29/11/07

04 de febrero de 1999

DEJAR EL RENCOR, olvidarla, no poder recordar su nombre... Pero aún la quiero, es decir, aún no puedo evitar pensarla y desearla a diario.

Por eso mi “opción”, hoy, es esta: llenar tantas páginas como sea necesario para que mi voz solo sea un ronroneo irreconocible; que el dolor se pierda perdiéndome en este bullicio de las páginas incesantes; desaparecer en una redundancia infinita y adormecerme como se duermen los brazos o los pies o la consciencia con la repetición mecánica de una misma frase o apenas de una sílaba…

Cuando se ama y se odia tanto a la misma persona, pero a ella personalmente no se le puede ya ofrecer amor —porque no lo quiere— ni odio —porque uno es patéticamente aprensivo— no queda más que amarla y odiarla así, aquí, en la más inocua contradicción de las páginas que se llenan con la única esperanza de que algún día agoten el deseo de seguirlas llenando.

Aquí puedo darle todo y quitárselo de nuevo a mi antojo. ¿No se trata de eso, escribir? Aquí soy un demiurgo capaz de tomar su odio y convertirlo en puñal o cielo, en novela o verso o disparate…

Sin embargo, no consigo decidir si debiera escribir su deslealtad, exponer sus cobardías, devolverle sus burlas y exhibir su egoísmo... Escribirlo, digo, explícitamente, literalmente. O si, al menos, debiera hacerlo literariamente, para no ser tan brutal, es decir, pasar su desprecio por el filtro o el velo de la “ficción”, como si de esa manera pudiera salvarla a ella de la ignominia o de mi propio desprecio enamorado, o como si de esa manera pudiera yo mismo salvarme de algo, por ejemplo de mí mismo...

Ella se rió en mi cara. Esa es hoy mi más amarga certeza. Le dije que sufría, que me dolía su ausencia... Su sonrisita arrogante… Como la puta vida cuando decide matar impróvidamente a alguien que nunca ha fumado ni bebido y hace ejercicio y recoge animalitos en la calle y cuida amorosamente a su madre demente: leucemia fulminante, muerte en dos semanas, atropello por borracho, resbalón en las escaleras de la iglesia… Diana, como un accidente, un día cualquiera simplemente me espetó que se marchaba.

Me inclino a creer que sí debiera registrar su vileza, aunque tal vez cubriéndola de ficción, cambiar su nombre y el mío, su rostro y el mío, su historia y la mía y hacer una novela en la que nosotros no fuésemos nosotros sino personajes y, gracias a esa jugarreta, fuésemos más reales aún que la realidad misma que hemos vivido: más universales y duros, menos personales o biográficos y por eso más atractivos y, dependiendo de la historia, hasta más políticos, más verdaderos o heroicos, porque, ¿tiene sentido contar un par de vidas comunes y corrientes, sin hechos extraordinarios?

Por otro lado, ¿tendría sentido escribirlo como si este dolor efectivo –me duele el reflujo en el esófago, la noche sin ella me duele en la nuca, el desvelo me duele en los ojos y me duelen las manos, los dedos que sostienen la pluma– fuera solo un juego de estilo o ficción: una vida paralela a mi vida? ¿O debiera escribirlo como si este dolor pudiera decirse mejor con palabras reales sobre la realidad del dolor? ¿Qué curará mejor, la realidad o la ficción? ¿Y si la cura no tuviera importancia o fuera un motivo estúpido para una creación de cualquier tipo?

¿Debiera, pues, armar una historia ficticia para, a la vez, encubrir mi vida y hacer veladamente teoría pedagógica, o debiera decirlo todo tal como es —es decir, tal como creo experimentarlo— en lugar de disimularlo con fábulas o moralejas?

Por ahora no me atrevo más que a postergar cualquier intento de respuesta definitiva —es decir, de estilo definitivo—, y, por eso, mientras tanto lo diré como lo pienso mientras tomo una ducha o miro por la ventana del autobús, como cuando llega simplemente como un aire cargado mientras intento dormir y doy vueltas en la cama presa de un escozor irremediable; lo diré como me lo explico a diario sin literatura, a espaldas de la literatura o, más exactamente, en los márgenes o borrones de la literatura: todo eso que un escritor o aprendiz de escritor debe borrar del texto al hacer una novela, un cuento, un relato, un eventual premio literario… Mientras no sea, pues, capaz de tales disciplinas, lo diré como me lo digo en cada pausa imprevista, cuando dejo de hablar en el café con los amigos, cuando dejo de trabajar para frotarme los ojos o mientras me cepillo mecánicamente los dientes y miro monstruos en el espejo, o como cuando, aquí –en este cuaderno amable que me lo permite todo, todo– se deja caer como arrebato verbal ocasional e iterativo…

Este dolor, de todos modos, es una atmósfera y no una historia. Es que los dolores mismos no pueden ser una historia, no pueden aparecer como historia. Y ya sé, no soy tan imbécil, en una historia no se debe decir el dolor, que sí, que ya leí a Hemingway, hay que mostrarlo, no hay que decir jamás que al personaje X le duele la muela, hay que hacerlo retorcerse y tocarse la mejilla repetidamente. Y no hay que decir explícitamente que le duele porque Diana o Margarita o Raquelita se han ido con otro y el tipo lo somatiza todo; solo hay que contar la escena cuando la muy zorra se va con otro y eso basta o habría de bastar, que todos hemos sufrido lo mismo y al lector lo que le gusta es que sin decírselo le hablen de sí mismo, o no, no que le hablen sino que le hagan historias en las que él (o ella) puedan verse como en un espejo. ¿Es que hay lectores que no sean narcisistas?

Pero lo intentaré, no hay nada más que pueda perder por intentarlo. De todos modos, escribo en un cuaderno que no leerá nadie. Lo escribiré, pues, como no debiera escribirlo: dejaré aquí la escritura, en lo posible, sin filtrar por uno de esos moldes prefabricados, estilísticos o genéricos; me esforzaré por no construir teorías omnívoras ni protegerme tras historietas ni sucesos, me debatiré en el abismo del entredós, entre las opciones extremas, contra el imperativo de que es necesaria alguna certeza, por ejemplo la certeza de que el lector sepa sin lugar a dudas si lo que le han dado a leer es un cuento o es real, si quien habla es persona o personaje, si lo narrado son hechos reales o ficticios. Pondré entre paréntesis que para el lector promedio esta certeza cartesiana es imprescindible: saber si lo que lee es literatura o el diario de fulano de tal. O esta otra: saber que la historia tiene un principio y un final y que el autor se los relatará más tarde o más temprano.

Tal vez podría empezar por su imagen...

Mi vicio es tal que conservo su fotografía justo aquí, al lado de este cuaderno… Me fascina mirar el poder que ejerce sobre mí. Me fascina dejarme fascinar y disminuirme, como cuando admiro embobado la potencia de un huracán o de un río de lava o el ímpetu de una marejada… Sentir —a modo, hoy, de experimento inevitable, y por eso mismo debo aprovecharlo— que solo de ella depende todo mi placer posible… La fotografía... Decir que es hermosa es una simpleza... Diré, mejor, que su belleza es mía porque soy yo, con este arrebato impremeditado que me lanza hacia sus labios, soy yo quien la hace bella: su belleza es el efecto de su cuerpo en el mío, el aire enrarecido entre nosotros, esa incontinencia de mi ir hacia ella, esto, toda esta irrevocable necedad genital... A veces, al mirarla, me siento capaz de cogerme un paisaje, al mar, a las montañas nevadas…

En esta fotografía en particular, Diana está sonriendo. Está en la playa, sentada en una banca desvencijada, bajo un almendro de follaje ralo, ralísimo: el sol atraviesa las ramas resecas y las sombras en su rostro son apenas un par de hilos que le cruzan la frente… Es de la época en que llevaba el cabello cortísimo y cobrizo, peinado en flequillos… ¿Como un patricio? La pura verdad no sé cómo llevaban el pelo los patricios... Su rostro es básicamente recto, simétrico, y al descender hacia su barbilla se convierte en un perfecto semióvalo; sus labios son gruesos como gajos de carne rojiza; y sus ojos son hondos y al reír frunce la nariz y los ojos forman dos rendijas de luz marrón. Sus mejillas, su frente, sus dientes brillan, todo brilla como el mar bajo el sol de un verano tropical. Lo cual es obvio, claro, la foto se la tomé en un verano tropical... En la imagen, su sonrisa es angelical, infantil casi, tanto que oculta como una máscara su talante fatídico. Es evidente que sin ese rostro inocente no podría matar a placer: lo esperaríamos. Yo lo habría esperado. ¿Pero cómo esperar crueldad de un rostro tan… geométrico?

Los rostros humanos son una hermosísima farsa. Quizá se deba a eso que solo seamos lo que somos cuando elegimos una máscara que nos cubra el rostro y un secreto que oculte nuestro nombre y quizá alguna historia que empapele nuestra historia… Quizá por eso somos tan dados a creer que podemos conocernos mejor recurriendo a la ficción, por ejemplo a la literatura, es decir, quizá sea por pudor que preferimos la imaginación que la realidad. Nos parece obsceno que alguien hable abiertamente de sí mismo. Pero no porque creamos que esté mal que lo haga, qué va, somos curiosos y nos gusta meter la nariz en la intimidad de los otros; pero solo lo aceptamos públicamente y lo aplaudimos si se hace con cierta decencia, con vergüenza, por ejemplo haciendo una novela o leyéndola, es decir, siempre que se cubra por algún tipo de arte o artificio o realidad virtual que disimule las partes y los sentimientos pudendos de las personas reales de carne y hueso. A los personajes les permitimos todo; a las personas les damos bofetadas y las juzgamos con escarnio.

