también a la mujer fatal, esa belleza demoníaca que no disimula su espíritu e invita a la lucha abierta y triunfa y sabe que triunfa, y eso la hace más bella y más inaccesible.

La belleza —no por sí misma sino por el embrujo que produce, y la ciega entrega de los sentidos— siempre lleva las de ganar, siempre, porque quienes contemplamos la belleza somos por definición más débiles que la belleza misma: de lo contrario no la contemplaríamos embobados, la dejaríamos reposar a la distancia, casi sin prestarle atención, para que le hiciera verdadera falta nuestra mirada.

La belleza se sostiene en su fuerza por las miradas y el deseo, el culto y la rendición. Una belleza inadvertida pierde su humor asesino, ese aparente destino avasallador. En reposo, flotando sin nadie, la belleza se suaviza como la carne después de una noche en remojo de piñas o papayas; en reposo, sin miradas anhelosas, la belleza pierde su ímpetu y se acerca con calma a la paz, al candor de un cuerpo que puede entregar su hermosura sin tener que cobrar a cambio ánimos y serenidades. Por eso conviene dejar que la belleza respire también por su cuenta… Aunque lo más difícil, casi irrealizable, es poder sostener allí, flotando en calma, a cualquier belleza que se precie de serlo. Colocá por allí a tu belleza, dejala reposar para sacarle su vicio, para drenar su sangre virulenta, y al cabo de pocos días te encontrarás más solo que nunca, con el lugar donde pusiste la belleza vacío como un vientre condenado: porque la belleza no soporta la calma, no soporta no ser mirada, ansiada y acosada, y dada tu indiferencia medicinal, la belleza prefiere saltar de su nicho y volver al caótico mundo donde pululan esos héroes ciegos y sordos para todo lo que no sea belleza.

Ciertamente, preferimos la ruina en la belleza que la calma y la paz, y el éxtasis siempre es inquieto, siempre conlleva la punta del caos. La indiferencia sería defender la muerte… Por eso todos los días, a cada momento, en los bares y los autobuses y las oficinas, en las aulas y los mercados, a cada instante, con emboscadas y espionajes y ataques a quemarropa y a contrapelo, se declara una guerra. Y esta guerra no terminará, demos gracias a Dios.

[9:41 a.m.]

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10/3/08

26 de mayo de 1999

Acababa de intuir la teoría del miedo; aquella noche juró completarla, aceptó demostrar que cada uno es la sensación y el instante, que la continuidad aparente está vigilada por presiones, por rutinas, por inercias, por la debilidad y la cobardía que nos hacen indignos de la libertad. El hombre es disipación, postuló, y el miedo a la disipación.

--Juan Carlos Onetti


¿CÓMO CONOCÍ SU TERNURA? No conmigo, sino con los niños –los de sus hermanos y primos, los de sus amigos, todos los niños–, como los amaba sin descanso. Ella conoce el amor por el amor a los niños. Y ese amor es una entrega ciega.

–¿Por qué no podés quererme como los querés a ellos?

–Solo puedo querer así a los niños. Ellos no son interesados, son inocentes, ellos… –se interrumpió, miraba el suelo–. Jamás me dejarían y solo piden que los quiera –eso era todo, como siempre: el miedo; ella no quiere ser abandonada.

–Pero te dejarán cuando crezcan.

–Precisamente, entonces ya no serán niños. Solo los adultos abandonan a quienes los quieren.

–Si me quisieras como los querés a ellos yo tampoco te dejaría, nunca. Ni siquiera cuando dejara de ser niño –pero no le hizo gracia.

–Nadie puede garantizar eso, ni siquiera vos –los dos miramos hacia la noche unos segundos, callados, luego ella continuó–. Yo sé que vos sos bueno. Y te lo merecés todo.

–Pero vos no podés dármelo –ella no dijo nada, luego yo continué–. O no querés, más bien.

–Tal vez sea lo mismo. Si vos pudieras quererme sin pedirme que yo te quiera como vos me querés…

–¿Qué?

–No sé. Tal vez…

–Tal vez te estás perdiendo de algo, ¿has pensado en eso? Que no es posible querer solo a medias, poniendo siempre un límite bien definido, como si después de ese límite todo estuviera condenado a irse a la mierda.

–¿Y no lo está?

–No lo sabremos, supongo, a no ser que querás ir a averiguarlo.

–No quiero sufrir.

–¿Preferís la indiferencia? ¿Preferís sacrificar…?

–¿Qué… la felicidad? –no disimuló la ironía.

–No sé, ¡no lo sé! ¿Preferís no tener… nada, negarte… eso, por el miedo a sufrir?

Ya no contestó. Desvió la mirada. Parecía que quería llorar y finalmente lloró, y yo también lloré.

–Te lo merecés todo –repitió mientras yo la miraba como se mira un paisaje, un cuadro o la oscuridad–. Y sí –confesó–, tal vez no me importa saber qué es lo que me pierdo, es que como no lo conozco no puede importarme, ¿ves?

Nada, yo no veía nada, solo la patencia del miedo. Y recordé nuestros primeros días de relación, cuando parecía que ella había estado toda su vida esperando una oportunidad como esta. No entendía cómo ahora… Ella no había tenido antes una relación así, me lo dijo. Tal vez había conocido el deseo, sí, el deseo sí; pero no la ternura. No sabía que un hombre podía ser tierno y paciente, ni sabía que alguien podría ser capaz de verdaderamente escucharla, de simplemente escucharla y besarle los ojos: también eso es hacer el amor –le había dicho una vez–, también eso.

Lloraba y me abrazaba como si lo que estuviera perdiendo no fuera a mí sino a sí misma. Se lo dije. Pero estaba más allá del habla. Solo me miraba y lloraba. Su mirada era eso, llanto.

–¿No es posible –insistí– que se pueda ser feliz sin que todo se convierta después en sufrimiento? ¿No es posible?

Ella asintió sin decir nada.

–Creés que es posible pero no para vos, ¿es eso?

–No puedo, no.

Y esa es toda la historia, no hay nada más que valga la pena contar; quizá no podía olvidar alguna catástrofe, quizá amando solo a los niños trataba de curarse de su propia niñez, salir de ella, y de él, de ellos: de todos los imbéciles que la han sumido en el miedo. ¿No es su miedo el miedo del mundo, el fracaso del mundo?

Habiendo llegado a cierto grado de lucidez ya no parece posible evitar la tristeza… Y encima tantas palabras ya vacías... El riesgo de la aniquilación… Tantas palabras que ya no hablan, que no nos dicen nada… ¿Felicidad? Quizá perderse de gozo a pesar de la posibilidad de un dolor absoluto. Solo es posible frente a esa posibilidad, al borde del máximo dolor: estar al tanto del anuncio de su presencia, saberlo ahí, ineludible… Y luego deleitarse en el borde de un barranco… Moldeamos una figurilla de barro: sabemos que podemos aplastarla… Elijo una violencia: amo; pero ella elige otra.

Ese día no hablamos más. Los dos lloramos, creo, un llanto apenas visible, y cada quien con sus propias razones.

Allí se había decidido todo. Lo demás fue la noche, caminar en la noche. Nada salva definitivamente. Ella sigue amando a los niños.


[9:36 a.m.]

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27/2/08

20 de agosto de 1999

Nada nos acerca tanto a otros seres como el tener miedo juntos.
--Marguerite Yourcenar



MIENTRAS HACEMOS EL AMOR, muy cerca del abandono final ella dice que es mía, que puedo hacer con ella lo que quiera. Dice que me ama y yo me pregunto si es verdad y si hay modo de saberlo. Solo oímos las tandas del viento y algo así como un murmullo de motores. Sudamos, agitados. Hago una pausa minúscula y respondo que yo también la amo, pero justo después de decirlo ya no sé si la amo, o al menos lo dudo. Estoy sobre su cuerpo, lo siento desde mis tobillos hasta mi frente, y lo veo —al menos veo su trapecio derecho y la hondura clavicular, su cuello palpitante, las ráfagas de su cabello acanelado, su oreja sonrosada— y respiro su sudor y el aliento tibio de sus leves gemidos; pero sé que no puedo abarcarla completamente y sé que ni siquiera mirándola de lejos podría, porque a veces lo hago, para confirmar que la conozco, que es ella… ¿Cómo es que de esos fragmentos de olor, de anatomía inefable porque desconozco los nombres de todos esos músculos y huesos, de miradas y voces repetidas, la obtengo a ella, la derivo o la construyo? Ella nunca está simplemente allí, desvelada, ya descubierta del todo.

Y sin embargo sé que compartimos algo así como un mundo: una atmósfera imprecisa que nos rodea siempre, que nos sostiene en una burbuja de entendimiento mutuo, que nos mece a un mismo ritmo frente a los mismos paisajes…

Dichosamente, explicarlo no es una obligación ni lógica ni moral, porque de serlo no encontraría las palabras precisas y lo traicionaría al decirlo…

Al final del amor, esa agitación respiratoria que no sabemos si es un triunfo o un fracaso. Miramos el cielo raso, callados; en una esquina hay manchas de agua en forma de Mickey Mouse; se lo digo y ella sonríe… A veces, en efecto, todo esto me parece un triunfo; pero otras veces me deja un sinsabor agrio. La cama se enfría lentamente. Ella se vuelve hacia la pared, ofreciéndome la espalda o negándome su frente, su pecho, su rostro… ¿Y se puede amar un cuerpo sin rostro? Siento el deseo de un cigarrillo pero me da pereza levantarme a traerlo. Alguno de los dos suspira.