En fin, es obvio que su fotografía ya no merece estar aquí.

¿Y me gustaría que ella leyera esta venganza, que, de todos modos, solo sería venganza si a ella le doliera? Sí, la verdad que sí, que me leyera algún día… Aunque seguramente no le dolerá ni uno solo de sus colmillos incisivos ni se le retorcerá un milímetro su colon de estatua helénica; quizá sus ojos desmemoriados recorrerán o estén recorriendo ahora mismo estas páginas como un catálogo de personas o personajes que no conoce, un inventario de emociones ajenas, literarias.

Creo que la virtud animal de Diana es poder vivir como si yo no hubiera existido nunca en su vida. A mí me desvela no entender cómo lo hace. Y se lo envidio, claro.

¿No sería entonces más inteligente dejar este cuaderno solo como un documento de privada imbecilidad?

Sobra decir que no logro decidirme, doy tumbos y retumbos y es como si alguien o algo me hubiera condenado a vivir y a escribir solo en borrador, sin una sola oportunidad para volver a lo escrito y repasarlo y borrar y editar y redecir y callarme, callarme del todo…

Por otro lado, cualquiera —ella misma, sin duda— podría reprocharme el hecho de escribir solo acerca del dolor, como un maniático. ¿Es que se puede hacer un libro solo sobre el dolor, más aún, es que se podría leer? ¿Acaso —ella me lo preguntaría—, no he conocido épocas felices? Sí, supongo —le diría—, algunas, pero solo los bestias hipócritas de la autosuperación piensan que es posible definir la felicidad propia para provocarle felicidad a otros. Quizá yo sepa qué me hace feliz, pero si me preguntaran, si me forzaran a decirlo y si lo dijera, entonces ya no lo sabría y solo conseguiría decir proposiciones desdeñables… La escritura, el lenguaje en general, está fundado sobre una ausencia, existe por algo que no está. Las palabras son huellas de criaturas inasibles y solo tienen sentido en la ausencia de sus objetos o referentes; solo escribimos carencias; la felicidad no tiene articulación en la voz, es sonrisa, grito, gemido o silencio; es, imprecisamente, un desgobierno del sentido cotidiano, pesado, ese que arrastramos por inercia. La felicidad se agota en sí misma y esto quiere decir que ni siquiera puede llegar a la palabra: así de incorpórea es su realidad. Ha de ser por eso que al pretender escribir la felicidad siempre obtengamos figuras ridículas: sombras que quieren pasar por cuerpos... Siempre un tanto platónica, ¿no es eso la cursilería?

Dicho en otras palabras, para escribir la felicidad habría que usar otras palabras, unas que probablemente no existan, o, al menos, un lenguaje inhumano, quizá, por ejemplo, el de las fieras con sus ojos atentos y su honorable olfato asesino. O la voz del viento con sus roncos violines...

Arriesgo una definición: la felicidad es ser humano con un pie fuera del mundo humano; es eso, quiero decir, pero no dicho así...

La palabra es el rostro público del deseo, vestido para el público, maquillado, como los colores que cubren la tristeza del payaso.

Y sin embargo a veces hay que escribir para no enloquecer, hacerlo indeliberadamente cuando el hastío no nos deja siquiera dormir, llegar al extremo de saberlo la única excreción aliviadora, la única manera de evacuar la soledad para que no se nos pudra por dentro; escribir rápidamente para llenar el insomnio con algo que no sea pensar, con una repetición sin fin y sin objeto, como cuando meditamos repitiendo una y otra vez lo mismo hasta que la mente ya no sepa qué hace ni qué dice y se llene de nada, de paz, de un cansancio bienaventurado... Y hacerlo como si nadie lo hubiera hecho antes, decirlo todo como si antes nadie ya lo hubiera dicho todo… ¡A veces necesita uno creer que no todo es lo mismo si es uno quien lo dice todo! Habría que postular ese derecho. Algunos trotan en las mañanas, otros nadan o juegan fútbol o escalan montañas y esos mecanismos evitan que piensen demasiado: ese automatismo deportivo del cuerpo evita que la cabeza les explote hacia dentro. Pero también escribir es un ejercicio para el cuerpo. Escribir, por ejemplo, para no reventarse de frente contra un muro, esta urgencia de arrancarse la piel y gemir, escribir, todos los días, a todas horas, para apalearse, para embrutecerse, escribir para no tener que recibir golpes eléctricos ni verse obligado a alimentarse hasta el vómito de Hollywood, para ensordecerse, para no ser nadie precisamente, es decir para ser solo palabras, vanidad, escribir para enloquecer de esta locura simbólica, menos físicamente grave, menos letal… y aún así tener que preguntar con cada nueva oración para qué diablos, para qué pierdo el tiempo así, aquí no hay nadie, jamás podrá haber alguien, y peor cuando se está casi seguro de que a nadie podría interesarle esta recargada locuacidad, si no es, tal vez, para un historial clínico de las megalómanas aberraciones filosóficas...


¡No sé cómo podía resistir estos ritmos!

[7:12 a.m.]

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25/11/07

22 de enero de 1999

ALLÍ DONDE TODO ARDE Y SE ESFUMA, ese punto indiscernible y cotidiano de la evasión: llevar una vida como se llevan unos zapatos desteñidos que solo embetunáramos los sábados soleados…

Somos títeres —se nos ha dicho hasta el hartazgo—, somos títeres actuando un guión malogrado.

¿Pero qué habrá detrás de las imágenes? ¿Qué hay, en medio de las frases ya escritas? ¿Dónde queda registrado verdaderamente el flujo de los pensamientos?

Se vive para un público, es inevitable, se vive para esa conglomeración anónima de imágenes efímeras y repetitivas, noches de tacón alto y sonrisas a flor de piel... Se vive, se ama, otros viven, otros aman por mí. Y yo sigo, yo hablo, soy ese guión con el que huyo de mí: el instante fatídico en que el espejo se rebela.

Y estos gritos mudos no me ayudan a recuperar nada de lo perdido. Y escribo y estas páginas son gritos mudos, solo eso: una elaboración de la pérdida, abordar el desamparo, dejarse abordar, hablar consigo mismo hasta la demencia simplemente porque ya no hay con quien hablar. Se habla, nadie escucha, nadie tiene tiempo.

Y gritar, a pesar de todo.

¿Es que todavía las personas se sientan solas en el umbral de sus puertas a mirar las nubes mientras se forman y transforman? ¿Quizá a ver la invisibilidad del viento o a las arañas esperando sus presas inocentes?

Y creer que el mundo está perdido: ¿es un juicio objetivo o solo la excusa de mi desamor?

A mí me han enseñado a correr despavoridamente, como si viviera perseguido por un demonio personal. Me han enseñado a creer que soy una concentración de imágenes y ruidos y palabras de moda y todos esos supuestos amigos de uniforme. Como a un niño, me han hecho creer que todos podemos ser estrellas de cine. No importa que el mundo se pudra, ¡en medio de la podredumbre todos podemos ser reyes y reinas! El edén está en las pantallas y en las modas y el secreto está en cómo ser parte de ellas; ya ni siquiera hace falta tener un talento específico para algo; basta con tener dinero y/o saber hallar los canales adecuados… Día a día nos anegan y nos cubren y nos penetran con sondas invisibles y para que pensemos menos y suframos menos y creamos que la vida es ser ese maniquí que somos todos, iguales, escuadrones en el mall, como hileras blancas de lápidas indiscernibles… Ignorance is bliss… ¿No es esa la consigna? Ah y es tan tentadora…

La mayor parte del tiempo me parece obvio que solo simulamos vivir. Incluso la mierda puede parecer oro si se ilumina de cierta manera. Hoy, la vida es un juego de luces.

Hastiado, subo la vista. Las estrellas me abruman. Quisiera que me dejaran en paz. Me hastío de mí mismo y me hincho hasta la exasperación: no quiero ser lo que he sido, ¡pero tampoco esta lamentación insoportable!

A veces quisiera que ni en mí ni en nadie hubiera historia para poder reiniciar la historia sin el más mínimo resentimiento… Y entonces sueño con un tiempo sosegado… El placer ya no estaría en la aceleración ni en los flujos de adrenalina sino en mirar detenidamente, en las caricias dilatadas y en las visitas inesperadas y largas… Sueño un tiempo donde hubiera pasado ya el tiempo del tiempo y nos ocupáramos de los cuerpos como nunca antes lo hemos hecho. Porque el amor nunca ha existido.

Al menos debo conceder que no pensaba solo en Diana, también había la intención filosofoide de transmutar el dolor en pensamiento: ¿será así como se empieza a madurar?

[7:02 a.m.]

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22/11/07

19 de enero de 1999

Y ESTA ES, quizá, una muestra de las metas megalómanas de un enamorado núbil y burlado que no tenía otra cosa que hacer más que soñar con ser capaz de escribir genialidades. Es decir, de alguien que aún no tenía edad para saber anticipar el fracaso.

Mi propósito será escribir un libro desesperante. Ese sería el único efugio maduro; el único, quiero decir, que no sería simplemente una evasión, un olvido o una fórmula, sino también una propuesta, un aprendizaje. Escribir un libro que desespere al lector, que lo haga bufar de asco.