Luego, no sé cómo, llego a pensar en Descartes y pienso que su obra fue un crimen contra la humanidad: creyó e hizo creer que se podía pensar sin el cuerpo. Más bien a él debieran haberlo purificado con las llamas de alguna inquisición; pero esas vueltas de la historia: terminó héroe, fundador de civilizaciones.

Ella no vería el problema cartesiano; y no por estulticia, claro, sino por vivir solo aquí y ahora. Su defensa es no tener pasado ni futuro, y en ese sentido evade el tiempo como lo evade el eterno pensar de Descartes… Vivir sin nostalgia, hacer del cuerpo un vacío etéreo: ser lo que se es hoy y punto… Descartes creía que el pensamiento existía por sí mismo, separado de todo, del cuerpo y todas sus afecciones, de las cosas y todas sus cualidades. Existía puro, matemático, verdadero. Su crimen, pues, fue privilegiar una sobre todas las demás actividades que realizamos, hacer como si pensar teórica y descontextualizadamente fuera lo mejor de la humanidad —y de la realidad— y separar radicalmente nuestra consciencia no solo de la tierra sino también de la piel y de los frágiles huesos que somos.

Me pregunto cómo habrá sido Descartes haciendo el amor. Porque, ¿es acaso posible separarse realmente del cuerpo, como él decía hacer con el pensamiento? Cuando él meditaba estaba en una confortable cabaña, frente a una hoguera, seguramente arropado como un bebé, tibio, como en un vientre que lo aislaba temporalmente de los trajines cotidianos. Allí, al calor del fuego, reflexionó en silencio y apartado de las calles. ¿No afectaba eso sus meditaciones? Sus condiciones concretas, materiales, de vida, ¿no las definían en buena medida? Lamentablemente, no recuerdo nada más específico de la biografía de Descartes, y mientras miro embelesado y confuso la nuca finísima de Diana me pregunto por qué no enseñan más bien estas cosas en las clases de historia de la filosofía.

Diana cerraba mucho los ojos mientras hacíamos el amor, y creo que por ese mínimo lapso se olvidaba de sí misma. Más, más, no salgás nunca. Y quizá solo allí, cuando dejaba de ser lo que era siempre, era cuando más cerca estaba de la realidad. Yo entiendo la realidad como ese fondo del abandono que solo sentimos con otros. Solo allí, desdibujados y sin protocolos, ella era quien era y yo era quien soy y estábamos más cerca que nunca; quizá por eso cotidianamente nunca la reconocía, porque ella era esa pérdida de sí misma que me perdía, arrastrándonos. Nunca, no salgás nunca. Y éramos solo eso: un cuerpo en otro y al revés, la agonía del pensamiento en un lecho y unas sábanas húmedas —nosotros: un mundo—, trozos de cuerpo entrelazados con otro cuerpo. Nunca, decía, y después solo zureaba…

¿Por qué se dice hacer el amor? ¿Es que el amor solo es verdadero mientras se hace? Tal vez la verdad del amor, de una manera incomprensible, solo pueda existir aquí y ahora. ¿Pero entonces los cuerpos no tendrían verdad más que mientras hacen el amor? El azar del cuerpo es mudo, el cuerpo también es tiempo, y el lenguaje está detrás o delante o a través del tiempo. Yo no puedo reproducir mis experiencias, se contienen deficientemente dentro de límites que yo no definí, que no me pertenecen ni me pertenecerán nunca, palabras, un lenguaje que no puede nunca ser mío. ¿Somos eso, un nudo que no se puede soltar, siempre capullos que no se abren?

En la inmediatez del amor... Esos claroscuros, la verdad, los cuerpos que miran y saben que miran. ¿Es por eso que nos fascina el amor, más bien porque nunca estamos en su presencia, entregada plenamente?

El amor es un camino tortuoso, el amor es un texto abigarrado. Y entonces solo quedaría en claro que el amor hay que hacerlo, que no es, no existe solo, aparte, separado de quienes lo hacen. Por eso el amor es fantasmal y no es capitalizable: hay que hacerlo. Amor solo existe si se hace una y otra vez, si dura, si se extiende entre dos o tres o varios, en todo caso no solo uno, nunca solo uno… Porque no hay un amor hecho, no hay un hecho del amor y solo por eso no se puede vender el amor aunque sí se puedan hacer con él rebeliones y anarquismos y simples rabietas y gritos contra el mundo.

Como bestias ciegas, recorremos la historia buscando e inventando la verdad —porque es la verdad lo que nos mueve— y no la encontramos nunca. O solo en fogonazos iridiscentes —no salgás nunca, decía, ¡pero es imposible! y en fugas súbitas; su posibilidad se insinúa y nos tienta, o nos hace volver como a una promesa solo cumplida a medias, deseándola aún más. La verdad es que el amor hay que hacerlo y rehacerlo para que exista y solo existe mientras se está haciendo. Por eso el amor a la verdad no es la filosofía sino el martillo que deshace la verdad para que podamos amar otra verdad y luego otra y luego otra, haciéndola y rehaciéndola como hay que hacer y rehacer el amor, para que exista, entre varios, para que finalmente exista aunque sea por unos instantes que siempre parecen finales pero no lo son, nunca lo son y esa, tal vez solo esa, es la última verdad… que se escapa, se va, difiere de sí, siempre es la misma y otra… ¡No puede haber una ontología del amor! O bien: la verdad es el amor porque en el amor el hacer no está arrancado de lo hecho. O bien: es la única verdad que sirve para unirnos.

Tristemente, los hombres hemos inventado siempre verdades sustitutas como paliativos o como respuesta a la incapacidad —no reconocida— de poseer una única verdad —o no poder extraerla del fondo de los cuerpos—.

Pero hay una entraña donde confluyen la luz y las sombras, donde la realidad no es un dualismo sistemático. ¡La piel al borde del habla!

¡Nosotros, nosotros los hombres, culpables, culpables! ¡Siempre hemos querido saberlo todo o poder decirlo todo! Pero querer saberlo todo es el motor más eficaz de la destrucción…

Diana duerme sosegadamente, después de hacer el amor, y yo malgasto mi tiempo en estos pensamientos infecundos... Me pregunto, pues, cuáles son sus más íntimos gestos, quién es ella verdaderamente. Pero soy incapaz de aislar en ella lo que quedaría después de eliminar todos sus accidentes. Y entonces decido que solo somos eso: una colección de accidentes que van formando poco a poco algo que se sostiene gracias a un encadenamiento de semejanzas, un arrastre de rasgos variables pero que solo varían muy lentamente… E inmediatamente me riño: sería preferible no hacer ejercicios cartesianos con el amor, ¡otra desventaja de la filosofía!

Ella, simplemente, es la forma de ser —de hacerse— de ese cuerpo que envejece mientras duerme y rejuvenece mientras se contorsiona tenso, eréctil, cuando tiembla de pasión y luego descansa plácidamente; y yo también me siento ahora desprovisto de toda verdad más que de esta verosimilitud huidiza de la piel húmeda, algo así como el delirio de creerse capaz de sentir la pureza del tiempo, del pasar, una agonía demasiado lenta, una impureza lúcida solo allí intuida, deseada —más, más, no salgás nunca— y ya no soportarlo, y soportar menos la vuelta a este otro y único mundo donde el tiempo se ocupa pensando, como si ya de verdad no hubiera cuerpo o pudiéramos prescindir de él, cuerpo que es otros cuerpos, cuerpo que también es mundo, verdad siempre velada, tiempo. Tiempo.

¿La deseo tanto justamente porque nunca la tengo, ni siquiera cuando la tengo? ¿La desearía tanto si las palabras me bastaran para decirle mi amor?

Me vuelvo de nuevo a nuestro cuerpo.

—¿Qué tanto pensás? —me pregunta, adormilada.

—No lo sé —miento, y al instante rectifico—, pienso en el amor y en la verdad.

—¿En qué?

—Nada, es que no podía dormir.

Y mientras tanto la miro sin reposo, acostada y semidormida, su torso trapezoidal, su cuello ahora relajado, las nalgas rotundas con sus diminutos y blondos vellos.

—No pensés tanto —murmura entre dientes—, hace daño —y da vuelta y me besa y me acaricia el pecho y yo le devuelvo su beso, ahora mío, y mi lengua recorre su boca como si fuera mi boca y sus manos recorren mis muslos como si fueran los suyos. Mudo, el mundo vuelve a huir y otra vez somos ese juego interminable de claroscuros, otra vez sin saber durante cuánto tiempo, en nuestros susurros entretejidos, ni palabra ni silencio, murmullo de viento que se ahoga, voces que no dicen, gemidos, gestos demudados, y mientras busco sus piernas con las mías pienso que la realidad es esta pérdida, que no somos nada sino esto, sombras en un lecho que hay que tender en las mañanas del mundo, un lecho apenas iluminado, somos esta animalidad y esta furia de ser, la paz entre esas piernas que también deben caminar y correr y morir… ¿Descartes? Descartes no existe… Y quizá el amor duele tanto al cesar porque nos arranca lo único que dábamos por verdadero, aunque cada mañana dejara de serlo; y porque después no queda nada más que el tiempo obscenamente desnudo: el miedo, la muerte.