Ese librito con el que soñaba tenía un trasfondo a la vez específico y general. Bueno, de todos modos nunca cuajó pues nunca dejó de ser proyecto, mera preparación, ensayo perpetuo: por ejemplo este cuaderno entre tantos otros cuadernos; pero de haber cuajado —según recuerdo mis presunciones— tendría que haberle encajado la siguiente leyenda o alguna parecida:

“Este es un libro adolescente, inmaduro, tan adolescente e inmaduro como la humanidad. Las personas, individualmente, se enamoran enfermizamente de otras personas. ¿Pero no equivale esa actitud a esta de la humanidad: enamorarse, en sospechosos conjuntos, de Dioses y Verdades? El mío será el libro de ambos ridículos humanos. Mostrarlos será su meta y su valor, y también su riesgo y su muy posible condena.”

Para lograrlo, el texto habría de nacer cursi y romántico. Habría de ser una reliquia viva, un monumento anacrónico a la enfermedad humana: todo lo que debiera abandonar la humanidad para poder madurar y dejar de ser un jovencito blandengue llorando de amor y desamor. Incluso, pues, del lenguaje que debería abandonar la humanidad…

¿Por qué, por ejemplo, lamentarse y matar porque Dios nos ha abandonado? ¿No sería más heroico abandonarlo a Él sin deducir de esa renuncia que también habría que renunciar a nuestros más preciados sueños?

Yo me tomaré de ejemplo primero: a la vez singular y universal… Será un juego de máscaras... Fingiré que no finjo que finjo y ya veremos adónde vamos a dar…

Pero en mi libro la escritura deberá exigir una experiencia, y lo hará al contraerse intensivamente en un afecto, por ejemplo en el disgusto, o quizá en la más universal malquerencia; pero habría de ser un disgusto o una malquerencia que excitara a pensar como si pensar fuera también un verbo dentro de la misma clase de amar, desear, padecer, ansiar, simpatizar, sufrir… Y mi libro solo sería un triunfo si produjese en el lector deseos de seguir leyendo a pesar del disgusto o la incomprensión; y sería un fracaso si no provocase cierto disgusto o incomodidad o si, por esa causa eso, terminase abandonado en un estante o, peor, en una pila de papeles para reciclar…

[6:55 a.m.]

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16/11/07

18 de enero de 1999

QUIZÁ ESTAS PÁGINAS SEAN UNA BUENA MUESTRA DE CUÁL ERA, en aquellos lejanos días, mi idea de escribir una novela “o algo así”: más lirismo pastoso que narración, más palabras exaltadas que historias o cosas o casos…

¿Será cierto que el ridículo puede purificar tanto como antes, según dicen, purificaba el fuego? Sólo hay una manera de saberlo…


Mi sueño es poder retratar este infierno y paraíso: el ahogo solar y los cuerpos desnudos; expresar nítidamente el brillo calcinado de los pastos y las copas de los árboles, estáticas en esa quietud sin nombre, repletas de savia y color. (Plasmar la afonía del verano tropical en un litoral deshabitado.)

Cuando en el trópico se detiene el viento, el rutilar del sol es un vaho hipnótico. A veces el calor se convierte en un vapor pegajoso que ciñe la ropa al cuerpo e incita a reinventar todos los placeres. Dar un paso es como atravesar una gigantesca telaraña. En esos casos es mejor quedarse quieto y respirar plácidamente la humedad en esa crucifixión de calor y sudor y apenas moverse, apenas rozarse, o lentamente tocar apenas los labios y entre vapores sentir el hormigueo en las piernas cuando baja por ellas una gota de algún sudor ajeno.

Trópico. Mar... El cielo con el calor del infierno. Un letargo beatífico. La desnudez grita desbocada, y el tiempo, se suspende en fragmentos, como las hojas, de los árboles, que no se mueven, porque no hay viento, y simplemente están, allí, con su verdor resplandeciente, reflejando el sol despiadado…

Aquí el mundo es un inmenso jardín incandescente e inmóvil. Aquí no hay prisa para nada, se come cuando se tiene hambre, se duerme cuando se tiene sueño, y así con todo...

Y la arena… un apergaminado cuerpo sinuoso… La piel suda sin pausa y las miradas se encuentran en cualquier punto y se detienen por horas envueltas en vapores azulados y bienolientes, miradas basculares entre unos ojos y unas piernas y otros ojos y otras piernas; miradas de humo; y el calor, etéreo, amenaza con no dejar de crecer; la cabeza se despega del cuerpo y flota; el cuerpo no puede moverse sin la cabeza y entonces descansa perpetuamente, simplemente allí, testigo de nada, como los árboles estáticos...

Los cuerpos brillaban sobre la arena como estrellas diurnas. Las olas… una retahíla sensual… y nosotros, acostados en ese desierto aguado bajo el cielo infernal…

Los árboles —yo no sabía sus nombres y pensé que debía averiguar sus nombres— medían por lo menos veinte metros de altura. Sus hojas no se movían. Todo estaba quieto e idéntico; el único movimiento era el de las olas, y también ellas parecían brotar de pronto de una pintura, a intervalos arbitrarios.

Diana se durmió sin avisarme que lo haría. Parecía una quietud más, parecía muerta, la llamaba, la llamé incansablemente. Pero dormía, sin mí, no sé dónde. Su cuerpo dormido, relajado, parecía agua de bronce; y quise conocerla así, dormida, mecerla como el mar, en resaca, acariciarla despacio, como las olas desacertándose en la arena sinuosa; pasar las manos sobre todo su cuerpo y repasar y repasar su viveza dormida, apenas tocándola…

Azul, verde, oro... Es muy fácil decir cielo, selva, sol... Tanto que queda uno vacío, hastiado de la nada.

O decir: el sol brillaba en las hojas de los árboles, en las piedras secas, en la arena, en los cuerpos como estatuas doradas… Solo un abrazo de esos cuerpos mueve algo al interior del cuadro y le da vida a la ilusión. Algo cambia, avanza o retrocede, quizá la posición de los brazos y las piernas, de una mano dócil, de un vientre indócil, quizá los ojos pasando de un ojo a otro, quizá unos labios abriéndose sobre otros labios entreabiertos…

Los contornos son húmedos, las pendientes resbalosas, vivir es en un deslizamiento leve, apenas perceptible. Las palabras son siempre comunes y nunca van más allá de sí mismas, de sí mismas en los cuerpos que las pueblan… No ver, no ver nada o casi nada, ver las formas transformándose sujetas a fuerzas imposibles de definir, de fijar, solo el avance de hondonadas y figuras coloridas, de anillos y serpientes y arco iris, de ríos de savia escarlata... Un río de savia entre sus senos de caramelo, sus senos relajados como cachorros dormidos… En ese ahogo feliz nadie se mueve o si se mueven es una ilusión superflua... y, sin embargo, las hamacas se mueven, es la inercia de los vivos... El sol es una fuerza paralizante. Estar, solo estar. Quietud y silencio bajo el cielo infernal.

Y luego los besos obvios, infantiles y prohibidos, primerizos, y siempre, todo, contra un trasfondo difuso; y la humedad, no comprender la humedad de los vientres encharcados y de ese nudo imprescindible que los sujeta y atrae y no soportar más las ganas y desear como en los sueños, tanto, tanto, imposibilitados para movernos y movernos tan lentos como caracoles y después de siglos descubrir un pecho, el otro, tersos, un abdomen, vago, que se levanta apenas, y respira, y despierta, y los ojos apenas cerrados, perdidos sin saber lo que están viendo pero queriéndolo injustificadamente, y olvidar incluso de quién son esas manos largas como los días del verano y no saber por qué estamos aquí pero no saberlo sabiendo que no nos importa... Ya, ya... Y el sol, derritiendo el mar. Nos movemos, poseídos: porque la fuerza viene de otra parte.

Luego, tras otras tantas centurias cotidianas, la noche: el espacio de acción para seguir mejor el impulso de lo deseado en el hipnotizante reposo del día. La noche trae consigo la brisa y los cuerpos, apenas cubiertos, ahora con el jardín oscurecido, se dan mayores libertades, se sienten invisibles y quieren atreverse a todo, esta vez a todo, revueltos, primitivos. Las miradas se hacen más vívidas e inquietantes, dibujan caminos y metas y renacimientos, vueltas y más vueltas; la garganta se vuelve líquida anticipando el nuevo sudor de la noche, ya no solar ni brillante sino en penumbra, con suspiros ocasionales y cíclicas inclinaciones…

De nuevo el mar… Siempre su presencia circulatoria que ahora no se ve pero se oye y es el rugido respiratorio de la vida misma.

Con el jardín ensombrecido los cuerpos siguen la cadencia de las olas y se sienten tan francos como océanos en sus mecánicas repeticiones… Es que al clima del día, que hace sufrir al cuerpo, le sigue el clima de la noche, donde el cuerpo sabe intervenir en la noche porque le roba frío, oscuridad y miedo: en el trópico, los días ardientes preparan las noches ardorosas, el clima se vuelve clima del cuerpo y el día se agota en las ansias del atardecer y la noche presta sus escondites a los amantes que vegetaron en el día como altos árboles quietos e ignorantes de toda verdad; porque la verdad prefieren hacerla en movimientos y gemidos y riesgos y trampas al
mundo… Ahora somos nosotros contra el mundo. Nosotros dos...