El amor es abrazarse de miedo juntos, porque solo así se vence el miedo… Lo más real es lo que sentimos con otro… Esas siluetas informes que quedan de nosotros en esos momentos siempre irrepetibles, esas formas sombrías... Desvestirse para hacer el amor es solo un preámbulo, el anuncio de otra desnudez: descubrir de pronto que no somos esos vestidos ni todos nuestros gestos ni todos nuestros pensamientos, y ni siquiera nuestro rostro ni nuestro nombre, sino ese cruce con otro, esos encontronazos que al desplazarnos nos hacen conscientes de que somos esto que somos: ni siquiera nuestras propias palabras ni nuestras manos sino las palabras que le decimos a otro y también la piel que recibe nuestras manos: casi nada, un abandono de sombras, un abismo de fugas enlazadas...

Llega uno a ahogarse, literalmente, en el aliento de otro. La vida es una sofocación viscosa donde nos confundimos como si solo fuéramos, burdamente, carne, carne indiferenciada, carne viscosa escalando las fosas nasales… La realidad es un hecho compartido e inasible… La incertidumbre es ver una mirada que nos mira, hacernos deshaciéndonos… Este flujo me lleva hacia los otros, y siempre todo puede empezar de nuevo.

Nadie ha estado nunca en presencia del amor.


[9:30 a.m.]

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18/2/08

19 de marzo de 1999


El horror es una lucidez.

--Francisco Umbral



CONTAR LA VIDA PRESENTE ES MUY DISTINTO DE CONTAR HECHOS DEL PASADO. El presente es lo que menos conocemos. Lo conocemos incluso menos que las vidas ficticias que imaginamos al narrar. Por eso contar el presente solo puede ser errar por los momentos. Seguir lo que hoy acontece, la historia en cada momento actual del cuerpo. Al menos, hoy, ya no temo que eso sea algo muy distinto de hacer “literatura”. Ya no necesito, digo, hacer literatura. ¡Como si esa fuera la única manera de escribir! Y es un alivio. De todos modos, en el debate de qué es y qué no es ficción, la cosa parece estar cada vez menos clara. Algunos imaginan situaciones ingeniosísimas, personajes improbables y complejos e historias intrigantes y necesariamente “cinematograficables”. Pero detrás de tan arduos trabajos siempre sigue acechando la autobiografía. En personajes e historias se filtran los deseos y las frustraciones del autor, por decir lo menos. Y hay también quienes, por el contrario, creyendo escribir su autobiografía no logran más que ficciones mediocres, o cuentan su pasado manipulándolo con gula por alguna neurosis, por un patológico autoengaño o por llana megalomanía.

Errar por momentos afectivos o especulativos me parece algo poco ambicioso; pero en ello precisamente encuentro su valor. Ciertamente lo que diga hoy de mí puede contradecir lo que dije ayer; pero ambos testimonios bien pueden ser verdaderos. Quizá resida allí el atractivo de los diarios, incluso cuando son anónimos. Es que en ellos, al leerlos, a uno no le importa mucho quién fue el fulano que vivió todo eso, pero sí le importa que haya sido un Fulano de Tal y no simplemente una ficción o fábula.

Por supuesto, también es válido contar ficcionalmente la propia biografía, siempre que se sepa que es eso lo que se está haciendo, sin pretender ni la verdad objetiva ni la verdad subjetiva. Todo ese asunto de la verdad —incluso la personal— me parece de lo más deshonesto. ¡La vida de las personas es infinitamente más relevante que la verdad! Pero, entonces, para ser consecuentes, también debe ser infinitamente más relevante que la ficción, es decir, que las modas escenográficas actuales con su catálogo de personajes prefabricados...