¿Pero en realidad dije eso? Y ella me escuchó decirlo y sonrió, todavía poseída por la pesadumbre solar…

Así comenzamos nuestra historia o nuestra falta de historia, nuestra imposibilidad de una historia, inmersos en una nube vaporosa y volátil y quizá, incluso, lírica, anacrónica, endrogada, hasta vergonzosa en esa niebla iluminada…

No nos conocíamos, solo compartíamos el tedio, la desesperanza de haber vivido esperando; y la espesa lasitud del día, tantas noches con la lengua amarrada por el pánico; contra el mundo; nuestros cuerpos flotaban como miradas disipadas; los ojos incendiados y confusos y anhelantes; yo quise devorarla pausadamente, como —imaginaba— hace mucho tiempo devoraban los fieles a sus diosas… Por supuesto, al devorarla quería que ella me devorara, que me desgarrara con cinismo, que me volcara a la enajenación…

En la madrugada, de nuevo, la garganta seca, como si se tragara uno el sol para llevarlo hasta la noche ocultándolo en las vísceras adormiladas… En esas noches los dioses huyen del jardín y ya no lo vigilan... Y entonces el hambre, el hambre pero de qué... ¡Y sentir sus pasos, firmes hacia dónde, sin mí, hacia la lejanía! Y callar con su mirada en mi pecho trepidante, su mirada arrastrándome a sacudidas... Surgió súbito el riesgo de no salir jamás de esta noche... Pensar entre nubes o sombras, relámpagos de sentido y orden… Porque allí la noche era un lugar y no un tiempo… Un jardín umbroso, azulino… Y los cuerpos, desiertos de rubí, vibrantes, ¡intuíamos con los labios condenados la probabilidad de un crepúsculo distinto! Obviamente no teníamos ninguna palabra para decir nada de eso, de esto, nada… Es que en ese lugar sin tiempo no cabía, casi, ninguna palabra precisa… Necesitábamos, quizá, simple y categóricamente callarnos, callar la vida, la ciudad, toda la mierda, callar para siempre la vana palabrería de los políticos, de los periodistas, de los padres, de los libros bonitos y de los libros de moda, de la historia moral entera del mundo; nos besamos porque queríamos estar callados y callar al mundo; callados y eufóricos, con besos eufóricos, sin miedo, nada de miedo; solo los cuerpos plegados; y los muslos, las ingles sudorosas; porque nos daba la gana que el mundo nuestro fuera solo esto, lenguas ciegas y penetrantes, y porque los cuerpos lucían simplemente hermosos, así, plegados y anónimos y confundidos, juntos y callados e ignorantes como si fuéramos piedras o nubes, o agua revolcándose entre las piedras o entre las nubes, aguas lenguas entre piedras pezones, agua fluyente… queríamos ser agua en un mundo de piedra e inventar palabras o prescindir de ellas, ah sus muslos de piedra, su musgo profundo, su aroma a tierra mojada… Nosotros dos... ¿Acaso lo dije de nuevo, durante el beso? ¿Dos, por qué dos? La paz estaba con nosotros, por un segundo, un siglo, vivir... Por ratos parecía que solo existía una palabra, “hermosos”, por ejemplo... Creo que pasaban horas y solo existía esa palabra tan malversada por la gente, esa o alguna otra, cada vez solo una palabra parecía habitar mi mente… Ni siquiera sabía su nombre ni ella el mío… Horas que eran minutos que eran horas, horas que eran la reverberación de la palabra “hermosos”, por ejemplo, horas entonces que no eran minutos ni tiempo porque el tiempo era solo esas palabras, somos hermosos, nada más, o menos patéticamente: nos vemos hermosos, solo esas hermosas palabras repetidas mientras nos penetrábamos mutuamente con todo tipo de simbologías y eficacias mudas... Y sus labios llenos, semiabiertos, como gajos de mandarina… Nosotros… ¿La realidad? Solo una nube de piel y consciencia…

Pero la palabra finalmente se deshizo, se convirtió, seguro, en voz, es decir, en tiempo; alguien la dijo de verdad, nosotros, o ella o yo o alguien, y nos dejó, y volvimos y negamos y nos acercamos de nuevo a morir... Dolía dejar de mirar aquel horizonte y volver, tener que volver.

A la mañana siguiente, otra vez la ingravidez: la crucifixión en las olas; repetible, incansable; obsequio, supongo, del universo incomprensible... O más bien, apenas más allá de las olas, en el vaivén y la espuma… Flotar de frente al sol y hundir los oídos y dejarse llevar y dejarse tragar por el cielo insomne y total… Perder la gramática y la casticidad y creer y sentir que la mudez submarina nos acercará algún día al horizonte, al final mismo del mar infinito, horizonte móvil, límite que crece cada vez que lo miro, que me acerco, cada vez que insisto en pensarlo mejor para poder decirlo y contarlo y mostrárselo a... ¿Es todo el silencio la profundidad del mar?

Luego, a mediodía, el sol apenas se vislumbraba detrás de las nubes, tenues como velos. Quemaba, pero sin hacerse notar demasiado.

¿Debería ser así, el amor? ¿Es posible un gesto que elimine todos los gestos?

¿Un ritmo que muestre más o mejor que todos los significados enlazados? Esta caricia, mirarnos, callar, ceder de nuevo, ocupar los labios para callar todas las palabras y balbucear el silencio con los labios y la lengua y otros labios y otra lengua... Nosotros... Escribir el silencio con todas las palabras. ¿Pero podrían todas las palabras decir el silencio? ¿O mostrarlo a través de todo lo dicho?

Cada libro habría de ser interminable… Nunca callarse: escribir para que este silencio no permita que el escándalo del mundo se haga de verdad insufrible… O ni siquiera los libros sino esto: lo interminable mismo. Como parece ser el dolor cuando es dolor verdadero, es decir, cuando decimos que es verdadero porque parece ser interminable… O cuando nunca llega a ser nada estable, definitivo, duro como se supone que debe ser la realidad o, incluso, la literatura… Ahora, claro, en este preciso instante, hablo ya tras el sopor, con el sol a la espalda, al borde del olvido... Antes no, antes no me interesaba ni lo interminable ni la realidad ni la literatura: aquel momento bastaba, aquel lugar común, una playa, la noche, las sombras, los cuerpos anónimos y mudos y las consciencias tergiversadas. Bastaba con la palabra “hermosos”, por ejemplo. Pero la cabeza siempre vuelve al cuerpo y a los días corrientes… ¡y luego querer a diario volver a perder la cabeza en aquel calor húmedo, en su cuello palpitante, en esa atmósfera herbosa!

Ella, sin embargo, ha olvidado del todo ese comienzo que solo podría sobrevivir si siguiera siendo siempre comienzo. A esto, simplemente, se deberá ese libro interminable que algún día debería escribir…

Yo la abrazaba, creyéndola muerta. Pero fue allí cuando estuvo más viva. Ida, sin su voz, sin su nombre, sin el mundo. Vacía, tan vacía como el cielo en la plenitud del verano —ese cielo vacío que vela al universo—, como la cabeza cuando flota ligeramente entregada al aire, al mar, a la confluencia de su pecho y el mío, solo ese ritmo taquicárdico y mudo, una y otra vez, una vez más y de nuevo, siempre más, siempre más, de vuelta del miedo y de vuelta al miedo... Era la vida, haciendo una promesa…

Extrañamente, ella despertó sin hambre ni sed. Quizá fue al despertar cuando en realidad murió. Era imposible ser, solos, nosotros dos.

[6:51 a.m.]

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9/11/07

24 de diciembre de 1998

EN NOCHES COMO ESTA LA TIERRA NO TERMINA PARA DAR COMIENZO AL CIELO: todo es una noche inmensa, continua en su hondura negra, un desierto negro, un cielo negro jaspeado de millares de estrellas, inservibles estrellas. Hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, a la vuelta de todas las esquinas la misma densidad absurda e ineludible. Tal vez en algún lugar detrás de esta lobreguez haya mares de jade y níveas montañas —o debiera haberlos— y aves planeando en un aire quieto y tornasol, pero ahora para mí todo es negro e igual: una extensión vaciada de color.

Le temo a estas noches porque en ellas se iguala todo, nada es diferente y sin embargo todo es diferente de mí. Los únicos ruidos son el viento invisible y esta voz que estalla contra cada grano de polvo y contra cada estrella, esta voz que no se inhibe frente a tal vaguedad, que no quiere igualarse e insiste en creer que es de alguien... Ya sé que es una voz sin reflejo, sin respuesta o solo con respuestas distantes que jamás oiré porque yo ya no estaré aquí ni en ninguna parte. ¿Es que esta voz también es viento, solo aire, aliento?

La soledad asoma inconfundible cuando del mundo solo se oye una voz, difusa y ahogada, casi más bien conjeturada, ahogada por un desierto interior; una voz inverosímil porque es voz hacia nadie, nada más voz hacia sí misma, una voz totalitaria y recursiva, la única imposibilidad que se hace posible en el silencio del mundo, noche negra y brutal, una voz que anuncia la muerte desde esta soledad que en su fondo sin fondo solo es la ausencia de otras voces: un silencio que engendra palabras y palabras y palabras... Me pregunto si es cierto que la realidad pueda cambiar en algo por el hecho de escribirlas.

En aquella época, durante semanas y semanas escribía cientos de páginas muy similares… En estos cuadernos, aunque salte de un mes a otro a veces parece como si no pasara el tiempo, como si no pasara nada. Diarios enteros de achaques o “prosas poéticas” lastimeras. Al menos las mismas atmósferas brumosas, amargas. Y sin embargo los matices, tantos matices, de vez en cuando alguna frase o un párrafo bien logrados… ¿Espontaneidad verbal pero monotonía afectiva? ¿Es que en realidad no pasaba nada en mi vida? Mi más secreta intimidad —todos tenemos una— se revolvía en sí misma…

¿Pero cómo elegir aquí, para leer o releer, los pasajes más sugerentes o más valiosos, y qué sentido puede tener hacerlo aquí, y qué sentido tendría el “valor” en este caso?