Además el cuerpo debe acostarse cada noche sin certeza alguna sobre si amanecerá de nuevo al mundo que dejó; y debe levantarse, algunas veces, apresado por los pánicos más influyentes, como cuando nos sentimos horrorizados, en sueños, sin razones aparentes; o cuando nos descubrimos de pronto hasta las narices de culpa o de arrepentimiento. Y luego percibimos, esos infaustos días, la claridad del alba como una desnudez malediciente que solo se nos impusiera para que podamos ver mejor nuestra aflicción. Y encima tener que soportar, como primer pensamiento, de nuevo despierto solo. Y no encontrar en ninguna ocurrencia gramatical la manera eficaz de decirlo con fidelidad. (Ni encontrar la respuesta a la pregunta: ¿para qué decirlo?) E intentar dormirse de nuevo y solo conseguir ahondar en la desdicha. Y no poder evitar ver en la memoria los rostros amados y perdidos. ¡A veces no se pueden cerrar voluntariamente las puertas de la consciencia! Y tener que verlos sabiendo que corre el tiempo y nos esperan en el trabajo. Y padecer la añoranza como un naufragio siempre repentino. Y sentir un combate de escorpiones en la boca del estómago y aún así tener que desayunar. Y abrir los ojos, finalmente abrir los ojos al horror y no escatimar esfuerzos por conseguir llegar más hondo en la miseria que nos puebla, tratando de comprender, rastreando de nuevo lo que pasó y lo que no, como todos los días, una y otra vez, cada segundo. ¡Y todas esas ficciones tejidas y leídas para ocultarnos el hecho de que no somos lo que queríamos ser! Porque es así de simple: finalmente nos damos cuenta, en la cima de esa sombría lucidez, que vamos perdiendo el combate, este devenir agonal. Y aprendemos, así, que tendremos que morir, y sabemos, sin embargo, que es así como aprendemos a vivir.

Dichosamente, el paciente se vuelca hacia su veladora y de la gaveta extrae un cuaderno azul. Y un bolígrafo. Y respira pausadamente y empieza a contarse su vida en su proximidad inasible.

La otra opción es a diario vestirse de prisa y salir corriendo a alguna oficina sabiendo y casi siempre olvidando que efectivamente nos espera la muerte.

[9:15 a.m.]

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9/2/08

18 de marzo de 1999

SI TAN SOLO PUDIERA MANIPULAR LOS DÍAS, variar el orden en que sucedieron, aunque fuera un poco, recrear la propia vida repasándola en palabras lanzadas a un papel, en desorden pero con un desorden propio, trabajado, dolido. Un reacomodo que emergiera suscitado por el ánimo de cada día presente, como si cada día, individualmente, recogiera a su manera toda la vida vivida... Como si cada día fuera una vida entera y pudiera uno, por eso, volver a vivir su vida en un solo día, y cada día de manera distinta... ¿Pero no descubriría inevitablemente– y, supongo, entrelíneas– que cualquier orden daría igual, que a fin de cuentas va uno a morir un día y que el orden de sus días será reducido a ese último, categórico, duro, y que todo tendrá sentido solo si uno aprendió a dejar de vivir centrado en uno mismo, más tarde o más temprano, es decir, si uno aprendió a ganarse? Solo en ese caso el orden novelesco que construyera uno con su memoria habría sido algo así como un triunfo, es decir, un aprendizaje.

Había olvidado este pasaje. Fue a partir de ese día, 18 de marzo del 99, que acogí la costumbre de retomar, un día cualquiera, los cuadernos con todo lo escrito y vivido antes y releerlo en desorden, o simplemente recordar toda la vida, azarosamente, callado y tumbado sobre la cama y dejando llegar las imágenes... Hoy, por ejemplo, es eso precisamente lo que hago, y es cierto que cada día en el que repaso así la vida, la vuelvo a vivir de otra manera, la rearmo según el azar del momento y la suerte en la elección de los papeles, las páginas de mis cuadernos, o simplemente los recuerdos. Es como si cada día vivido pudiera ser una repetición a la vez igual y diferente de la vida entera. Por eso no tiene mucho sentido hacerlo en orden.

[9:10 a.m.]

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3/2/08

14 de marzo de 1999

AQUÍ NO DEBE HABER NADA EN QUÉ CREER, nada que pueda servir de salvación, refugio o excusa para nadie. Esta es mi propia fantasía, y lo es porque solo soy yo quien aquí se desvanece. Estos textos serán mi desaparición, yo los escribo, yo los padezco, son mis heridas las que se ventilan, aquí soy yo y solo yo quien ya no quiere estar. Aquí soy solo yo quien agoniza. Esta es mi fuga, mi olvido, mi silencio, y que nadie pretenda robármelos. El que quiera que construya su propia treta, su propio desvelo; pero si lo hace que lo haga con su dolor y con su agonía, con las cuitas y hazañas de su cuerpo y no con las mías… ¡Mi más fundamental propósito es saturarme de mí para explotar en mil esquirlas que no sean propiedad de nadie!