Por ejemplo escribir esta última página en navidad… ¿Era una tristeza real? ¿Era simple pusilanimidad, sensiblería? ¿Puede alguien de verdad respirar tanto tiempo en el horror —si es que esto lo es: una adolescencia solitaria, irrazonable, la adolescencia a los veintitantos de clase media en un país subdesarrollado, la vida centrada en un dolor cancerígeno y ególatra, abstracto, como si no hubiera atentados y huracanes y genocidios y pelotones de corruptos arruinando la realidad— sin de verdad enloquecer o matarse?

Hoy, un lunes cualquiera de octubre —mi esposa ha salido, se ha llevado a los niños, la casa y el silencio son míos, al menos por hoy—, he elegido releer y transcribir —porque así se me antoja hoy—, menos pasajes de los cientos de páginas de farragosas lamentaciones, y más de los intentos primerizos hacia la narración o la interpretación, hacia la madurez o la resignación, porque nunca se sabe qué es lo que pasa cuando crecemos… Es que en su desnudez más brutal, tanta anotación melindrosa y tanto sollozo adolescente no dejan hoy en día de parecerme una burda aproximación a la pornografía. Aunque también, lo confieso, me tienta el morbo de contemplar directamente la dimensión posible de la humillación, la ingenuidad y la vergüenza... ¡Tantas lecturas son siempre posibles! Y uno mismo, al leer sus anotaciones de hace tiempo, ya no sabe qué pensar o cómo reconocerse…

¿No es análogo a lo que sucede cuando estudiamos la historia? ¿Nos reconocemos, en tanto humanidad, cuando leemos sobre las masacres de indígenas en América, o sobre el exterminio de judíos, o sobre los millones de seres subsaharianos que simplemente mueren de hambre, es decir, de injusticia?

¿Se ve uno a sí mismo, ya no en las víctimas sino en los verdugos? Este es el mundo de la desvergüenza.

[6:36 a.m.]

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04 de noviembre de 1998

QUISIERA ENTENDER POR QUÉ NECESITO TANTO DESPEDAZARME, por qué por épocas me domina este afán de autodestrucción, esta necesidad de que se me rompa humillantemente la boca. ¿Algo me predispone a ser mártir? ¿O imbécil? ¿Por qué empeñarme en amar a quienes me dañan y rechazan? ¿Por qué tengo que amar a todo el mundo, al mundo mismo, como si fuera un buitre o un cerdo devorando despojos y podredumbre?

Quisiera, tan solo, que el mundo fuera decente, que las personas se quisieran de verdad, que la ternura siempre fuera sincera; que, como decía Camus, el único crimen fuera hacer sufrir, y que también por él pudiéramos redimirnos. —¿No lo explica esto todo? ¡Leer a Camus mientras se padece de angustia adolescente! ¿Remedio o veneno?— Y quisiera no verme poseído de amargura, cuando a la vez me lleno de gozo en esos raros momentos en que tengo plena consciencia de estar vivo. ¿Cómo es posible amar y sentir tan intensamente la vida, y al mismo tiempo estar impregnado de dolor y de repugnancia? ¡Quisiera tantas cosas! Pero quizá la única sabiduría posible sea aprender a vivir con tantas otras cosas que no se quie-ren, ni pueden llegar a quererse.

¿No estamos todos malditos? La experiencia fundamental es la insatisfacción.

Y sin embargo no deja de ser glorioso poder cubrirse de sol y desnudarse bajo el sol, con alguien, enternecidos.

[6:30 a.m.]

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11 de octubre de 1998

Si una cuerda de violín puede sentir dolor, yo era esa cuerda.
--Vladimir Nabokov


HUMO

piedra inmaculada

Cómo duele, a veces, la vida.Por ejemplo en estas noches de insomnio cuando pretendo dormir sabiendo que Diana acaba de abandonarme y que ese dato entraña la fulminante certeza de que deberé entremezclarme de nuevo con el mundo. O cuando, ya en duermevela y desarmado por la simple postración, creo imbécilmente que la reencontraré en cualquier esquina llovida y que ella me mirará como si no me conociera, como si no fuera yo con quien ella se desposó ante la luna en un momento de cursi debilidad.

Recuerdo que aquella mañana el cielo amaneció consecuentemente enlutado. Y el muchacho que yo era —en esa época desgarrado o semivivo— se sentó en su cama y por largos minutos solo miró la pared blanca. Y recuerdo que fumaba crónicamente y que su pensamiento era como el humo, y que su pena —o la atmósfera de su dolor— la describía como “piedra inmaculada”; y lo sé específicamente porque “humo”, “piedra inmaculada”, fueron las primeras palabras que ese día le vinieron a la mente, y aquí están como evidencia, escritas inaugurando o intitulando este cuaderno, uno de sus tantos cuadernos inseparables. Y recuerdo que aquel día, después de registrar algunas líneas más, devolvió el cuaderno y el lápiz a la veladora y se levantó, algo sonámbulo, y con un marcador grueso y azul escribió nombres en la pared: llenó el blanco hueso con manchones de tinta. Eran las etiquetas de sus actuales evocaciones obsesivas: “Diana”, “Paulina”… Tal vez, en la pared, sus cursivas alargadas empezaron a gotear lentamente hacia el suelo; me lo ha sugerido la siguiente frase del cuaderno:

Mis palabras lloran por las paredes.

Todo ocurría en un octubre como este en el que releo —después de varios años de abandono— estas páginas vergonzosas; un octubre tropical como cualquier otro: diluviano y monótonamente gris. Aquella mañana la lluvia era tenue y constante.

¿A quién le doy mi ternura, este triunfo inútil?

Creo que se preguntaba cómo encontraría ahora a otra criatura que deambulara por las calles como si fueran desiertos despoblados —a ese tipo de figuras o giros recurría en aquella época de emociones catastróficas, “desiertos despoblados”—, alguien que quisiera compartir incluso sus aversiones… Deseaba hallar a otro ser solitario que supiera amar sin que ninguno dejara de ser solitario.

Pero miraba su cuaderno, abierto sobre la cama como un ave despanzurrada, y sabía que sus palabras ni decían nada ni conseguirían nada. Es que eran palabras expelidas al vuelo, sin orden, sin contemplación a posteriori. Pero también sabía que a pesar de su indisciplina formal —literaria, valga decir—, no podía dejar de escribir, ni dejar de escribir sobre escribir o al menos imaginarse que algún día escribiría una novela —“o algo así”, agregaba casi siempre que decía o escribía “novela”—. Y sabía —hubiera preferido no saberlo pero lo sabía— que su amor o desamor era cursi, redundante, y su ternura solo un afán ridículo; y sabía que su dolor seguramente era masivo y homogéneo y, tal vez, incluso hartamente no interesante. Y sabía —tampoco era imbécil— que la época prohibía amar así, sentir, pensar, escribir como él lo hacía. ¡Qué diablos, el muchacho era una ruina!

Finalmente las gotas de tinta cayeron al suelo y la pared quedó emborronada y seca. El muchacho volvió a las páginas rayadas de su manso cuaderno… Garrapatos, exabruptos, un masoquismo burdo, solo eso parece haber llegado hasta estas hojas. Y al parecer no le importaba:

Hoy

—escribió—

ya no quiero escribir como escritor,

—pobre, como si ya hubiera escrito antes como escritor: él era puro deseo, pura vocación abstracta—

hoy no soy intelectual, hoy no quiero ser nada para el mundo.

Quería, voluntariamente, hacerse ingenuo o seguir siéndolo, ¡como si fuera posible ignorar la historia! Soñaba con ser capaz de inaugurar algunas palabras acerca del amor. Neciamente insistía en creer que hay millones de criaturas con las paredes igualmente emborronadas y noches en blanco y palabras vacías y únicas.

Hoy

—¿y no ha sido, durante tanto tiempo, solo esto: insistencia?—

solo soy esto: un cursi amor, una ridícula ternura, la reverberación agónica de una afección morbosa… ¿Como este momento de historia, ojalá solo una pausa en la historia?

¿Pero no es, en realidad, solo un enfermo, un idiota fuera de tiempo y contexto, un desesperado, o simplemente un inmaduro?

Una escritura libre, sin forma previamente impuesta; una escritura, una gramática sin programa...

Y lo deja así registrado en su cuaderno, sin ilación:

palabras apenas cogidas por un rastro...

¿Pero un rastro de qué, cómo?

Dejar el rastro, seguirlo, escribirlo así como llega…

¿Apenas dirigiendo su azar hacia la intuición de alguna posibilidad de sentido?

También debiéramos tener derecho a la ingenuidad... Algo así debe de ser nacer…

¿O ser adolescente?

Un rastro o una huella no del pasado, sino de lo que está por venir.

Sigo leyendo y casi puedo verlo —el tiempo que ha pasado no ha sido suficiente para olvidarlo, y ciertamente lo he intentado— sentado descolocadamente en el umbral de su puerta. Hace frío y hay neblina. Las aceras de su barrio están vacías. El parque, los columpios, los toboganes, los laureles, todo está quieto tras el velo sutil de la niebla. Retoma y registra las hebras sueltas de su pensamiento:

Quizá toda la poesía sea el silencio del amante abandonado. Las palabras serían las lamentaciones de la verdad, que solo puede decirse en lamentos que la enturbian. La verdad es un pozo de agua sucia donde nos miramos deformados — antes y después del poema.

Y lo entiendo, o quiero entender a ese muchacho apenas pospúber —¿no es igual, el pobre, que la humanidad?— que escribe deshecho y solo en el umbral de su puerta creyendo que tiene derecho a escribir sin historia, sin forma previa, sin trama ni asunto… Quisiera entenderlo y justificarlo, darle cabida, es decir, realidad…

Antes y después del verso, del llanto, en un beso súbito, en un adiós a la distancia...

¿O quizá el silencio que muestra su fuga cuando decimos palabras de amor, palabras que decimos simplemente porque no sabríamos cómo no decirlas? O no nos atrevemos... ¡Él se atrevía a decirlo todo!

Si tan solo mis ojos pudieran con sus ojos.

Luego empezó a llover lánguidamente. Y ya lo miro con mayor claridad, entre aquella garúa liviana que no parecía caer sino flotar como una nube de plumas translucidas. La brisa era un aliento manso. Escribía, solo, bajo el quicio de su puerta abierta... Pobre muchacho, cobarde muchacho, aparte de lamentarse por su amada que lo ha abandonado, según él cruelmente, lo único que hacía era querer ser escritor.

La poesía es un ritmo afectivo. El paisaje puede ser su pentagrama...

¿Por qué hay que vestir los pensamientos, las imágenes mentales, con un guión, con un relato, con una concatenación de actividades artificiosas? ¿Por qué no es válido simplemente escribir? No es cierto que en la vida todo esté concatenado, eso es más bien un accidente, o un resultado que solo conseguimos con un esfuerzo diario a veces inaguantable.

Hoy las novelas exitosas son, desde antes de ser escritas, películas de acción. No son novelas textuales sino guiones visuales. ¿Por qué asume la gente que para escribir una novela hay que tener móvil y motivo? Porque es un hecho: si uno quiere triunfar debe escribir novelas de la misma forma en que cometería asesinatos. El crítico —el detective—, no debe ser capaz de ver ni de oír al autor —la criatura de carne y hueso—, sino solo a su ficción; al autor se le sigue la pista, de eso se trata, pero no debe dejarse ver, ¡horror! Y de hacerlo su castigo es peor que la cárcel, será formalmente acusado y juzgado y condenado a los anales de la mala literatura; su cargo: haber pretendido tontamente mostrar su rostro, su malestar, decir “el mundo me deshace así”, o “este es mi dolor”, en lugar de inventarse a lo largo de ochocientas páginas nueve crímenes grotescos y catorce relaciones sexuales enfermizas u orgiásticas para simplemente velar el hecho de que quería ventilar su propio dolor a ver si, con el aire y el sol, se curaba, como cuando dejamos una cortadura sin vendar para que sane más rápido…

Hoy está de moda perder el estilo, es decir, la singularidad…

Pero a pesar del desamor y de tanta amargura, o quizá por eso mismo, aparentemente ese día se sentía heroico:

Yo voy a escribir como si no tuviera un pelotón de fusilamiento literario listo para acribillarme. Porque me da la gana escribiré sin historia, sin trama, sin “tensión dramática”, escribiré el fluir diario de mis palabras: ¿es que no hay derecho a la mera escritura? ¿Es que no hay derecho a vivir sin complicaciones formales? ¿Por ejemplo sin llevar el mercado por dentro como primer motor? ¿Es que este mundo que hemos hecho es verdaderamente ineludible?

Y se justificaba (como si a manotazos o por capricho pudiera redimirse la ingenuidad o cambiarse los hechos):

Mientras uno vive su vida, no la vive como si fuera un relato, una novela, una historia con principio y final y menos aún con sentido o unidad. Uno vive y el día va apareciendo mientras uno desayuna, camina, habla con el taxista, anhela, recuerda al borde del llanto, trabaja, odia, viaja o sueña con viajar, siente hambre, duerme o intenta dormir, se masturba, grita por rabia genérica o resbala en la escalera de algún atestado edificio público… Y aunque es cierto que uno vive la vida como si leyera un libro desconocido que sorprende y gira con cada página, la diferencia radica en que ese libro no está ya escrito, como sí lo está cuando uno lee un libro de papel. ¡Pues habría que hacer libros que no estuvieran ya escritos cuando alguien los leyera! Escribir como se vive un día cualquiera, un laberinto arremolinado de pensamientos y frases y percepciones, una locura, en realidad, de la consciencia, que entre tanto magma espontáneo consigue guiarse en una suerte de ruta a la vez prevista y no, anticipada y corregida mientras se avanza, cibernéticamente… Se le es infiel a la vida cuando se exige que los libros deban tener —para ser considerados buenos— una unidad cerrada, acabada, moral. Y sí: todavía me importa serle fiel a la vida, porque la vida es la única escritura real.

¡Ah furias cándidas de la adolescencia! En su cabeza se mezclaba todo: el rostro de Diana diciéndole “te amo y no quiero perderte” —diciéndoselo mientras se alejaba—, el recuerdo más lejano de Paulina, que sí lo quiso —él sabe que sí lo quiso—, su necesidad fisiológica de escribir sin pausa, sus teorías advenedizas o trilladas o singulares —¿cómo saberlo con certeza?— sobre la escritura y la vida y el amor… Su cuaderno recibía las líneas como caricias impremeditadas intercaladas con puñetazos anónimos y malestares de estómago.

Así es la vida y punto... Diana, desnuda en la arena. Diana imposible.

Seguidamente —y cada segundo lo recuerdo con mayor definición: los espejos de la memoria se despejan lentamente—, en esa mañana invernal y quieta, su desorden mental lo llevó a recordar de una manera particular la playa, vacía; y el verano, ocre; y la paz de los cuerpos en una noche abismal… Y los amaneceres blanquecinos, el mar, púrpura, y el viento que también venía por oleadas. Y a Diana, desnuda y animal sobre la arena tibia; y los zopilotes, sobrevolando y vigilando lo que no necesitan comprender. Diana mágica, voluptuosa; y su mano salada y arenosa sobre sus muslos metálicos y sus pechos henchidos como frutos… Una soledad feliz, compartida, elegida... Y recuerdo que fue en ese instante preciso cuando el muchacho que yo fui decidió intentar —iba a ser inútil, un despropósito, el resultado es este cuaderno mismo: ya lo verán— hacer “un ensayo de novela o algo así” sobre Diana y su desamor de arpía.

Debo hacer una novela que trate de lo que no debería aparecer en una novela, a pesar de ser lo que la haría posible… Porque, por otro lado, ¿por qué deben ser adultos —viejos adultos— quienes decidan lo que deben leer los jóvenes? ¿Cómo puede saber un crítico —por definición, alguien no-joven— qué tipo de prosa le gustaría leer a un adolescente desamorizado, de esta época o de cualquiera? Los escritores profesionales llevan demasiado tiempo olvidándose de su prosa adolescente, pasional y cotidiana, los márgenes o entretelones o soportes ocultos de cualquier narración, y se traumatizan tanto por la necesidad de ser “mayores” y “serios” y aceptados por la academia y la crítica, que dejan en el olvido más desleal a sus propios espíritus prenúbiles, campechanos, y olvidan que a veces hay que celebrar la ingenuidad simplemente porque es la fuente de donde mana toda inteligencia.

Lo que más disfrutaba era escribir frases o párrafos inconexos o súbitos en sus cuadernos. Practicaba una “espontaneidad calculada”, si se me permite la expresión; creía de algún modo posible copiar en las páginas interminables todo lo que pasaba por su cabeza como un tropel igualmente interminable. Para esta fecha ha llenado ya decenas de cuadernos. En la primera página de cada uno siempre hay dos fechas, una de inicio y otra de final, y el mismo título: “Textos”. Son cuadernos gruesos, de tapa dura y azulada, y en sus páginas de rayas celestes él saltaba de una reflexión o una imagen a otra tal como llegaban a lo largo del día, porque sí. Hacía frases o párrafos que, simplemente, en el momento de escribirlos le sonaban bien, ya fuera por motivos estéticos, argumentativos o sentimentales. Estas mismas páginas que ahora releo y en las que meto mano, dicen “11 de octubre de 1998” —es la primera anotación de este cuaderno— y empiezan con una cita de Nabokov, creo que de Lolita, y luego recogen en desorden todo tipo de enunciados y palabras sin contexto mutuo, “humo”, “piedra inmaculada”, todos estos que he copiado y algunos más, ya prácticamente ilegibles… Aunque creo que lo que más le impresionaba y le azuzaba a seguir, era que por más que se esforzaba en perder todo tipo de programa y de unidad, al final sus cuadernos supuestamente azarosos resultaban también con cierta inevitable unidad o, al menos, coherencia. Esto, a veces, lo desesperaba: no entendía que no se puede forzar el azar, o no quería aceptarlo, creía posible vivir y escribir como una abstracción de la vida, mera espontaneidad, como si una semilla en medio proceso de germinación pudiera saltar de especie, y así, tras haber sido semilla de laurel, por ejemplo, pudiera crecer para convertirse en un esbelto y fragante jacarandá. No entendía que la vida hace imposible habitar en los extremos absolutos: ni mero azar ni mera programación… Y no terminaba de maravillarle el hecho de que de la consciencia, tal como es, emergiera inevitablemente cierta unidad, una especie de singularidad difusa pero reconocible —no una identidad, pero sí cierta unicidad— que no podía de ningún modo explicarse por la suma de todos sus momentos.

¡Ah, si nos dejara el mundo elegir la muerte! Porque lo más fácil de la vida es morir, pero no podemos elegir, es incomprensible. ¡Y esta manía exasperante, alucinante de comprender!

Uno piensa hipertextualmente, y cualquier página de mi memoria puede vincularme con otra distinta, superficialmente sin relación con la anterior; en el juego de los afectos una idea cualquiera puede ligarse con otra muy diferente sin ningún problema. Creer que el funcionamiento de la realidad es simple, es literalmente una simpleza. A principios de la modernidad los científicos creyeron que eran leyes simples las que gobernaban el universo y la realidad, hoy saben que son complejas, que lo simple es solo el rostro superficial —maquillado, ordenado: cosmético— de una matemática caótica y probabilística…

Lo único imprescindible es no dejar de pensar.