¿Trivialidades? Cualquier autor se pierde en su texto y cada lector se encuentra en un texto ajeno. Todos los intentos de pureza son en última instancia vanos. El texto de uno siempre es de otro, el de otro siempre puede ser de uno. Esa, de hecho, es la condición de existencia de todo texto: aislado, cerrado, individual, no sería texto. Y no puede ser de otra manera, aun si solo ahora estamos en capacidad de asumirlo. Decir que los textos no son de nadie es decir que son de todos. Si aquí, por ejemplo, no hay nadie, es porque estamos todos, aunque indefinidos: aquí somos juntos sin identidad… Esto es una especie de nube afectiva... ¿El texto se parece a la justicia?

O bien: para los seres humanos el texto es lo común o invariable en nuestras experiencias: la velocidad de la luz de nuestras relaciones.

[9:07 a.m.]

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26/1/08

Aforismos afectivos/temáticos para la "novela" o algo así

[página suelta, sin fecha]

I.
Necesitamos un agobio en los otros para sentirnos sanos, limpios, transparentes; necesitamos su caos y su pesar para sentirnos en orden y felices; necesitamos su maldad para sentirnos buenos. En cada uno de nosotros hay un sádico y un torturador: determinamos el grado de nuestra dicha haciendo comparaciones con las desventuras ajenas. La civilización es el gigantesco escenario fabricado para tratar de disimular este presupuesto básico; es la pantalla que cubre nuestra fundamental indecencia.

II.
El peligro de padecer un severo desequilibrio de las facultades vitales no es morir, sino convertirse en metafísico. Y entonces la tentación inevitable es querer decir esto es verdad. Lo más que podemos hacer para defendernos es diferir hasta donde podamos ese instante infiel y literalmente diabólico.

III.
Hay quienes parecen vivir únicamente para llevar la estadística de las vidas ajenas, empezando, claro está, por las desgracias. En ellos a veces el desvarío se hace universal y quieren entonces hacer el cálculo, también, de las miserias y verdades del cosmos, como si nuestra incapacidad de vivir en él quisiera decir que al menos podemos pensarlo.

IV.
Solo es valiosa la soledad elegida: salirse de sí para no poder siquiera sufrir, ni hacer sufrir. Lo demás es un desierto en el que nos sofocamos con nuestro propio aliento. La soledad no es estar en un desierto, sino ser el desierto mismo.

V.
Alguien debe registrar lo excedente —lo superfluo pero esencial—: el reverso de la literatura. Para que anverso y reverso se destruyan uno a otro y den luz —o, más exactamente, claroscuro— a otra cosa que uno u otro. Hay que soñar siempre la posibilidad de otra cosa que. Es eso simplemente: un sueño que es posible soñar. El hecho ya no podría soñarse, nada más sería.

VI.
La gente vive sin asumir el riesgo de caer, vive en el engaño de creerse protegida: por un dios, por la policía, por el gobierno, por cualquier ideología. Y el colmo del nihilismo: las personas se creen protegidas cuando creen tener una identidad. Solo unos pocos viven sabiendo que la vida es una caída libre hasta chocar con la muerte. Y esa lucidez los hace desgraciados simplemente porque para ellos ya no es tan fácil enmascararse para enfrentar las calles y los salones y pretender que todo tiene algún sentido definitivo. Saben que todo al fin y desde el fin, es engaño y distracción, quizá incluso hasta el engaño máximo de creerse desengañados.

VII.
En la novela —o algo así— la pregunta habrá de ser: ¿después de milenios de egolatría, es posible la ternura? Y, de serlo, ¿haría eso que el mundo cambiara de época?

VIII.
La única posibilidad con probabilidad de éxito es dejar de ser “yo”. Solo así podrá ceder el ensañamiento en esta historia de dolor.

IX.
Aun cuando estamos solos sabemos que no lo estamos porque nos hace falta otro.

X.
Alguna mañana decidiremos que ya no queremos levantarnos jamás y así nos encontrará la noche, tendidos, ausentes, arrugados como esas flores secas que al tocarlas se hacen polvo… A veces es mejor entregarse a la enfermedad, dejarse devorar por sus bacilos. Casi siempre es mejor estar enfermo que muerto. Siempre hay alguna posibilidad de recuperar la salud, y si no, pues también se muere uno atropellado por un beodo o desplomándose de espaldas en la ducha.

XI.
La alegría es una extraña manera de saber que vamos a morir.

XII.
La insistencia en unificar el estilo huele demasiado a formol. Es tributaria de la obstinación metafísica con la identidad. Ser coherentes a toda costa, cerrar la obra de manera unitaria. ¿Por qué obligar a mis múltiples inclinaciones y momentos a ser una única voz? ¿Por qué forzarlo todo para que haya un solo principio y un solo final, creyendo, además, y prejuiciadamente, que las palabras con que nos narramos la vida pueden dibujar círculos —sean reales o imaginarios, en ensayos o en ficciones— platónicamente redondos? Debo intentar, pues, entrar por aquí y salir por allá y a veces quedarme quieto, y aún otras atravesar de lado a lado el texto como un gusano, haciendo, precisamente, agujeros de gusano intergaláctico: como esos bichitos ínfimos que viven en los libros guardados comiéndose y mutilando las historias escritas en el papel.