Es decir, las frases deben ser bellas o inteligentes o ambas cosas...

Creía, sin duda, que también hay derecho a esta escritura íntima, textual y no fundamentalmente visual ni narrativa —no “espectacular”—, y no solo a hacer literatura.

Quizá el valor de la frase inmediata sea el mismo de un beso: el beso que inaugura una historia o que sella una huida. Eso es todo: huir de la muerte. Huir como si no fuera cierto que vivimos aquí. Huir, como siempre hemos hecho.

¿Pero no se huye también con frases espontáneas, desordenadas, como si la inmediatez o el delirio pudieran romper con la enfermiza necesidad de una ilación coherente, en la vida o en la historia, esa patológica obsesión con el sentido, del mundo, del universo, de la propia vida, del día vivido, de los libros?

No se trata de eliminar el sentido, eso es lo imposible mismo, sino de hacer otros sentidos, de rehacer los sentidos… No solo Dios debiera ser capaz de inventar mundos.

A lo lejos alguien canta, decía Neruda.

A lo lejos alguien me canta... pero no quiere saber que escucho.

La frase que sigue en su cuaderno me recuerda que en ese momento se levantó y puso un disco, cansado tal vez de escuchar la lluvia rala, apenas unas gotas sin cadencia cayendo dentro de las canoas y lagrimeando por los aleros. Joselito: uno de los viejos elepés que había heredado de su madre; y Joselito cantó la del cuento del ruiseñor clavado a la espina de una rosa; el ruiseñor del cuento de Wilde; un profesor anómalo —lúcido, gracioso, atractivo— había leído ese cuento en una clase de historia de la filosofía. Él se quedó mirando fijamente el mismo punto. Trataba de comprender su vacío, esa obsesión quizá metafísica, o veladamente teológica. Olvidaba o se negaba a creer que los vacíos no son para ser comprendidos. De pronto Joselito le pareció estridente. Los vacíos se arrastran como desiertos.

Joselito es un niño mimado.

El asco, otra vez, otra acometida.

A veces la vida se reduce a un punto único, una quietud deslizante, y una sola imagen se impone en la consciencia. En estos momentos lóbregos siempre deseo no haber nacido. Sé que es un deseo irracional porque por definición no podría cumplirse. Tal vez en la obsesión cobre un anticipo la muerte.

En este instante se calza, sale y camina a la pulpería dejando que el rocío le cubra el rostro. Respira con la boca abierta. El pulpero no lo reconoce y le dice “buenas, señor”, en lugar del acostumbrado “¡cómo está, joven!” Él sonríe: el pulpero leyó su repentina vejez…

Mientras caminaba de vuelta con sus bollos o su leche, recordó esta frase de Malraux:

“Los amantes satisfechos oponen el amor a la muerte.”

¿Y los insatisfechos, oponen la muerte al desamor?

¿No sería más trágico volver a nacer?

Pero, mientras metía la llave y daba vuelta al cerrojo y abría la puerta, también había recordado sorpresivamente que su madre, hacía siglos, una vez quiso llevarlo al psiquiatra y que él se había negado. Su madre insistió como insisten las madres y él fue, resignado, apenas con quince años. Recordó como una campana la voz del médico.

—Su hijo es depresivo, señora.

—¡Ay doctor, qué hacer!

—Medicarlo.

Y también recordó —porque lo recordaba siempre— que a él lo enamoró una víbora que le hacía felaciones a todas horas y en cualquier lugar. Quizá mientras caminaba hacia la cocina a preparar café volvió a ver y sentir su boca anhelante. Se sentía miserable pero tenía la imagen de aquella víbora generosa comiéndose su glande en una sala de cine. Justo antes de poner a chorrear el café escribió en su cuaderno:

—Doctor, mi medicina es esa boca que calla para mostrarme cuánto me desea…

Entre su lioso dolor y sus imbricados recuerdos, entre inmerecidos labios y justificados anhelos, tal vez imaginaba cómo sería que la muerte lo alcanzara después de haber sobrevivido mil amores, con el cuerpo anciano surcado de otras pieles y pesares, todavía muchas otras pieles y pesares, pero aliviado por mil olvidos… Que lo alcanzara un día muy distinto de este.

Luego dio un salto a otra de las mujeres que pueblan su soledad como cuadros o canciones o versos.

Hoy almorzaré con Paulina. ¿Podré narrarle a ella esta caprichosa tortura? Quizá pueda, incluso, confesarle mi secreto masoquismo.

Tenían dos años sin verse. ¡Su primer amor, como en las películas, un amor voraginoso y real! Él sabe que, como siempre, ella sabrá escuchar. ¿Qué fue, Paulina? En ese momento se lo preguntó y surgió un sinnúmero de frases inocentes aunque de cierta violencia:

P. fue una hondura imprevista, una jungla dentro de un bombillo blanco, una vasija sin fondo, el obcecado súcubo que sacudió toda mi historia pasada y futura, un etcétera implacable… ¿Podré verla a la cara sin volver a estremecerme, como antes siempre me pasaba?

Sí pudo, porque el dolor de ese día infinito no podía facturárselo a ella —el nombre del dolor de entonces era “Diana”—; y en cambio reconoció en sus ojos a la única mujer que lo había querido como debe quererse: Paulina fue brutal en su ternura y gentil en su traición. Durante un par de años se habían querido como casi todos los adolescentes primerizos, de una manera primitiva, romántica o totalitaria. Ella era su única amiga. Siempre había sido su única amiga. Ella —simplemente porque perduraba en su memoria y en su consciencia como una especie de hada, antojadiza, es cierto, o veleidosa, pero al menos leal— dichosamente lo tentaba a no inclinarse tanto a la muerte. Es que su amor totalitario supo —ni ellos saben cómo— convertirse en un nítido afecto, en una amistad sobrentendida.

Paulina: Nada mejor que un demonio que nos ame.

Recuerdo que durante la brevedad de ese almuerzo, descansó de la amargura de aquellos días aciagos volcándose en esa mirada cetrina y atenta que siempre era capaz de recibir sus dolencias sin reclamar a cambio nada. Es que en esos días Diana era su obsesión tiránica y Paulina, más bien, la evidencia de que toda tiranía puede llegar a convertirse —si se deshace o descompone de cierta manera— en armonía. Aunque P. también era la evidencia de la dolorosa dificultad de lograrlo.

Quizá el único vacío verdadero sea no poder amar. Y la única locura insana: no querer amar.

Y quizá en ese momento levantó la mirada hacia el cielo invisible. Él ha podido y ha querido. Una, dos, hasta tres veces… Definitivamente ese habría sido un buen momento para mirar el cielo –invisible tras las nubes preñadas– mientras esperaba en su puerta abierta a que se chorreara el café; y encendió todavía otro cigarrillo y mientras aspiraba el humo —mentolados, siempre mentolados— pensó que algún día debería dejar de fumar —el muchacho de entonces no podía saber que en efecto lo conseguiría—. El papel no se dejaba llenar y más bien parecía ir vaciándose con cada rasguño del lápiz. El desorden, los arremolinamientos, las desiguales arremetidas, ya nada de eso lo intimidaba, todo lo recibía vorazmente, incluso lo prohibido, esto mismo, escribir así... Levantó el lápiz justo cuando la lluvia empezó a recobrar fuerza.

Es imposible que la escritura amorosa no sea tautológica: el amor es una rueda. Y también el desierto puede ser un laberinto: basta que alguien camine por él.

La imagen que lo desvivía era el rostro de Diana —ambiguo hasta la irracionalidad— diciéndole adiós.

—Te amo —afirmó— y no quiero perderte —y seguidamente se fue para siempre. En efecto, creo que fue literalmente eso lo que dijo pocos días antes de irse: “Te amo y no quiero perderte”.

¿Y esta tristeza inútil? Significa que sigo vivo.

Su cuaderno era manso como una mariquita…

Pero su rostro firme y callado, félido, ya sin la posibilidad de volverlo a acariciar: esto es precisamente el dolor.

Es que ya no importaba que ese rostro siguiera hablando en la realidad, ni que él siguiera teniendo voz para hablarle; ya no importaba que pudiera volverlo a mirar de lejos; es que ya no podría tocarlo de nuevo. Diana seguía existiendo en el mundo pero nunca más lo dejaría tocarla, contemplarla desnuda y perfecta y mucho menos acariciarle las entrañas... Y a su edad esa certeza era insostenible: crecer es así de simple y complejo a la vez.

Sus ojos: cuencos hondos y abiertos, puros como triángulos equiláteros. Sus labios: un vientre carente de enigmas. Y su voz: una luz que atraviesa las sombras...

Y fue tal vez en ese instante o en alguno muy cercano —tal vez mientras se rasguñaba los muslos como un enfermo o se golpeaba la frente contra la pared—, cuando intuyó la certidumbre más amenazante y liberadora que había intuido jamás y que finalmente —aún no pero dentro de muchas y muchas páginas— lo salvaría:

¡El mundo entero cambiará solo cuando ya no sea capaz de sentir este tipo de amor, este amor metafísico, esta obsesión con la posesión de alguien! ¡Cuando mis manos ni ningunas otras manos sean ya capaces de escribir estas palabras que acabo de escribir! ¡Pero cómo lograrlo!

Pronto aprendería —¡cuánto le costaría aprenderlo!— que no era tan sencillo como escribirlo, ni siquiera tan simple como pensarlo o desearlo…

¿Pero podría lograrse sin registrar su agonía, acaso también su muerte? ¿La agonía o muerte de un estilo de amor, de vida y de creación, de un tipo obsesivo de historia?

¡De un tipo de hombre!

¿Y no sería ese registro más bien la imposibilidad de morir definitivamente?

Pasó la hoja —aunque no estaba llena— en una pausa del viento. El mundo y el cuaderno se abrieron de pronto y al unísono a la reflexión más reposada, la meditación apareció ahora tomándole el pulso a su padecimiento:

Tal vez, pensándolo todo mejor, algo podría engendrarse de este obsesivo e infantil deseo de poseerla

—hoy a Diana, pero antes fue a Paulina y mañana podría ser a cualquier otra—. Por supuesto, una intuición no sabe cómo meterse a la primera en palabras ordenadas; la intuición es un espolón o una meta, a la vez un gancho y la necesidad de soltarse del gancho…

Sigue, vuelve, deja llegar las palabras como vengan, confía, confía en que llegará el sentido…

La fortaleza de las piedras es siempre triste. Es cierto que no lloran, pero tampoco pueden reír. Y la felicidad es fiel: siempre arrastra consigo el dolor.

Por fin dejó de resistirse a ese llanto imprevisto que lo acogió bajo su puerta abierta. Era simplemente el signo tardío de que había sido feliz. Es como todo signo —pensó—, siempre atrasado... Porque cada uno de nosotros es también un signo de algo, seguramente de nosotros mismos. Pero siempre estamos tarde o demasiado pronto.

Nunca coincidimos con nosotros mismos.

Como todo signo.

¡Si tan solo nos atreviéramos a ser lo que somos!

El cuerpo es un conjunto abierto de signos que no terminarán jamás de decir lo que no dicen aún. Ser: espacio vacío entre las palabras. Espacios vacíos rodeados de voces. Espacios que marcan con su vacuidad el paso irremediable del tiempo; no se dicen para permitir decir lo demás, esos silencios entre las palabras, que no serían silencios sin ellas.

Aquí empieza la incontinencia: supongo que es imposible reposar en un espacio vacío, las cosas siempre son limitadas y siempre hay que recurrir a más palabras, unas sueltas, puntuales, otras ligadas, una red hecha de puntos infinitos...

El aliento que anuncia la voz. Pero no se puede decir en lo dicho. Este tiempo agonizante. Todo siempre quedará para después. Agonía, una insuperable agonía… Para después… En lo dicho, la única posibilidad es ser entrelíneas, decir entrelíneas. Como en el amor, que solo puede ser entrepalabras. Filo. Una cuña inesperada. Incisión. Una interrupción de la voz. Salto. La mano, la caricia que antecede la voz, que la convoca. Hablar solo debiera servir para indicar ese silencio. ¡Aquí! Hablar para señalar hacia donde ya no se puede hablar. ¡Y pensar en cuántos abusos hemos cometido! ¡Cuánta pobreza! ¡Este tiempo y este mundo agonizantes donde las palabras huyen de toda fuerza posible y son solo palabras! ¡Formas! ¡Humo! ¡Piedra inmaculada! La gente solo oye palabras en las palabras, ya ni siquiera escucha. Humo, un mundo de humo y piedra. Prácticamente nada. Maloliente. Y viento. ¡Tan cerca de la nada! Marilyn Monroe repetida hasta el cansancio en colores pastel. El mundo, desvanecido, licuado. Lo mismo pintarrajeado para no morir de aburrimiento. O matarse. Aire. Gritos. Marilyn Monroe con tetas enormes, siliconas duras, horribles. Matar indiscriminadamente nada más para soportar haber sido desgarrados. ¡Aire! O para ya no tener que soportar esta locura, siempre lo mismo, porque sí, locura, solo eso, los niños pegados a cables, embrutecidos, casi incapaces de expresarse, casi absueltos de soñar y de desear... inanición, desgana... dispuestos a dejarse volar en pedazos por una mochila bomba, o quizá sin saberlo del todo a la espera de la perfección virtual… Panóptica. ¿Haber ensayado tanto tiempo para esto? ¿Para esto? Casi, ni siquiera, poder tocarnos. Y saber que es posible vivir de otra manera. Saberlo. Saberlo con una atormentada certeza… Hay momentos en que absolutamente todo es una imbecilidad, un desperdicio... Pero solo transitando ese camino parece posible acercarse a la sabiduría, ¿no es eso lo que dicen? Aunque también a la ofuscación… ¿Es por eso que aquí, para mí, ya no puede haber más literatura, solo afectos? ¿Esta es mi condena? Todo, en el texto, es tan frágil y tan gratuito... Me parece que fue en estos puntos suspensivos cuando volvió como avalancha el deseo de llamarla. Fuego. Recuerdo que para entonces el pan ya estaba tostado y el café chorreado. Erotomanía. Sí, quiso saludar a Diana y oír su voz indiferente. Diana. Quiso oír de nuevo su desprecio. Zozobra. Quiso humillarse de nuevo, para poder enfrentar el día. Clavos. Diana crucificadora. Puso la mesa, sirvió el café. Humo punzante. Un glande atravesado por un clavo. Para darse valor, imaginó a Diana sonriendo malévolamente. El diablo con cuerpo de amazona. El diablo es una soldada espartana. Ojo vagina. Él lanzaba palabras como espadas inútiles. Al lado de las tostadas colocó el teléfono, cuidadosamente, como en un ritual o ceremonia. Ácido. Punzada. O palabras como escudos tardíos. Su cuaderno parecía parte del desayuno, el lápiz igual o mejor que un cuchillo. Luego marcó el número como si fuera la identificación de un presidiario, recitándolo en voz alta mientras digitaba, saboreando cada segundo, cada dígito, y su corazón se inflamaba de azufre. El olor del café humeante. La amo hasta el odio. La garganta irritada, inolvidable. Catulo: “Odio y amo. Siento ambas cosas y estoy agonizando.”

—Aló —su voz, tan solo su voz, puso en su mente la imagen violenta de todo su cuerpo, su piel de porcelana, sus labios gruesos, sus senos llenos, sus muslos de bailarina, sí, como una porcelana de Bavaria…

—Hola, soy yo —lo dijo temblando y saboreó la pausa, su mutismo, su indignación; seguramente ella estaba pensando “otra vez este necio, qué fastidio”, y él sonrió en silencio, tambaleándose en una arista.

—¿Qué querés?

—Solo quería saludarte.

—¿Otra vez? Pero si ya me saludaste anoche.

—Otra vez —y de nuevo deletrear cada sílaba de silencio, su silencio incómodo, porque él sabía que estaba furiosa, que ya casi lanzaba la grosería, como siempre, un despido siempre final, otra nueva traición.

—No puedo hablar ahora.

—¿Por qué?

—Porque voy saliendo —su voz la delataba: lo odiaba, lo repudiaba. Pero él gozaba ese desprecio. ¿Era acaso el anuncio de un triunfo lejano? Le quedaba esa esperanza, es cierto. Su mentira fue una estocada directa al pulmón. Él alargó hasta el empacho el silencio: quería exasperarla, quería que lo odiara con toda su alma, sí, que lo odiara, que rebosara en ella el odio, que lo aborreciera.

—¡Si no vas a decir nada colgá de una vez!

Él contestó con un vago gemido.

—¡De verdad que sos idiota! —fue ella quien colgó.

Y recuerdo que sonreí, colgué a mi vez y tomé una tostada, la embadurné con jalea —seguramente St. Dalfour, Myrtilles sauvages, ¡es que era fiel hasta a mis marcas!— y mastiqué despacio, con los ojos inflamados y un puño que se abría dentro de mi garganta…
Luego, con sumiso regocijo, volví a mi puerta y a mi cuaderno; encendí un enésimo cigarrillo y el humo se confundió con la niebla y después de dejar el registro gráfico de mi “conversación”, escribí con trazos caligráficamente perfectos:
Quisiera callar en tus labios abiertos, en ese silencio tibio poner fin a mi verbo. Pero, en cambio, voy a callarte en mí, y mi venganza será mi olvido.

¿Cuál era mi esperanza? Que a ella le quedara el peso inerte de saber que alguien la quiso hasta poder someterse, y que ante eso solo pudo salir huyendo presa del miedo. Que no olvidara que a la ternura más nítida ella respondió con una violencia feroz, y que algún día se preguntara por qué. Que la realidad que tanto ha evadido llegara a lanzarle zarpazos que le desfiguraran el rostro.

¿Qué quiero?

Es simple —escribí—, que algún día mi nombre te duela.

[6:21 a.m.]

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23 de octubre del 2011

Algunas personas arrastran consigo una fiesta, abrazos, cuerpos, en la mirada siempre un mar luminoso, y sus vidas son populosas y alegres. A otras les toca en suerte arrastrar un desierto y resignarse a la esquiva voz del silencio.

En la época en que escribía estos cuadernos —siento que han pasado ya tantos años—, por las calles yo solo oía mis pasos y creía que el mundo iba a ser eso nada más: caminar desamparado entre la niebla. Había un silencio que me atraía sin remedio, la soledad me abrazaba como un vientre áspero. Era un niño, o recién había dejado de ser un niño, y recuerdo que mis pasos eran lentos, como si fuera un viejo.

(En la mayoría de páginas la tinta está a punto de desvanecerse. Copiaré algunas para conservarlas como memoria, porque lo más humano y más histórico es la facultad de recordar. No vaya a ser que me asalte un día el olvido y deje de saber quién he sido.)

[5:57 a.m.]

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