Esto resultó ser, al final, lo único sensato y pragmático: transformar el estilo y la vida día a día, con pausa, con respiro, página a página, sin huir, saboreándolo todo enciclopédicamente, párrafo a párrafo, palabra a palabra, con amor, con dolores y con muerte…Claro, a sabiendas de que la enciclopedia sería inacabable y solo una pobre excusa para ensayar a diario nuevos caminos posibles…

XIII.
Repetirme hasta el vómito para poder finalmente librarme de “mí”: ¿no habría de ser esta la tarea de cada uno en el nuevo siglo?

XIV.
Creo que la posibilidad del futuro yace en aprender a vivir difusamente —individual y colectivamente—, es decir, siempre y solo entre extremos: a sabiendas de que los extremos son por definición imposibles en la realidad. (Es decir, de los extremos sólo puede haber una idea.) Ni sí ni no: siempre un entremedio, una negociación. “Yo”, evidentemente, es un extremo como cualquier otro.

XV.
Hacer del lenguaje algo tan leve que se desvaneciera con el aliento del lector, que el lenguaje saltara de las páginas como si las palabras fueran plumas que pudieran flotar en el aire, que no hubiera que complicarse tanto con las tramas ni depender de formas fijas, que no hubiera escollos para que aprendiéramos a estar juntos, que los ojos fluyeran por las páginas como si, enmudecidos, recorrieran paisajes y afectos compartidos: la vida cotidiana en su más abrumadora simpleza, y desnuda, como si fuéramos capaces de verla.


[8:44 a.m.]

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21/1/08

05 de marzo de 1999

LA BELLEZA SOLO SE ANUNCIA Y SE DIFIERE, es una promesa, como la muerte, pero la muerte es segura —

— hoy se extiende una veleidad devastadora — la pretensión de que haya solo un mundo — sin haber nacido del todo, allí agoniza la ternura — y la escritura solo escribe estertores — libros repetidos, sin singularidad, sin realidad — queda, supongo, la muerte: el silencio equivocado —

y las tardes de crepúsculos cenicientos — la armonía de la página impresa es un efecto cosmético — los verdaderos rostros son incognoscibles o no existen — ¿para qué maquillar la pulcritud vacía del papel y luego actuar, ya pintarrajeados, en estos escenarios sin fondo? —

¿puede todo esto ser algo más que un eterno rompecabezas? — ¿cuánto se puede decir tras la apariencia de no decir nada o al revés? — ¿cuántas páginas se pueden llenar con una vaciedad que, a la vez, sea inaguantable y llamativa, tal vez, incluso, necesaria?

Ella desfilaba entre luces que acaso solo ella veía. Siempre le sonreía a todo el mundo, quería ser vista, vista bella, que su belleza fuera popularmente evidente, como un chiste de doble sentido, como lugares que fueran manifiestamente comunes en cualquier parte del globo, tal vez tan ubicua y anecdótica como una Coca Cola Classic. Sonreía como esas vallas publicitarias de mujeres en ropa interior que, en media autopista, aun mirándolas de pasada a 100 km/h calan lúbricamente dentro del cerebro con sus pechos y piernas y nalgas de quince metros de altura...

La belleza se ofrece como promesa de una evidencia que no llega nunca. Pero ¿no es ese el error, no poder sostener el velo hasta el final —es decir, sin final del velo— y querer tenerlo todo claro, allí, aquí, dispuesto, montado como una tarima?

La felicidad sería ser capaces de conformarnos con la promesa — el silencio siempre equivocado…

Ella no se callaba nunca, tal vez, de hacerlo, se hubiera ahogado en su silencio.

Acaso a todos solo podría salvarnos caer en un abismo, rendirnos al vértigo: este miedo soy yo y no me conozco.

Llega uno a ver la belleza desfigurada, dando alaridos, desmadejada, dentellando.

¿Hoy sería irracional o temerario no sentir pánico del futuro?

Leo en Edmond Jabès: todas nuestras palabras solo son el torpe intento de decir el silencio de Dios. Claro, no sabemos si Dios existe, creemos que existe precisamente por ese silencio, este intento implacable, histórico, lírico, prometeico...

¿A Diana la muerte le quedaba grande? ¿Y cómo escribir sobre esto?

Dichosa: ella flotaba en lugar de caminar.

[8:35 a.m.]

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